El Cruce 4

La construcción había quedado inconclusa más de quince años atrás, dejando un enorme esqueleto de concreto con pisos y unas pocas paredes internas. Una escalera de tramos cortos se enroscaba en torno a un pozo oscuro regado de b****a y escombros, trepando desde el subsuelo hasta el cuarto piso, que tenía el cielo por techo más allá de las vigas de cemento que se encontraban allá arriba en un ángulo agudo. La cerca de chapas que rodeaba el amplio lote abandonado había sido abierta en un solo lugar, como si los grupitos de adolescentes y las parejas que solían darse cita ahí no quisieran que el acceso fuera demasiado evidente.

En el silencio de la madrugada, aparté la chapa sólo lo indispensable para deslizarme dentro del predio, dos mil metros cuadrados de concreto y malezas. Me detuve en la luz anaranjada que llegaba desde la calle y observé la enorme estructura, irguiéndose sobre mí sombría y desierta. Ninguna voz, ningún rumor, nada que indicara la presencia de los usuales visitantes nocturnos. Avancé sorteando escombros y bolsas de b****a hasta sumergirme en la penumbra fría del edificio. Las paredes y las anchas columnas eran una galería de grafitis de orientación variada: consignas políticas, palabrotas, elaborados dibujos en colores.

Subí prohibiéndome apartar la vista de los escalones. Un piso, otro. A mi derecha, el hueco cuadrado era una invitación para que mi vértigo se desbocara. Llegué al tercer piso y apreté los dientes para encarar los últimos tramos de escalera, ahora sin paredes. Pronto avancé en la luz fría y pálida de la luna creciente. La ciudad se abría a mi izquierda, brillante en la noche de primavera. El lago era una pizarra negra allá adelante, a doscientos metros, atravesado por la estela vacilante de la luna, que insinuaba las montañas al otro lado.

Caminé hasta el centro del piso desierto, cruzado por las sombras de las vigas sobre mi cabeza. Giré con lentitud, observando el lugar con mirada atenta. Todo indicaba que estaba sola. Salvo el vacío en la boca de mi estómago, que se acentuó cuando volví a detenerme de espaldas al lago.

—Sé que estás acá, Mariana Isabel Rodríguez —dije, procurando sonar firme y serena—. Dejá de esconderte.

Nada se movió, nada cambió. Una brisa tenue recorrió el lugar, agitando una bolsa de plástico que crujió en el otro extremo del piso, a más de diez metros de donde yo estaba. Suspiré metiendo una mano en la mochila, saqué mi réplica de la Cruz de Caravaca y esperé. Al fin, viendo que iba a tener que tomar la iniciativa, extendí el brazo empuñando la Cruz, que se veía más clara en la luz de la luna.

—¡Mariana Isabel Rodríguez! ¡Por el Poder que esta Cruz representa, te ordeno que te muestres! —exhorté, subiendo la voz.

A pocos pasos, la sombra de una columna pareció espesarse y arremolinarse. Una voz amenazante, que no tenía nada de humana, retumbó en la penumbra.

—Andate si no querés que te pase nada.

Sonreí de costado, sin bajar la Cruz.

—Sé quién sos y en lo que te convertiste. Ahora mostrate, tal como eras en vida.

El remolino de sombras se hizo más denso.

—¡No!

Como un eco, la Cruz en mi mano se hizo más clara, y un resplandor tenue reverberó a lo largo de sus bordes. El remolino empezó a alargarse y estrecharse hasta tocar el suelo.

— ¡No! —La voz ya no sonaba amenazante sino rabiosa.

—Salí de esa oscuridad, Mariana. Ése no es tu lugar. Tu lugar es con la luz.

Mi voz tenía ahora una inflexión cálida que halló respuesta en el fantasma. Las sombras formaron una silueta nítida que se apartó de la columna y se acercó a mí.

—No vine a hacerte daño, Mariana —dije—. Vine a ayudarte.

—¡No necesito ayuda! —La voz era más aguda y me hizo pensar en un berrinche adolescente.

Me permití sonreír de costado y me quité los lentes. La silueta frente a mí se hacía más y más nítida, toda una gama de grises definiendo los contornos de una chica de pelo largo en uniforme de escuela privada.

—Demorarte acá no te sirve —tercié—. La venganza sólo aumentaría tu dolor.

La chica de sombras se cubrió la cara con las manos y dejó oír un gemido ahogado. Me acerqué lentamente a ella. La Cruz brillaba más a cada paso. Me detuve a dos metros del fantasma y el resplandor de la Cruz iluminó la carita bonita y lastimada, la falda manchada de sangre, la camisa desgarrada. La rabia y la pena me colmaron.

—Ésta no sos vos, Mariana —dije con suavidad—. Esto es lo que ellos hicieron.

Se me cerró la garganta de angustia al enfrentar la mirada de completo desamparo de la chica muerta, que tenía los ojos amoratados llenos de lágrimas. Le tendí la mano. No la tomó pero tampoco retrocedió. Se secó la nariz con una mano sucia, de uñas rotas y ensangrentadas. La Cruz brilló aún más, iluminándola, y en su luz el fantasma volvió a cambiar. Ella lo percibió y se miró sorprendida, viendo que no quedaban rastros de abuso ni de violencia.

—¿Qué…? —murmuró.

—Ésta sos vos, Mariana. Así te recuerdan los que te aman.

La chica volvió a enfrentarme y sus ojos de sombras se clavaron en la Cruz.

—Esa luz… es tan… Me hace sentir mejor.

—Y no es más que un atisbo de lo que te espera. ¿Me dejarías ayudarte a llegar?

La chica muerta asintió. Entonces tomé la Cruz con ambas manos y cerré los ojos. Las palabras brotaron solas de mi boca, una letanía rítmica, armoniosa. Las dejé fluir. Al lado de la chica, en el suelo frío y sucio, apareció un círculo de luz que creció, alzándose como un arco refulgente. Abrí los ojos y la vi mirando el arco con más curiosidad que temor. Callé, observándola. Ella sonrió, los ojos ahora límpidos. Tocó la luz y soltó una risita, luego me enfrentó.

—Viniste a ayudarme aunque nunca nos conocimos. Ni siquiera sé tu nombre.

—Lucía, ése es mi nombre —respondí.

—Gracias, Lucía.

Me regaló una última sonrisa y dio un paso. Su pie desapareció en la luz.

—Que Dios te bendiga, Mariana —murmuré, viéndola fundirse con el fulgor que llenaba el arco.

El portal resplandeció con intensidad por un instante, antes de comenzar a empequeñecerse hasta desaparecer por completo.

Cuando todo volvió a quedar en penumbras, guardé la Cruz y giré hacia el lago. Disfruté el silencio y la quietud con un cigarrillo, la brisa fresca del este en la cara. Faltaban quince minutos para el colectivo de las dos y la parada quedaba a una cuadra.

De pronto me pareció ver a alguien allá abajo, en la vereda de enfrente, medio oculto a la sombra de un árbol. Un hombre con un abrigo oscuro que se agitaba apenas en la brisa nocturna. Un sobretodo como el del tal Blas, el tipo que conociera un rato antes en el Dutch. Pero cuando me incliné para mirar mejor no había nadie ahí. Seguramente había sido un efecto de la sombra del árbol, que replicaba el movimiento blando de las ramas.

Ahora, mirando hacia atrás a esa noche, me pregunto si era casual ese deseo de fumar un cigarrillo ahí arriba, disfrutando la luna en el lago, viendo dormir tranquila esta ciudad pequeña y ruidosa que Dios, el destino o el azar habían puesto a mi cuidado. Porque aquélla fue la última cacería ordinaria. Yo aún lo ignoraba, por supuesto. Pero esa ignorancia iba a durar poco. Demasiado poco.

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