01

𝟷𝟼 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽

𝙳𝚊𝚙𝚑𝚗𝚎

(𝙿𝚛𝚎𝚜𝚎𝚗𝚝𝚎)

Dije que tenía hambre y mentí. Caminé hasta la cafetería solo para zafarme del grupo de personas que comenzaban a amontonarse frente la puerta de su habitación. Podría, incluso, compararlos con buitres volando sobre un cuerpo moribundo. Peleando por quien iba a arrancarle la piel primero.

«¡Cómo me gustaría callarlos de una vez por todas, como lo hice contigo!», se me ocurrió. Pero no me atreví ni siquiera a murmurarlo. Estaban muy cerca.

Conocía sus motivos: para venir a derramar lágrimas y a escupir sus palabras sin sentido hacía falta sed de poder,

lo que todos anhelan, el mismo que deshumaniza y no perdona. Personas así no me sirven.

Caminé sin rumbo por los pasillos del hospital, donde tengo que rodear el resto de personas con esos rostros tan pálidos y delgados, sin tocar a ninguna. Lucen como si el mismo demonio hubiera succionado su alma, y lo único que hacen es vagar por ahí. Parece que el dinero no les alcanza para pagar un escape al destino miserable que nos espera a todos.

Cuando me topé con la salita publica me sentí atrapada. Me envolvían paredes blancas y el repugnante hedor a orina y vómito que se hacía más intenso con cada paso. La palabra asfixia lo describe mejor y para agravarlo más, parecía que era la única capaz de percibirlo ya que a nadie más le importaba, y tengo dos teorías al respecto, una: ellos sabían que provenía de uno de sus familiares y se sentían avergonzados, o dos: porque ya estaban acostumbrados a vivir en el medio de esas condiciones. Sea una cosa o la otra, es imposible no tachar a las enfermeras como incompetentes por no mantener un hospital en óptimas condiciones.

«¿Por qué no huyes de una vez? De todos modos, nadie lo va a notar. Siempre ha sido así», se me ocurrió. Sin embargo, estaba enojada, resentida y confundida desde la primera hora de la mañana. ¡Probablemente podría culpar a cualquier cosa de mi dolor, para liberarme un poco del peso! Como también puede que ese olor no exista.

Eso lo pensé porque lo peor aún no había sucedido. Todo se hacía más pequeño con cada paso que daba y, como si padeciera de claustrofobia, tuve un loco deseo de salir corriendo al sentir la sofocación atorada en mi tráquea y la impresión de un taladro que oprimía, centímetro a centímetro, mi pecho. Y eso hice.

No recuerdo el ultimo desayuno apropiado que tuve, y ayer solo comí una manzana para despistar el hambre antes de dormir para que, a la mañana siguiente, abriera los ojos rodeada de familiares que la mitad ni reconocía, pero que estaban convencidísimos de haber conocido a mi padre y me daban su pésame, uno tras otro, como en fila. Claro que no tuve tiempo ni espacio en mi mente para pensar sobre comida. Nadie lo tuvo.

En la habitación, lo único que veía día tras día, es a mi hermano hablando con una irritante voz aterciopelada al recipiente de Alethia.

¿Por qué me estoy refiriendo a ella como un recipiente?: Porque eso es lo que es. Un estuche postrado en esa cama fría, con sus ojos cerrados y cientos de cables saliendo por su envoltorio cadavérico. Hasta se podía comparar con una flor a punto de morir, marchitándose en ese estado inmaculado. Cubierta de magulladuras.

Sospecho, desde hace un tiempo, que soy la única que cree esa es una posibilidad: su muerteLa única salvación de su sufrimiento.

¿Por qué Evan seguía hablándole a su cuerpo? Contándole historias que parecían de ficción. Y mamá, simplemente la miraba durante horas, con reserva. Como si conversaran en sueños.

Por supuesto que yo nunca hice eso. Es mi hermana, y verla en esas condiciones... Su alma y su dolor. Todo es terriblemente complicado para mí. Tengo esta necesidad de huir, quería salir de ahí con locura, pero también sé que es inútil seguir corriendo. De todos modos, el mareo nunca se detendría de esa forma.

Así que frené en cuanto la imagen de su cuerpo me parecía ajena, de una dimensión distinta. Apoyé el hombro en las paredes de baldosa. Cerrando con suavidad los ojos que, supongo, estaban hundidos entre una mancha violeta y azul producto del insomnio.

El descanso dio pie a pensar en lo que pudo haber sido, si todo fuera diferente, si le hubiésemos prestado atención a las señales. En ese tal vez, imaginando que el dolor y el sufrimiento eran distantes a mí, a mi familia. De esa forma, todo me parecía más simple: tal vez, ahora sería feliz. Incluso, tal vez, ella se hubiera salvado. «Que irónico que esto salga de mí, ¿verdad?», reflexioné.

El mundo calló. Como si las personas a mí alrededor caminaran dentro del agua por un instante. De esa forma, es más fácil identificar entre la calma ese pesado movimiento torpe del resto del mundo.

Una mujer pelirroja con un uniforme azul holgado se deshizo del hechizo que al mundo envolvió y se acercó a mí para preguntarme, en un tono dulce, si me encontraba bien. Extendiendo en mi dirección un vaso plástico lleno de agua, rozando con timidez mi antebrazo con sus dedos robustos y cubiertos de pecas.

Sentí esa horrible fuerza de nuevo, pero llamarlo gravedad o ansiedad no cambiaría nada. Ahora, no era un taladro sino el peso de veinte elefantes sobre mi pecho. Mi cuerpo no pudo ocultarlo, aunque me contuve de llorar y solo negué con mi cabeza. Agarré el vaso y bebí un poco para seguir caminando entre tambaleos hacia el baño que quedaba a unos pocos metros y vomitar ahí, en la primera cabina que mis dedos abrieron. Expulsando la última comida que quedaba en mi estómago.

—Este será el castigo por todos mis errores.

Me resigné.

Tenía suerte que ninguna de las otras cabinas estuviese ocupada. De eso me aseguré después de comprobar la ranura vacía de las cuatro puertas de metal contiguas. Volví a llenar el vaso de plástico con el agua que regaba la llave de metal y lavé mi cara. Siempre con pavor de verme al espejo, porque temía que ahí estuviera su rostro, atormentándome.

«No te ocultes, Daphne, eres mucho más importante de lo que crees».

No me equivoqué, no hacía falta abrir los ojos para percibir su sosegada presencia. Ahí estaba, otro recuerdo de mi hermana en una tarde de abril con esa voz tan afeminada que ahora solo me provoca nauseas. De un tirón, comencé a beber lo que quedaba, arrancando el resto de gotas sobre mis labios con la manga de mi abrigo antes de salir.

Odio que las personas vean una versión tan vulnerable de mí. Lo recordé por la expresión que tenía esa enfermera que me esperaba afuera con sus brazos cruzados. Con aflicción y tristeza.

—Me llamo Agnes —se presentó con una sonrisa.

No le devolví la sonrisa. Seguro que se comporta así porque ya me conoce. Estoy segura que todo salió a la luz en los periódicos, junto con una foto de nosotros y un título morboso, por eso me mira como a una tragedia con piernas, igual que mi propia familia esta mañana. «Limpiar un hospital es una tarea más noble que dedicar una tarde a observarme», pensé, «¡Y en las condiciones que está!». Aunque no debía quejarme, la mejor clínica está en el centro de la ciudad y eso sería un camino largo y tortuoso para la agonizante Alethia, y nadie quería eso. No quedaba otra alternativa, fue una decisión rápida y eficaz de los paramédicos.

—Te escuché adentro, no entendí qué repetías y te seguí para asegurarme que te encontraras bien.

Explicó, con sus labios gordos. Yo asentí como agradecimiento y me giré en la dirección opuesta.

No di más explicaciones porque la situación no las merecía y en su lugar, comencé a seguir las indicaciones que señalaban el camino a la cafetería para buscar algo más que agua para llenar vacío de mi estómago y así, detener el mareo.

No planeaba encontrarme con mi mamá o mi hermano. De todos modos, habían pasado varias horas desde que salieron de la habitación y muy probablemente ahora estaría vagando, como yo, por las instalaciones del hospital. Topármelos sería mucha coincidencia, y mucho más a ese hombre que ha estado cerca de nuestra familia desde el accidente, teniendo ligeras conversaciones con mi madre y algunas salidas discretas con Evander.

No soy tan joven ni ingenua como para ignorar qué es lo que un detective busca. Él, quien trabaja como un sabueso entre el basurero de mentiras que deja mi familia, sigue esperando algo para aferrarse, para roñar y sobrevivir. No hay que ser un genio para entender estas cosas.

Sin embargo, eso no niega la curiosidad que tengo por saber qué responde mamá y Evan a sus preguntas, ya que siempre termino excluida de todo tipo de conversaciones que parezcan un poco complicadas para mí. Eso me hierve la sangre.

Por eso, me sorprendió verlos en un espacio juntos sin mucha gente alrededor a parte de ellos y unos cuantos empleados reunidos tres mesas a la izquierda, que parecían más ocupados en la televisión y las noticias de farándula que cualquier otra cosa alrededor. De todos modos, a mamá no le gusta salir en público, y nadie reconoce su rostro más que un exclusivo circulo de personas.

Del otro hombre se podía decir lo mismo, hasta sospecho que en su vida nunca estuvo bajo un solo reflector por sus muecas bruscas y la torpeza de sus movimientos.

Al parecer, era mi día de suerte porque no me habían notado. Por eso decidí acercarme de forma prudente, sentada en una mesa a unos cuantos metros de ellos, pretendiendo mirar la ventana que se encontraba abierta y daba entrada a la ventisca glacial de la tarde. Así, con el cabello recogido, de espaldas, y en mis manos una bolsita de canela sellada que habían olvidado en la mesa, presté atención a su conversación:

—... Lamento escuchar eso.

El hombre comenzó con un suave matiz de tristeza que contrasta con la firmeza de su voz, lo que hace dudar si lo que dice es verdad. Probablemente ha mentido tantas veces que ya no distingue lo cierto entre tanta mentira. Mamá, por otro lado, ha estado frágil. Una presa fácil para encarar y sacarle toda la verdad.

Me entretenía imaginando que el matiz de la canela se parecía al color de nuestros ojos, ahora, cegados. Tanto como para no reconocer a su hija en cuanto llegó. Como para estar en desventaja frente a él.

Una ligera brisa de la ventana tocó mis mejillas y se sintió como melancolía.

El hombre no demoró en continuar.

—En el mismo instante que me avisaron, quise conocer cómo se encontraba y si usted necesita ayuda para superar algo así. Claro, no sabe en qué estado podría despertar su hija y si seguiría siéndolo, después —se inclinó hacia adelante, aun sobre su silla—. Supongo que no es fácil estar en sus zapatos, no podría calcular su dolor. Sin embargo, ahora más que nunca necesito que coopere conmigo.

—Es desconcertante su perseverancia, detective. Incluso cuando toda mi familia está pasando por este dolor.

Detective. Comencé a enumerar sus similitudes con Hércules Poirot y cuando sumé cero, se me salió un suspiro.

—¿Le incomoda mi presencia?

Mamá no respondió. ¿Qué le estará pasando por la cabeza?

Probablemente estará pensando en Alethia y si ella necesita comida o abrigo. Estaba más que claro que no estaba completamente metida en la conversación por la forma en que su taza temblaba cuando la llevaba a sus labios. Busqué a mi hermano, sin embargo, no había rastros de él. «Evan, Evan. No quería verte, pero en este momento daría todo porque aparecieras delante, con esa sonrisa arrogante». Ansel Glenn prefirió abordar a mamá cuando estaba sola. La pregunta es: ¿Con qué intención?

Supongo que no te puedo rescatar, mamá. Ahora, ambas, estamos a mano.

—No. Solo me pregunto, ¿por qué sigue con nosotros?

Se me ocurrió que tenía hambre. El agua no llenó nada y menos la canela que se mezclaba con mi saliva. La que comenzaba a saber demasiado dulce para mi gusto.

«—El chocolate sabe muchísimo mejor con canela que con azúcar —me aconsejó, agarrando la punta de mi nariz con su pulgar y dedo corazón, cuando sus manos aún se encontraban cálidas después de nuestro desayuno—. Deberías darle una oportunidad algún día».

Su voz y su rostro inundaron mis sentidos. Percibí el perfume de mi hermana tan cerca que tuve que girar hacia ambas direcciones para comprobar lo innegable: Alethia estaba en coma. El hambre y la tristeza me tomaron el pelo.

—... ¿Alguna vez ha pasado por algo similar? —Me perdí un instante, pero cuando presté atención, me di cuenta que esta vez era mamá quien preguntaba.

—Disculpe, Madame. Pero...

—Acabo de formularle una pregunta bastante básica. Por favor, solo limítese a responderme con un sí o un no.

De un momento a otro, se habían cambiado los papeles, y era él quien dudaba.

Lo veía de reojo agarrando con fuerza la misma libreta que se había rehusado a dejar sobre la mesa, a diferencia del periódico y de la taza que ahora dirigía hacia sus labios con cuidado. Inclinando a su favor, la oportunidad de pensar un poco más su respuesta durante el momento que mojaba ligeramente la punta de su sutil bigote de tres días.

Parece que no acostumbraba a afeitarse mucho. Su cabello también era largo y castaño, recogido en una coleta.

—Si. Pero no entiendo a dónde quiere llegar con eso.

—Gracias. Ahora, no espero que calcule el dolor con el que estoy luchando ni tampoco el de mi familia. Así como un día usted también lo sintió, sabrá que nosotros estamos destrozados con la noticia del accidente de mi hija. A todos nos tomó por sorpresa y solo quiero que nos deje unos días de luto para permitirnos llorar sobre la tierra y, aunque sus motivos sean ridículos, posteriormente responderé todas las preguntas que tenga para hacerme.

Parecía decidida a alejarse, recogiendo con prisa su abrigo. En ese momento noté que, incluso en el peor de los casos, ella seguía portando el mismo tono de voz. La misma inflexibilidad de una mujer que había estado muchas veces en el abismo de la tragedia, a comparación de cualquier hombre. La misma que había aprendido a vivir con el dolor que a muchos, los empujaría a la locura.

—Hasta entonces, señor Gleen.

Levantándose también, sin perderla de vista, la despidió. Con una mirada intensa que ella no tenía intenciones de devolver.

—Esperaré por ese día, Madame du Maurier.

Asintió, cubrió sus hombros y comenzó a alejarse con el detective a unos cuantos metros detrás de ella. Él, quien me vio en los últimos instantes, cruzó en la esquina y se perdió en ella en silencio.

Si me había reconocido o no, no me preocupaba. Agarré el periódico que habían abandonado sobre la mesa, lo doblé y guardé bajo el brazo antes de retirarme. Tenía que alcanzar la cafetería rápido.

«—Mírame, te ruego que lo hagas.

Después de descubrir la botella de vodka, me sorprendió que reaccionara así. Ni siquiera me gustaba su sabor.

Ella tenía mis manos retenidas sobre mis caderas, mientras yo me removía inquieta como un gusano. Después de todo, en los duelos de fuerza ella siempre me ganaba e incluso, en ocasiones, también a mi hermano.

—No volverás a hacerlo, no mientras vivas con mamá. No mientras seas una niña. Prométemelo.

—¡Tú eras igual a mí! —Me solté de su agarre como pude mientras lloraba sin parar y mi voz se hacía cada vez más imperceptible al mezclarse con tanta saliva—. Tú eras igual. Tú eres igual. Lo sigues siendo.

Repetí hasta que me cansé. Hubo un silencio largo y yo no podía escapar de él. Por el contrario, mis mejillas se volvían cada vez más rojas por la rabia. Lo odiaba. Odiaba que me llamara niña. Pero me enojaba aún más que estuviera negando su pasado.

—Eres mucho mejor de lo que yo alguna vez fui, Daphne.

Lo dijo como un susurro, tocando mí antebrazo con suavidad, con arrepentimiento. Probablemente había notado que mis muñecas estaban marcadas por sus dedos estrechos.

Lucía como si las dos, hasta este punto, nos había consumido el momento y las llamas comenzaban a apagarse. En el instante donde solo queda nuestro remordimiento.

—Mírame.

Yo le obedecí y la observé. Con su sonrisa triste, sus delgados mechones del flequillo que se entrometían entre su rostro y sus ojos azules. Esas perlas que eran tan profundas a la luz del sol, que no me permitían darme cuenta de la lágrima tan pura que se deslizaba por sus mejillas. La verdad es que siempre me calmaban porque me recordaban al cielo mismo, índigo y pálido.

Pero ahora solo sentía una presión fuerte en mi pecho. Como si cayera de el.

—Haz que el mundo conozca quien eres. No te ocultes, Daphne, eres mucho más importante de lo que crees.

Me abrazó y volví a llorar. La divina forma en como me volvía a dar alas para seguir alcanzando su cielo».

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