Casa Embrujada 1

La noticia me llamó la atención enseguida.

Un chico de diecisiete años había muerto la noche anterior en una casa abandonada a orillas del lago Gutiérrez. Al parecer estaba en el cumpleaños de un amigo en Villa Los Coihues y alguien apostó a que él y dos chicos más no se animaban a entrar en la vieja casa de los Quireipan. Típico. La casa embrujada del barrio. Una leyenda urbana de cuando yo era chica. Varias personas habían muerto ahí a lo largo de los años. Nada violento, muertes naturales, pero se decía que sus fantasmas permanecían en la casa y atacaban a cualquiera que entrara en su territorio. Historia para fogones en la playa, a la hora de los cuentos de miedo para que las chicas chillen y los chicos se hagan los valientes.

Así que estos tres chicos habían aceptado la apuesta y habían entrado. Y por lo que contaban los dos sobrevivientes, adentro los habían atacado varios perros grandes, que mataron a su amigo a mordiscones antes de que ellos pudieran hacer nada por ayudarlo. La nota seguía comentando el eterno problema de Bariloche de los perros abandonados, diciendo que podían asilvestrarse y hasta formar una jauría que…

—¿Qué te parece un asado en mi casa el domingo?

La pregunta de Mauro me distrajo de la noticia, aunque sólo para asentir sin siquiera mirarlo. Yo conocía esa casa. De pronto Mauro se materializó a mi lado con corazoncitos brotándole de los ojos y su mejor cara de cordero en el matadero.

—¿En serio?

Su exclamación me sorprendió y al fin lo enfrenté, sin comprender su emoción. Él esbozó una gran sonrisa y la soltó a parlotear a velocidad récord hasta para él.

—¡Si venís puedo invitar a Majo! ¡Y pasar el día con ella! ¡Sin ninguna de sus amigas cerca para distraerla! ¡Cocinaríamos juntos! ¡Charlaríamos! Y quién te dice, ¡tal vez hasta pase algo!

Soporté la explosión con estoicismo hasta que se quedó sin aliento, todavía con su sonrisa de oreja a oreja y ojos soñadores. Alcé un dedo hasta su cara con sonrisa malévola. Dicen que en turismo sólo hay mercenarios y tontos, así que.

—Voy, pero con una condición.

—¡La que quieras!

—Abrís vos la agencia los domingos durante un mes.

Se inclinó, agobiado como si acabara de caerle encima una tonelada de piedras, los ojos llorosos, pero no alcanzó a argumentar.

—¡Buenas! —saludó una voz potente desde la puerta del local.

Lucas. Fui al baño a hacer mate para ahorrarme tener que saludarlo. Lucas entró sin más preámbulos en la oficina, como siempre, y notó enseguida el aire apesadumbrado de Mauro.

—¿Todo bien? —preguntó, preocupado.

—Psé. Acá, resistiendo la tiranía.

Giré en redondo, a tiempo para ver el pulgar de Mauro apuntándome. ¿Tiranía? Agarré al vuelo un bibliorato de su escritorio y lo aplasté contra su pecho.

—Tus reservas pendientes —gruñí—. Más te vale que estén al día para mañana. Me voy.

Les di la espalda y suspendí el mate para agarrar mis cosas.

—Después la defendés —dijo Lucas en voz baja.

—Lucas… —gimoteó Mauro.

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