Capítulo tres

ÓLÁFR

La sangre manchando la cristalina agua y el cuerpo de Freya flotando sobre ella me hace viajar en el tiempo, a esa época en la que apenas era un niño, en la cual tenía a mi padre. Me caí de una mesa de rocas improvisada que armé con los amigos que solía tener. Mi progenitor al encontrarme con la cabeza manchada en ese líquido peculiar, me cargó entre maldiciones y corrió hasta el final del Ulaf, me sumergió en él y esperó. No es un mito lo que sucedió dicho día, la herida cerró, la sangre se secó tan rápido como emanó. Vuelvo en sí al oír un grave estruendo.

Me arrastro por el suelo, jadeante. El dolor punzante en mi hombro abierto se agranda, no alcancé a protegerla, pues la gran hacha no tardo en rebanar mi carne. Y ella fue herida de gravedad al intervenir mi patético acto de heroísmo. Mientras tanto, Fenrir intentaba posarse de nuevo sobre sus patas, pero la fina cinta alrededor de su cuello se lo impide, sé qué es lo que lo encadena, es aquella arma a la que muchos temen, la temida Gleipnir. Gruñe y se revuelve, más no la rompe, le es difícil, jamás podrá quebrarla a pesar de lo ligera que es. Quiero hacer algo, lo deseo, pero… no puedo levantarme, mis intentos son en vano.

La vista se me torna borrosa, la pérdida de sangre está haciendo bien su trabajo. La armadura dorada resplandece al igual que los largos cabellos casi del mismo color de aquello que lo cubre, llena mi campo de visión. No tarda en dirigirse a mi inconsciente mentora. Todo aconteció muy rápido; el ladrido del lobo pidiendo que nos escondiéramos fue demasiado tarde, pues Vidar no tardó en caer del cielo expulsando poder hasta por los poros. Fenrir lo atacó, sin embargo, la deidad fue mucho más sabía, le envolvió el pescuezo con la Gleipnir mientras Freya salía corriendo en su dirección con la espada en alto, al ver que él iba a hacerle daño, me interpuse y en ese momento todo se volvió un borrón.

La cabeza lobuna se inclina para gimotear, yo lo único que puedo hacer es enjuagar mis ojos con las ardientes lágrimas.

—La sangre sucia debe de exterminarse —gorjea. Levanta con un solo brazo a Freya. Su fuerte mano se aprieta alrededor de su cuello, puedo ver como la piel de ella va perdiendo más color, cómo su vida se derrama y fluye por el agua ya rojiza.

—Suéltala —exclamo. Con esfuerzo me incorporo, no dejaré que la asesine.

Los ojos tan pálidos como los de mi mentora se encuentran con los míos.

—¿Por qué defender a un ser como este?

—¿Por qué arrebatarle la vida a una mujer inconsciente, que no puede defenderse?

Trastabillo. El cuchillo brilla cuando lo extraigo. Con la mano trémula lo extiendo a su dirección, la determinación no la borro de mi semblante cuando la suelta.

—Pelea con alguien que sí esté en capacidad de luchar.

—¿Un simple mortal? —se jacta. Balancea su hacha como un juguete.

—¡Huye! —vocifera con esfuerzo el gran lobo.

Lo observo, sonriente.

—No dejaré que se marche sin ningún rasguño.

Los ojos del animal se abren, he repetido las palabras de Freya cuando logró ayudarlo con Vidar antes de que lo envolviera con la cinta.

—Qué valor tienes, muchacho.

La afilada punta de esa arma mortal se encuentra con mi mentón, no retrocedo, no demostraré nada de miedo. Trago saliva.

—Lo suficiente como para escupirte.

Junto los párpados y espero el corte, más nunca llega.

—La vida de los hombres no son nada para los dioses, Óláfr —musita Fenrir con sus fauces sangrantes, el hacha atravesó su lomo, aún la Glepnir sigue en él. Abro la boca, sorprendido.

Levanta su pata dándole en el pecho al dios de la justicia que rueda hasta detenerse con una carcajada, ha destruido algunos troncos en su caída. El lobuno se desploma a mis pies, sus pulmones se expanden dando sus últimos respiros.

Dejo caerme de rodillas a su lado.

—Fenrir…

—Cuídala, promételo.

El dolor agudo en mi pecho se extiende por todo mi organismo, una bestia como esta ha dado su vida por la de una que no es igual… no es una bestia, es un ser bondadoso encerrado en ese apodo. Acaricio su cabeza, sus ojos ya no están a la vista ni su pecho ha vuelto a moverse, su último aliento lo exhaló con esas palabras.

Las aves se arremolinan arriba nuestro, despidiéndose del guardián que protegía sus morados. Agacho la mirada a la sangre que tiñen mis manos, su sangre. Aquel rojo se combina con la traslucidez de la primera lágrima que he liberado. Un chapoteo de rencor se oye, alertando a los pájaros que se despliegan por los aires con un alarido final. Las chispas de metal golpeando a otro iluminan más el lugar, los movimientos bruscos y la furia en ellos catapultan la naturaleza pacífica dejando a la guerrera a cargo. Una gran rama se parte ante la caída del dios moribundo; alerta los sinuosos ojos de su padre y los míos.

—No mereces seguir en pie, Vidar, ve con tu querido padre y dile estas palabras: nada me detendrá para traer a mi padre de nuevo conmigo y que vengaré la muerte de Freya, la diosa guerrera que tanto admiraba.

Un trueno cayó cerca de ambos y en esos pocos segundos Vidar desapareció. Los ojos pálidos se incrustan en el cuerpo del gran lobo, en ellos no se refleja nada, solo neutralidad, sin embargo, esas profundidades también despiden dolor.

—Vámonos.

Me alza con suavidad, sus facciones están duras, agónicas. Intenta con todo el brío que posee no poner su mirada sobre Fenrir.

—Hay que enterrarlo —jadeo moviéndome cual gusano para zafarme de su afiance.

—¡No tenemos tiempo! —Sus ojos tiemblan y se cristalizan—, él ya está en el Valhalla, su alma descansa, pero su cuerpo no podrá ser enterrado como es debido… estás débil, yo igual y debemos irnos antes que Odín envíe a otro, compréndelo.

Sus ropas están rasgadas, la sangre perdura en la tela al igual que las mías, ella ha sanado, pero yo lo haré dentro de semanas. Tiene la razón. Gruño en el momento que apoya mi brazo sobre sus hombros y enreda su mano en mi cintura para llevarme mejor.

—Fenrir… —Los ojos se me cierran poco a poco—. Te quería.

—Quizá.

Veo un atisbo de sonrisa antes de partir.

✺✺✺

Mi hombro estaba ardiendo cuando desperté. El cuerpo me dolía y el brillo de la tenue fogata parecía querer traer el alivio consigo. Desde entonces no he visto a Freya, desapareció como Vidar, pero con ausencia del rayo. Mi pecho está descubierto y un menjurje de hierbas cubre la herida del hombro que se halla templada, sin siquiera despedir ardor. Ella sola construyó una clase de refugio; el techo es de ramas amarradas con hojas, las suficientes para amortiguar la lluvia. Me gustaría saber cómo me trajo aquí mientras estaba inconsciente, si me arrastro o me cargo.

El Valhalla es el salón de los caídos, que se halla en Asgard, la ciudad de Odín. Aquellos que se quedan ahí son elegidos por él, en cambio, los que no, se irían al Fólkvangr. Mi padre muchas veces me dijo que si me comportaba mal iría a el Fólkvangr, que era el lugar de residencia de Freya, la madre de mi mentora. Pero no lo hacía con ánimos de ofenderme, sino de humillarme, pues la morada que da Odín, para él, es mucho mejor. La mitad de los muertos fallecidos en combate son guiados por las valquirias hacia el Valhalla, en este, los difuntos se reúnen con otros. Según lo que dicen muchos, se preparan para ayudar al dios mayor en el Ragnarök.

Mi lengua clama por un poco de agua, y los pensamientos parecen trabajar con más intensidad. Freya, la madre de la mujer que me ha acogido, era muy venerada hasta su fatídica muerte. Se desvaneció en batalla según los cuentos que muchos oyeron, pero por la mirada de ira por parte de su hija cuando combatió con Vidar, decía todo lo contrario. La diosa de la guerra no murió así, fue por algo más grave, pues mi entrenadora ansía la venganza.

Suspiro al ver la susodicha aparecer. Ya no tiene los harapos cubriendo su cuerpo, ahora es una clase de armadura tallada en varias plumas blancas con ciertas runas. Su cabello está suelto y su semblante despide poder en toda su gloria.

—¿Dónde conseguiste eso?

Se arrodilla a mi lado, las cadenas en sus antebrazos parecen más finas que antes y la falda tachonada es dorada, el color que los dioses suelen mantener en sus ropas de batalla.

—He encontrado al herrero de los dioses.

—¿Syl? —susurro con sorpresa.

Asiente. Los luceros que trae como ojos muelen los míos.

—Le debía un favor a mi madre, este blindaje pertenecía a ella, se lo entregó a él y le ordenó que lo guardara para mí.

—Freya…

—Llámame Ariana, así solía llamarme Freya para no tener confusiones, dado que ambas poseemos el mismo nombre.

Trago saliva. Suplanta el ungüento con trapos mojados en aguas de hiervas curativas, no muestro ningún ápice de dolor, puesto que no lo tengo ahora, estoy entumecido, como si mis nervios estuvieran dormidos.

—Lo entiendo. Si hallaste a Syl, creo que también al troll.

—No. Aún falta mucho para llegar a las cuevas donde descansa; Syl es un herrero que cambia mucho de establecimiento, es un viajero cotorro. Me reconoció al verme luchando contigo para traerte hasta aquí, de hecho, me ayudó en llevarte. Perdiste mucha sangre, gracias a él ahora me hablas, o si no estaría siendo comida para los gusanos.

—¿Qué tiene ese troll que llama tanto tu interés?

Su quijada se mueve al alejarse. Se sienta con las piernas cruzadas, sin mirarme. No insisto. No me dará alguna respuesta. Me doy el lujo de verla mejor, la belleza que tiene la asemeja mucho con su madre, Freya. La única diferencia es el color de cabello, el de la diosa guerrera era similar al fuego. Parecen gemelas.

Junto los párpados. No sé cómo explicar con exactitud el arrebato que me dio al verla rastreando aquellas huellas en la nieve, tal vez es porque vi la aventura en su cara que me hizo pedirle entre clemencias que me dejara seguirla. Jamás se me pasó por la mente que ella fuese un ser de tanta magnitud: descendiente de una deidad y un asesino a sangre fría. Su padre es un foráneo, no pertenece a estas tierras, vive más allá, cruzando el vástago mar… un lugar extraño.

Ojalá en esta travesía pueda conocer mejor a Ariana y quién es su padre en realidad.

✺✺✺

La sombría noche atenaza al día con fiereza. El tiempo ha pasado con celeridad y ahora los guijarros exclaman su canto, al igual que las luciérnagas que medio iluminan la oscuridad que nos rodea. La fogata se ha ido desvaneciendo con cada minuto que pasa mientras Ariana sigue en aquella posición de piernas cruzadas. No se inmuta de las ojeadas que le he dado ni con las muecas que he creado.

—Dime algo, Óláfr, ¿crees en los dioses?

Pestañeo, incrédulo.

—Sí.

—¿Sin importar que solo se amen a ellos mismos?

—Ellos también nos aman —resoplo.

Su nariz se frunce y la primera mueca desde el anochecer, aparece.

—Si tanto nos aman, ¿por qué no oyen las súplicas de sus súbditos? —Se levanta para observar a fuera—. La vida de los hombres no es nada para los dioses —cita de nuevo.

—¿Cómo puedes blasfemar de ese modo?

La mirada glacial que me otorga me deja anonadado, nunca había visto tanto odio como ese.

—Los dioses son crueles y arrogantes.

Endurezco la mordida, otra vez tiene la razón. Nunca oyeron las súplicas cuando había guerras, muertes innecesarios y asesinatos por seres avaros de poder.

—Nunca te fíes de ellos, porque al final te darán tristeza y rencor.

Se agacha, dejándome con las palabras en la boca cuando me extiende un carcaj que rebosa de agudas flechas junto a un arco terminado en metal.

—Mañana a primera hora del amanecer irás a cazar.

Recibo el arma curvada, el hilo en preciso y muy flexible. Aprieto los dientes al recordar a padre intentando defenderse del guerrero que lo asesinó, fue muy lento cuando lanzó la flecha envenenada.

—Chico. —La miro—. No dejes que los recuerdos te devoren, debes ser más fuerte que ellos.

—Lo siento, me es inevitable el traer a mi mente tan crueles memorias.

—Pronto podrás disuadirlas, no te dejes llevar por la amargura y la venganza, te nublarán y te harán actuar como aquellos seres que veremos en nuestro camino.

Asiento. Vuelve a ver el cielo jocoso, sé que está midiendo si lloverá o no.

—Menos mal estamos en un área exento de peligro —murmuro, atraigo su interés en un dos por tres.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el sonido, es tranquilo, suave… desprende paz.

—No lo sientas así del todo. Tras la paz siempre estará la violencia.

Muerdo el interior de mi labio, un poco ausente. Ella ha preferido darme la comodidad, es decir, dormirá en el suelo y yo sobre lonas. Se supone que yo no debería valerle nada.

—¿Cómo tienes tanto conocimiento? —inquiero, de ese modo disuado mi cabeza con sus cavilaciones.

—Por Einar —contesta, seria.

—¿Einar?

Sacude su cabeza en afirmación.

—Mi padre.

Frunzo las cejas, ese nombre es propio de aquí, más no del todo. Ese hombre no pertenece a estas tierras.

—¿Ese es su nombre?

Sus pupilas se agrandan, un signo extraño.

—El nombre que decidió tener en el momento que piso este lugar.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—Haces muchas preguntas, chico —masculla.

Cruza sus brazos antes de volverse y sentarse de nuevo a mi lado, se acobija con aquella piel que siempre permanece en sus hombros.

—Descansa.

—No puedo.

Tensa la mordida. Se acomoda de medio lado, a espaldas.

—Inténtalo, si no descansas lo suficiente mañana no serás apto para cazar. Además, las heridas que tienes necesitan un buen descanso.

Acomodo mi cabeza en mi brazo, la carne abierta ya no exuda dolor. Cierro los ojos, dejándome llevar por sus palabras. Ariana —o Freya— es un verdadero enigma que me gustaría conocer con más profundidad.

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