Capítulo 3

Capitulo tres

El almuerzo le volvió a la vida poco a poco, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba mareado y débil hasta que terminó el sancocho de pollo que su tía, con tanto esmero, le había preparado. Se tomó cada segundo para degustar el cilantro y las papas criollas que estaban en su punto de textura, y cuando terminó, se reclinó en la silla y respiró aliviado, las cosas no iban saliendo tan mal como pensó.

Su tía se había ido a remplazar a Israel en la tienda y después de dejar los platos lavados y secos en su respectivo lugar Gabriel se sintió incómodo, sin saber qué hacer y sin atreverse a tocar nada.

La casa era aparentemente grande, ocupando todo el espacio en la esquina del parque, se accedía a ella por unas escaleras rectas que daban directamente a la calle, o por una escalera de caracol junto a esta que llevaba hasta el interior de la tienda. Se accedía directamente a la sala, que tenía muebles de cuero y un televisor pantalla plana tan grande que Gabriel pensó que las telenovelas se deberían ver en tamaño real. Las paredes, de un blanco cremoso, estaban llenas de fotos familiares y decoraciones aleatorias. En la sala había una enorme ventana que daba al parque. Al lado izquierdo estaba la cocina, y a la derecha una habitación que tenía la puerta cerrada, al fondo, había unas escaleras anchas con una puerta de seguridad que permitían subir al tercer piso.

Se volvió entonces hacia la ventana y se limitó a observar la plaza principal recostado en el marco. El sol comenzaba a desaparecer, y la plaza contenía una barahúnda de personas que se deslizaban por las aceras con la confianza que les da conocerlas desde siempre, cada bache y cada pequeño retoño de pasto que se colaba en el asfalto roto.

El parque, en sí, formaba un inmenso cuadrado, lleno de tiendas y almacenes de ropa. Tenía cuatro calles que desembocaban en cada esquina del cuadrado y que se perdían a su vista por los techos de las cazas que se alzaban, unos más altos que otros, sobre todo. Gabriel no pudo evitar compararlos con piezas de dominó. Luego estaba la iglesia, tan imponente, tan grande en comparación con las casas que la rodeaban, tenía dos torres que terminaban en dos cúpulas y una inmensa virgen en medio, con una corona de doce estrellas y las manos elevadas hacia el cielo. Gabriel miró la iglesia de nuevo y se preguntó cuánto tiempo habrían tardado en construirla.

 — A veces brilla— susurró su tía a su espalda y le hizo dar un respingo.  Gabriel se volvió y la encaró.

— ¿Qué? — le preguntó. La mujer avanzo hasta la ventana y se colocó a su lado.

—La corona de la virgen. A veces brilla.

— ¿Hay alguna bombilla? — preguntó, sin tenerlas del todo con sigo, pero su tía negó.

—Sólo brilla, nadie sabe por qué, tal vez sea un reflejo del sol, o tal vez una señal divina, aunque hay muchas teorías del por qué lo hace.

— ¿Y qué clase de teorías dicen? — preguntó Gabriel comenzando a interesarse.

—Unos dicen que son cosas buenas que están por venir— comenzó a enumerar su tía —otros que son malas. Otros dicen que es cada vez que le concede un milagro al alguien del pueblo. Otros simplemente piensan que es mentira porque no la han visto.

— ¿Tú la has visto? — preguntó Gabriel, y su tía sintió.

—Sólo una vez, cuando eras niño— lo miró a los ojos —estábamos en ésta misma ventana, yo te tenía en mis brazos y te mostraba un avión. Pero tú estabas más interesado en comerte mi cabello— recordó con una sonrisa —y de repente ahí estaba, brillando.

— ¿Y a qué teoría le apuestas? — le preguntó con una sonrisa en los labios al imaginarse la escena, pero la de su tía se borró.

—Esa noche mataron al papá de Axel. Yo ya no lo quería, ni siquiera quiso darle su apellido, pero... aunque trato de creer que significa algo bueno.

—Entiendo— le cortó Gabriel, sintiendo que comenzaba a meterse en un terreno peligroso. Su tía se alejó de la ventana y él le dedicó una última mirada a la virgen antes de seguirla.

………………………      ……………………………

La puerta de su nueva habitación se le antojó desconocida y misteriosa. Tenía una enorme "T" pintada en la madera que anunciaba el nombre de su antiguo dueño, y Gabriel sintió una extraña mescla de remordimiento y nervios.

Su tía había salido a traer a Tomás, que estaba donde su abuela materna, y le dejó dicho en qué habitación pasaría el resto del año, pero Gabriel no se había armado del valor suficiente para abrirla. Estúpidamente se sentía poco preparado. Entrar al pueblo y a la casa de su tía parecía una simple visita, algo superficial y poco personal. Pero entrar al cuarto que sería suyo le hacía sentir la realidad que se cernía sobre él, una realidad que le obligaba a quedarse en un lugar en donde no quería estar, y enfrentar cosas que no quería enfrentar.

Afín pudo abrir la puerta, y una ola de olor a perfume de bebé lo hizo sentir, extrañamente, cómodo. La oscuridad se tamizaba por todo el recinto, pero incluso entes de encender la luz, Gabriel supo lo que iba a encontrar, y no se equivocó cuando lo hizo.  Una cama pequeña y estrecha, pero lo suficientemente amplia para una persona, un pequeño nochero de color marrón manchado de pintura y un armario con la puerta rota. Nada más. Gabriel se sintió extrañamente cómodo, admirado por la simple pero acogedora imagen que le ofrecía el cuarto, y sintió, sin lugar a dudas, que aquel seria su pequeño escondite; que las paredes serían sus cómplices y la oscuridad su confidente.

Apagó la luz, se sentó en la cama y lloró.       

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La noche ya había velado la faz del pueblo con una pátina brumosa y espesa de oscuridad cuando Gabriel abrió los ojos, y por un segundo se sintió desubicado y perdido, una sensación a la que ya estaba acostumbrado y de la cual quería desprenderse como mantequilla en cuchara caliente.  Se incorporó despacio hasta que, perezosamente, logró alcanzar el interruptor y accionarlo. La luz cegadora de la bombilla lo obligó a tener que cerrar los ojos un momento para acostumbrase. Se sentó en la cama y luego, después de recuperar las fuerzas, salió al pasillo y se encontró con que no estaba en tinieblas como se lo esperaba, ya que las luces del pueblo lo inundaban todo.

Bajó las escaleras, se sirvió un vaso de agua y se comió un pedazo de pan que encontró por ahí, pero luego se halló sin nada más que hacer. Estaba cansado, pero no quería dormir.

El reloj marcaba las diez de la noche cuando decidió sentarse en el sofá y encender la televisión, pero no encontró nunca el control remoto. Buscó bajo el sillón, tras los cojines y entre todos los papeles que había en la mesita del centro, hasta terminar exasperado y tendido en el piso.

Se dedicaba a leer una de las revistas que tenía allí su tía cuando una idea, fugaz y tentadora, cruzó como un efímero suspiro por su cabeza. Observó la puerta con detenimiento, como si pudiera ver lo que había allí afuera tan solo con mirarla fijamente. Casi inconscientemente su cuerpo se puso de pie, dejando caer la revista al piso y avanzando con pasos suaves, casi tímidos, hasta el umbral. Cuando estuvo a la altura de la puerta pensó que sería una buena idea salir a pasear por ahí, y de paso conocer amigos que lo pudieran acompañar al día siguiente en su primer día de colegio, y así no sentirse tan solo.

Fue cuando giro la perilla y salió a la calle que se dio cuenta que algo estaba mal, que algo debería estar mal. El silencio que impregnaba todo era espeso y pegajoso, la soledad que reinaba en las calles era abrumadora y el frio que le calaba hasta la medula no era normal. Se tragó los nervios que le bajaron como gato en reversa y pensó que tal vez la gente allí se acostaba demasiado temprano. Avanzó unos metros observando a su alrededor, pero todo estaba completamente cerrado, y de no ser por los tres hombres que Gabriel vio que se acercaban, hubiera pensado que estaba en un pueblo fantasma.

Se preparó para el encuentro, se peinó un poco y dejó de abrazarse así mismo. Cuando los tres chicos ya estaban lo bastante cerca, Gabriel los observó, y detalló justo el que venía en medio, ya que resaltaba, claro que resaltaba. Sus seguros uno ochenta se movían con decisión, cada paso traía consigo una fuerza medida, todo él desprendía un aire misterioso y atrayente, incluso su cabello negro que bajaba, suelto y libre, hasta la altura de sus hombros, se movía con una vida propia, danzando una melodía inexistente. Ni siquiera tuvo tiempo de planear como los iba a saludar, y así lo hubiera tenido no hubiera servido de nada, ya que, cuando estuvieron a su altura, fue el hombre extraño el que hablo.

—Miren nada más lo que tenemos aquí­— su voz tenía un matiz que a Gabriel le calentó el rostro. El hombre se limpió algo inexistente de la comisura del labio y habló ahora mirando a Gabriel — ¿acaso estas perdido? — los otros dos lo rodearon y Gabriel negó con vehemencia, con las palabras enredadas en la lengua, ¿Cómo iba a hacer amistades nuevas si comenzaba con el pie izquierdo?  Luego observó a los otros dos, de cabello castaño y labios grandes, parecían gemelos.

 — ¿Entonces? — continuó uno de los gemelos — ¿si no estás perdido qué haces aquí, rompiendo las reglas? — Gabriel no contestó a eso, se quedó observando como comenzaban a rodearlo, como cuando buitres esperan a que muera un animal para comerlo.

—Hemos hecho muy bien nuestro trabajo últimamente— habló de nuevo el hombre de cabello largo, Gabriel pensó que era atractivo y sexi, y no podía superar los veinticinco, pero no le gustaba para nada el tono que llevaba esa conversación  —nadie ha querido romper las reglas y hemos estado muy aburridos— todos rieron, y Gabriel comprendió por donde iba la cosa, así que apretó los puños y se obligó a sonreír de la manera más cínica que le fue posible.

—Oigan— les dijo –no soy amante a las orgias, pero si me dan un segundo puedo llamar a un amigo que podrá con todos a la vez— todo se fue a la m****a en un segundo, y Gabriel lo supo cuando el hombre de cabello largo, de un par de zancadas, lo sujetó por el cuello y lo hizo avanzar hasta que su espalda golpeó la pared, luego lo miró directo a los, ojos.

—No, nada de eso, a nosotros nos gusta jugar de otra manera— le dijo, y Gabriel contestó de inmediato.

—¿Uno por uno? –  apuró con el sarcasmo que le daba la seguridad de saber que podría con los tres en un par de segundos. El hombre sonrió y se dirigió a sus amigos.

— ¿Qué le diremos al comandante? – uno de los gemelos contestó.

— Que encontramos a un forastero rompiendo el toque de queda— y el otro terminó por él.

— Que se puso agresivo y tuvimos que aplicarle un correctivo— el hombre se acercó más a Gabriel y le susurró al oído:

— Así me gusta a mí — el puño que le propinó aquel hombre en un costado fue como una puñalada atravesando todo su torso, llegó y se desvaneció en un instante y le resultó tan familiar que no pudo evitar que una sonrisa escapara de sus labios.

—¿Crees que eso es un golpe? — le dijo Gabriel y levantó la mano tan rápido que nadie, ni los mejores en sus mejores tiempos habían logrado evitar, y con la palma abierta golpeó la nariz del pelinegro. El joven retrocedió y un borbotón de sangre le salió de las fosas nasales, abrió los ojos asustado y se quedó ahí parado. Uno de los gemelos le lanzó un patético puño a la mandíbula y él logró sostenerle la mano entre el brazo y la axila, levantó la pierna y golpeó el torso, no lo hizo con la fuerza necesaria como para romperle una costilla, pero estaba seguro que le dolería. Cuando el muchacho se alejó, quejándose, el otro lo agarró por el cuello y lo apretó en una llave que estaba medianamente bien implementada. Gabriel tubo el tiempo suficiente para pensar en cuál de las diez maneras de soltarse le parecía mejor, tal vez le apretaría la muñeca en el nervio y al voltearla le patearía al cuello.

— Aprenderás por las buenas que hay que obedecer— le dijo el joven desde atrás, y el aliento le olía a café. De repente, la presión en su cuello se desvaneció, y el cuerpo del hombre fue alejado de él como arrancado por la fuerza de un huracán. Observó su cuerpo caer desparramado por todo el pavimento y luego una espalda que se interponía entre él y los tres hombres.

—Él viene conmigo— dijo el recién llegado con una voz fuerte y autoritaria. Gabriel no reconoció la voz, ni mucho menos la espalda, pero ese cabello podría reconocerlo en cualquier parte, aunque hubieran pasado mil años.

—Tu siempre tan impertinente, Axel, ¿acaso no ves que solo estábamos jugando? — le dijo el hombre del cabello largo, se había quitado la camisa para limpiarse la sangre, Gabriel vio que tenía un torso musculoso y lampiño y estaba sereno, pero a la defensiva, como si le tuviera a Axel el miedo más absoluto.

—No me gustan esos juegos, te lo he dicho.

—Es mi deber hacer cumplir las reglas— le anunció el hombre peinándose el cabello.

— Pero no tienes que golpear a todo el mundo para eso— Gabriel, al igual que los gemelos, sintió que sobraba en esa conversación.

—Maoy sabrá de esto— amenazó el hombre a Axel apuntándole con el dedo, pero él solo se encogió de hombros.

— No le tengo miedo a Maoy – el hombre se fue, cabizbajo, y seguido por los gemelos.

Axel se volvió entonces hacia Gabriel, y la rabia que le imprimieron sus ojos azules le hicieron sentir apenado y triste. Había planeado mil veces en su mente ese rencuentro y había sido de las peores experiencias que había vivido, hasta ahora. Su primo lo tomo del antebrazo con una fuerza que le pareció abrumadora y lo condujo hasta la puerta de la casa, casi arrastrándolo, nunca había visto a nadie que lograra menearlo de esa manera, pero Gabriel se dejó arrastrar. Cuando se hallaron adentro el rubio cerró de un portazo y se dirigió a Gabriel.

— ¡¿En qué diablos estabas pensando?¡— le gritó, y Gabriel se vio incapaz de contestar, ¿Quién era el hombre que tenía en frente? Definitivamente no era el primo que recordaba; estaba más alto, sus músculos sobresalían por toda la camisa que traía. Ya no era un niño, a pesar de que sus ojos azules y su cabello rubio intenso seguían iguales, ya no era el mismo primo sobre protector que recordaba, ese que destapaba los frascos porque tenía más fuerza, o el que se pasaba horas contándole qué se sentía subir a los juegos mecánicos a los que él aun no podía por pequeño, de ese niño parecía que ya no había nada, o al menos no por el momento.

— Lo siento— fue lo único que pudo musitar Gabriel, pero la disculpa pareció enfurecer más a su primo.

— ¿Lo siento? ¿es todo lo que vas a decir?, ¿es que no sabes en el problema en que te has metido?, acabas de romper una de las reglas más importantes de este pueblo, los tres estúpidos esos de allá afuera la van a tomar contra ti.

—Sé defenderme solo— le interrumpió ya comenzando a alterarse también.

— Claro —su primo estaba rojo —Viniste aquí con la intención de cambiar, de dejar tu antigua vida en el pasado, y ni siquiera ha pasado una hora y ya estas golpeando gente —

— Yo ni siquiera sabía que había toque de queda, nadie me lo dijo— siguió defendiéndose en vano —a demás ellos me atacaron primero.

— Por eso tenías que esperarme aquí, por eso te dije que no llamaras mucho la atención.

— ¡Pues perdón! – fue ahora Gabriel quien gritó – para empezar yo ni siquiera quería venir aquí— Axel parecía dolido, dio un paso atrás y lo miró a los ojos.

— Si, lo sé— le dijo, con una calma dolorosa – no tienes que recordarme que estas aquí porque te obligaron y no porque querías vernos — Gabriel le apartó la mirada.

— No me juzgues por eso.

­—Sí que lo hago, porque te olvidaste de nosotros, de tu familia, y te encerraste en ese mundo donde no permitías que nadie entrara, ¿acaso no sabes cuantas veces traté de localizarte? ¿cuántas noches en vela pasamos cuando te desaparecías todo un fin de semana temiendo encontrar tu fotografía la mañana siguiente en los obituarios? Hace años no hablamos, pero siempre estuvimos pendiente de ti y ahora vienes y me dices que estas aquí porque te obligaron, eso no es para nada amable— Gabriel no pudo evitar una lagrima fugaz, y luego otra.

—Tienes razón— admitió –soy un imbécil— cerró los ojos y evitó que el nudo que se hacía en su garganta lo ahogara —de verdad quiero cambiar —miró a su primo que tenía las manos como jarras —ayudame —soltó un sollozo, esta vez si iba a llorar todo lo que le había hecho falta, sintió los brazos de Axel apretarlo con fuerza en un caluroso abrazo.

—Sí, lo sé, pero ya cállate – le dijo al tiempo que lo abrazaba con más fuerza. Gabriel lloró un rato, y sintió ahora si de verdad como mucha tensión se iba, después de un rato, cuando se había calmado su primo le revolvió el cabello – me has hecho mucha falta, enano, aunque hayan pasado años.

—Y tú a mí, gigantón— contestó, y sintió como se salvaba un gran abismo.

Esa noche, cuando Gabriel recostó su cabeza en la almohada, libre de una tención que no sabía que tenía, se preguntó por qué el destino lo habría traído hasta allí, qué razón tendría la vida para ponerlo en ese camino, y se quedó dormido sin saber la solución a ese enigma, pero en todo el mundo solo existía un ser que conocía la respuesta a esa pregunta.

Esa noche la corona de la virgen brilló, pero nadie la vio.

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