Parte I: Capítulo 3

Todas las pesadillas que hasta ese momento le habían atormentado desaparecieron con las palabras de Matías. Palabras que creía jamás volver a escuchar.

Al despertar, Mat ya no estaba ahí. Se levantó despacio y tomó la misma ropa que antes le había prestado para vestirse, quedándose sentado en el borde de la cama con la mirada sobre la fotografía que descansaba en el escritorio. Mat se veía tan feliz al lado de sus padres... y aun faltando su madre ahora, parecía feliz.

Tenía suerte de tener a su padre con él, aunque no estuvieran siempre juntos. Vlad ya casi no recordaba al suyo... y el recordar el último día que pasó a su lado le dolía demasiado.

— Buen día —saludó Matías desde la puerta, escupiendo migajas de pan al hablar. Se veía gracioso, así que no pudo evitar reír un poco a manera de saludo—. Si no te das prisa, te quedarás sin desayuno. —mordió un panecillo y desapareció.

Por primera vez en mucho tiempo, alguien le devolvía la sonrisa.

Se puso de pie y caminó hasta la cocina, donde le saludaron sonrientes.

— Buen día. —respondió tímido.

— Espero te gusten los waffles.

— ¡Hey! ¿Por qué él waffles y yo panecillos? —reclamó Matías en un puchero.

— Porque no esperaste a que los hiciera. —respondió sirviéndole al pequeño invitado una gran porción.

— Puedes comerlos si quieres... —sugirió el pequeño, acercándoselos. Él lo pensó un poco y terminó tomando uno.

— Sólo uno. No creo poder comer más.

— Después podrían ayudarme a desempacar unas cosas, ¿qué dicen?

— ¿Por fin terminarás de desempacar, Sophie?

— Sí. Después de hoy ya podré decir que oficialmente vivo con ustedes.

— Después de un año...

— ¿A caso te estás burlando de mí?

— No, pero... ¿qué persona tarda un año en desempacar?

— Los que se la viven trabajando y cuidando de diablillos con rastas.

— Yo también te quiero, Sophie.

— Mentiroso. —ambos sonrieron, desatendiendo a Vlad, quien comía despacio y sin prisas. Al terminar, dio las gracias, ocultando las manos bajo la mesa y bajando la mirada

— ¿Verdad que nos ayudarás, Vlad? —Mat giró a verle con una sonrisa. El pequeño simplemente asintió, desviando la mirada de la suya, sintiendo un calor extraño en su rostro. Él tenía algo... un no sé qué que le hacía sentir raro, pero agradable.

Le llevaron por el pasillo hasta la habitación continua a la de Matías que estaba hermosamente decorada con un color rosa pálido y toques en blanco; con un par de libreros a medio llenar y un escritorio apenas desordenado pegados al muro, a un lado de la ventana; un tocador enorme con espejo redondo pulcramente arreglado al igual que el resto de la pieza, y una cama King size en medio, arreglada perfectamente con hermosas sábanas florales a juego con la decoración de la habitación y con un poco de ropa encima, amontonada en el centro. Todo pudiera haber sido casi perfecto, de no haber sido por las cajas apiladas en los rincones y al frente de los libreros.

— Disculpa el desorden, pequeño.

— Sophie siempre tiene un desorden en su pieza —bromeó su sobrino—. Creo que es un desorden mayor que el mío en tiempo de vacaciones . —dejó escapar una pequeña risilla.

— Mira, niño —antes de poder decir algo más, el teléfono sonó, cortándole la inspiración—... Ve a contestar.

— Que conteste papá.

— No está. Salió temprano.

El chico suspiró.

— Nunca me avisa cuando se va. —protestó saliendo del cuarto.

— Mi hermano no puede pasar el tiempo que quisiera con él, pobrecillo. ¿Podrías pasarme la última caja de la derecha, Vlad? —obedeció, sin decir nada— ¿Y tus padres? —se encogió de hombros, viéndola guardar algunas cosas en ella— Deben estar buscándote —negó con la cabeza—. ¿Por qué crees que no?

— Murieron —clavó los ojos en él, quedándose quieta de pronto, y se disculpó—. No importa. —metió las manos en los bolsillos del pantalón, desviando la mirada.

— ¿Cómo eran?

— A mamá no la conocí. De mi padre casi no me acuerdo...

— Pero debes tener recuerdos lindos de él, ¿no?

— Recuerdo —imágenes borrosas comenzaron a aparecer en su memoria—... recuerdo que no teníamos casa y que acostumbraba abrazarme todo el día en invierno... y nos cubríamos con su abrigo cuando nevaba —sonrió un poco, recordando la eterna sonrisa de su padre aún en los peores días que llegaban a pasar—. Y... recuerdo su voz. Siempre me decía que no tuviera miedo, que él me cuidaba cuando me asustaba con algo —entonces recordó las palabras de Mat; las mismas que su padre le dijera incluso al morir. Una lágrima resbaló por su mejilla. Ella en seguida dejó lo que estaba haciendo y se acercó, limpiando su rostro y tomándole delicadamente de los brazos—... Lo extraño. —dijo entre sollozos.

— Pobre pequeño. Cuánto habrás sufrido sin ellos. —le abrazó.

Después de tanto tiempo, volvía a sentir el calor de un abrazo. No pudo evitarlo y comenzó a llorar desconsoladamente entre sus brazos.

— ¡Eran los chicos! —Mat entró corriendo a la habitación y calló al verles abrazados— ¿Qué pasa?

— Nada. —respondió su tía sin soltar al pequeño.

— ¿Por qué llora, Sophie?

— Luego hablamos, ¿sí? ¿Qué querían?

— Dicen que vendrán más tarde. Quieren verlo —vio atento la manera en que Sophie le dejó libre poco a poco, dejando que él mismo pasara el dorso de la mano por su rostro, limpiando el rastro de sus lágrimas—. Los tiene preocupados.

— Bien. Si quieren pueden ir al jardín un rato.

— ¿Y tu habitación?

— Me falta poco. Sólo dos cajas más y listo. —sonrió.

— Está bien. Ven, Vlad. Vayamos atrás —extendió la mano y él la tomó en seguida, casi temblando y sorbiendo la nariz. Ninguno de los dos dijo una palabra hasta llegar al patio trasero. Vlad le soltó al ver la bella estampa que le ofrecían el césped, los arbustos y algunos rosales de pálidas rosas rojas. Era hermoso. Nada qué ver con el diminuto espacio de tierra y b****a que tenían en "aquel lugar"—. ¿Te gusta? —preguntó Mat, acercándosele despacio— Las rosas las plantó mi mamá y nunca se quedan sin flor. Por una que se marchita, crecen dos —Vlad se acercó a los rosales, acariciando sus pétalos—. Es como la parte que me queda de ella.

Una ligera ráfaga de viento se coló entre ellos, envolviendo al pequeño pelinegro y haciendo que aquella esencia que emanaba de él se mezclara con la del césped recién cortado. ¡Era el aroma de las rosas! Por fin, después de haber disfrutado del olor desde que lo encontró, Matías lo identificaba plenamente: era el dulce aroma de las rosas. El mismo olor que tantos recuerdos le traía, a veces, junto con escenas que parecían sacadas de los sueños que tenía hacía un par de años atrás.

Vlad perdía la mirada entre las flores, pues su hermosura había opacado el dolor del recuerdo que momentos antes le había hecho llorar.

Pasó las manos entre ellas hasta toparse con un par de espinas.

— ¡Ouch! —en seguida encogió el brazo al sentir los pinchazos.

— Déjame ver —el pequeño de rastas trató de ver su mano, pero la ocultó—. Por favor, déjame ver —Vlad dejó que la viera poco a poco: habían dejado marca y salía un poco de sangre. El mayor torció levemente los labios y se despojó de una de las muñequeras que acostumbraba llevar para hacer presión sobre los pinchazos, haciéndole quejar bajo—. Lo siento. Pero verás que así dejará de sangrar. Debes tener cuidado con las rosas: son hermosas, pero también les gusta traicionar.

— Es porque tienen miedo. —mencionó en un susurro.

— ¿Qué?

— ¿Sabes por qué tienen espinas? —negó, clavando la vista en su rostro, con interés— Una vez, en un sucio libro de cuentos roto que encontré en la b****a, leí que las rosas tienen espinas porque tienen miedo de que las lastimen —desvió la mirada de sus ojos—. A mí me gustaría tener espinas también. Así sería muy difícil que me lastimaran.

El de rastas tomó aquellas delicadas manos blanquecinas entre las suyas, con cuidado, tratando de que esos ojos almendrados se clavaran en los suyos.

— Estando aquí con nosotros no te pasará nada malo. Lo prometo. No sé qué es lo que has tenido que pasar... pero te prometo que no regresarás a eso. Déjame... deja que Sophie, papá y yo seamos tus espinas. Nosotros te protegeremos y te cuidaremos lo mejor que podamos para que nadie te pueda hacer daño. —aquellas palabras salieron de sus labios sin siquiera pensarlo. Era como si las hubiese leído en voz alta de algún libro de esos que nadie escogía de la biblioteca escolar, con lo que hasta él se sorprendió un poco, pero no quiso modificar nada de lo dicho.

La mirada del pobre chiquillo se volvió llorosa y le dejó sin palabras, así que no pudo hacer otra cosa que abrazarlo, agradeciéndole por todo.

Era extraño el sentir cariño por alguien que acababa de conocer, lo sabía; sentía que era extraño y difícil de explicar, pero nada podía hacer. Simplemente lo quería. Simplemente sabía que tenía que quedarse con él. Y solamente se dejó abrazar, sintiendo la manera en que una sensación de nerviosismo se esparcía por su cuerpo al tiempo que correspondía despacio mientras dibujaba una sonrisa.

Pasaron algunos minutos abrazados, olvidándose de todo lo que les rodeaba, hasta que fueron separándose de a poco. Se miraron a los ojos y sonrieron tiernamente. Matías limpió su rostro, viéndole dulcemente al notar un sonrojo ligero en sus mejillas mientras desviaba la mirada para evitar encontrarse con sus ojos grises y amplió la sonrisa, dejándolo ir.

Los ojos de aquel pequeño pálido se pasearon una vez más alrededor del jardín, admirando con detalle cada planta y el movimiento de las hojas al soplar el viento.

Se quedó quieto, dejando que la brisa se colara por entre su cabello y acariciara su rostro y cerró los ojos tratando de recordar el rostro de su padre: un hombre joven que siempre veía el lado bueno de las cosas a pesar de siempre tenerlas realmente en contra, de cabello castaño y ojos oscuros... No pudo recordar más detalles, pero esos pocos bastaron para que sus labios dibujaran una sonrisa apenas perceptible.

Se dejó caer sobre el césped, con los brazos extendidos sin abrir los ojos, sintiéndose libre por fin después de tanto tiempo bajo los maltratos de aquellos hombres que por años estuvieron tras los pasos de su padre.

La mirada del de rastas se clavó en él de manera curiosa mientras se sentaba a su lado, observando el cielo que comenzaba a nublarse parcialmente.

— ¿Sientes eso? —el pelinegro preguntó sin verle.

— ¿Qué?

— El aire. El sonido de las hojas al chocar entre ellas y el que hacen los insectos cuando pasan volando cerca... No me digas que no los escuchas.

Cerró los ojos al igual que él para poner atención, y sonrió al escucharlos claramente: algunas abejas zumbando cerca de los rosales, y las hojas que se dejaban llevar por la corriente de aire...

— Es lindo.

— Es hermoso —le corrigió, viéndolo por fin—. No puedes encontrar música más hermosa que ésta.

Volteó a verle sin borrar su sonrisa, encontrándose con su mirada.

— Parece que estás muy conectado con la naturaleza. Es interesante.

— ¿Tú crees? —asintió, tirándose también sobre el césped; perdiendo la mirada en el cielo— Hasta ahora me habían dicho que era tonto. —confesó, avergonzado.

— Es porque son idiotas. A mí me gusta la forma en que lo ves. Es mejor que ir por ahí perdiendo el gusto por las cosas.

Una media sonrisa apareció en su rostro.

— Los adultos lo hacen.

— No todos. Sophie y mi tío Aaron son geniales. A ellos también les gustan cosas simples como esas. ¿Tus padres no son así?

— No lo sé. No recuerdo.

— Apuesto que eran grandiosos.

Antes de poder responder, se vieron interrumpidos por Ihan que, dibujando una sonrisa y a manera de saludo, se abalanzó sobre el pequeño de rastas sin previo aviso, ante la mirada de Albert que caminaba detrás de él con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón y riendo al ver a Mat aplastado por el cuerpo del mayor, peleando por liberarse.

— ¡Vaya! Eres buen niñero después de todo, Mat —sonrió—. Te ha tratado bien, ¿verdad?

El pequeño asintió, sentándose con las piernas cruzadas, devolviéndole la sonrisa.

— ¿Creías que no lo cuidaría, Al? —preguntó, saliendo debajo de su amigo castaño.

— Es que eres tan despistado que...

— Vamos, hasta tú y yo sabemos que no es malo cuando se trata de cuidar a alguien. Ha cuidado bien de Aymé cuando su padre la deja sola en la escuela, ¿no? —Ihan tironeó levemente de un par de sus rastas.

— ¿Quién es Aymé? —preguntó Vlad, curioso y con voz baja.

— Es la novia de Mat. —sonrió el rubio, recibiendo una pequeña patada de parte de su amigo a manera de reclamo.

— Es una amiga. —aclaró.

— Es la hija menor del director de la escuela. Somos amigos desde que entró, pero se apega más a él que a nosotros.

— Es su novia. —repitió Albert sonriendo. Vlad ladeó la cabeza, tal vez un poco confundido.

— ¿Se quedará contigo? —preguntó Ihan, girándose a su amigo.

— Eso quisiera —respondió con voz baja, en un suspiro—. No me gustaría que vinieran por él.

El corazón del pelinegro latió a prisa al escucharlo. Era una extraña sensación de calor la que recorría su cuerpo cada vez que él lo tocaba o hablaba de manera dulce. Una extraña y hermosa sensación que le hacía olvidar todo lo que hasta ahora había pasado.

Sus puños se aferraron al césped, desviando la mirada al notar que los ojos grises de Mat se clavaban en su rostro.

— ¿Y cuántos años tienes? —preguntó Albert sentándose a su lado, sonriendo para tratar de serle simpático.

— Ocho.

— Tienes uno menos que yo —mencionó Matías sin borrar su sonrisa—. ¿Cuándo es tu cumpleaños?

— Yo... no sé. Pero recuerdo que es a finales de año.

— ¿En Noviembre? ¿Diciembre?

— Recuerdo que papá me llevaba a patinar y había muchas luces de colores por todos lados... y todos compraban regalos y cosas así.

— De seguro naciste cerca de navidad. Qué suertudo. —sonrió Ihan.

— No recuerdo.

— Podemos celebrarlo en navidad y así comer pastel aparte de la cena que hace Sophie.

— No puedes hacer planes todavía, Mat. No sabemos si estará contigo para ese día. —le advirtió Albert, con esa mirada seria que acostumbraba la mayor parte del tiempo, casi igual que su padre.

— Nadie vendrá por mí —afirmó con voz tranquila—. No hay nadie que pueda hacerse cargo de mí.

— Bueno, eso cambia las cosas...

— ¡Hey, chicos! —la voz de Sophie les llamó desde dentro. En seguida se pusieron de pie y entraron, dejando a Vlad atrás mientras los tres jugaban entre ellos— ¿Quieren salir? El día está muy lindo como para quedarse encerrados en casa.

— ¡Vayamos al parque! —sin esperar a que estuvieran de acuerdo con la propuesta de Albert, todos corrieron hacia la puerta, con ella detrás y dejando al pequeño a sus espaldas, viéndolos un poco con envidia, quizá. Se veían tan felices y cercanos... él no recordaba ni un momento de su vida en el que convivió con otros niños. Siempre eran él y su padre. Nunca hubo tiempo de jugar o hablar con niños de su edad debido a que siempre tuvieron que huir de un lado a otro, hasta que el invierno crudo de Rusia cobró la vida de su padre.

Matías se giró un momento y al verle ahí clavado, regresó y le tomó de la mano, caminando con él hasta alcanzar a los demás. Él lo veía en silencio, bajando la mirada, apenado, al sentir aquel calor de nuevo.

Caminaron a prisa hasta el parque y, olvidándose de su cuidadora, corrieron hasta los juegos, riendo y compitiendo entre ellos para ver quién era el primero en llegar. Albert e Ihan se perdieron en los sube y baja después de pasar por el tobogán, mientras los otros dos pequeños se quedaron tranquilamente en los columpios, viéndoles sonrientes.

— ¿Desde hace cuánto no ves a tus papás? —preguntó curioso, sentándose a su lado y balanceándose un poco, viéndolo atento.

— A mamá nunca la conocí, pero papá decía que era hermosa: tenía el cabello negro, largo y ondulado como yo, y ojos claros. Decía que me parecía mucho a ella.

— ¿Y tu papá?

— A él dejé de verlo hace cinco años.

— ¿Esos tipos te alejaron de él? —negó, agachando la mirada— ¿Entonces? ¿Te perdiste y ellos te encontraron?

— Algo así —suspiró, cerrando los ojos al recordarlo—. No teníamos casa. Íbamos de un lado a otro porque papá siempre estaba buscando trabajo y si lo conseguía, dormíamos en el almacén en donde lo contrataban por unos días o una semana. Si no conseguía trabajo, dormíamos donde nos lo permitían. En días de calor, dormíamos fuera, bajo la luna. Una mañana, en invierno, desperté y él no podía moverse mucho. Estaba muy frío aunque tuviera su grueso abrigo encima. Me dijo que estaba bien, que no me preocupara. Iba a ir con mamá y podría cuidarme desde allá... pero yo no quería que se fuera —sus manos aferraron las cadenas y apretó un poco sus párpados para evitar llorar de nuevo—. Lo moví y le dije que no se fuera pero no pudo quedarse. Me dijo que no tuviera miedo, que él me cuidaría y después... se puso azul... y dejó de moverse —su voz se quebró, dejando libres las lágrimas—. Me cubrí bien entre su abrigo y lo abracé porque esperaba que despertara... o me llevara con él, pero no pasó nada. Estuve con él por días hasta que ellos me encontraron y me llevaron. Decían que si me dejaban ahí moriría de frío como papá.

Sophie lloró al igual que el pequeño mientras escuchaba todo a sus espaldas. Quiso ir y abrazarlo con fuerza, pero antes de si quiera poder moverse, Mat se lanzó contra él, cubriéndolo entre sus brazos, con ojos llorosos, mientras sus amigos seguían en los juegos sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Ella se acercó despacio, quedándose a unos pasos de ellos, observándolos en silencio.

— Ahora yo te cuidaré, ¿sí? —sonrió el de rastas, aguantando llorar— Yo cuidaré de ti y no dejaré que te vuelvan a llevar.

— ¿De verdad? —se aferró a él, hablando bajo entre sollozos— ¿Por qué?

— Porque me agradas... y me enseñaron a ayudar a los demás —se separó para limpiar sus lágrimas, ampliando la sonrisa—. Mamá hubiera hecho lo mismo.

Aquellas palabras hicieron que los labios de Sophie se curvaran en una sonrisa llena de ternura al tiempo que limpiaba las lágrimas que habían quedado en sus mejillas. Sin duda alguna, Leonard había criado bien a su hijo; había hecho bien en cuidar que no olvidara las enseñanzas y el recuerdo de su madre. Tomó aire e hizo un esfuerzo para recuperarse, se acercó y se colocó al lado de su sobrino, dejando la mano sobre uno de sus hombros.

— Parece que se llevan muy bien —el pequeño de rastas se giró a verla, asintiendo sonriente—. ¿Se conocían de antes?

— Nos conocimos ayer —respondió sin dejar de sonreír, volteando a ver a Vlad, quien pasaba el dorso de la mano por su rostro, limpiando algunas lagrimillas que se negaban a quedar en sus ojos—, pero ya me agrada y creo que lo quiero.

— ¿Crees? Yo diría que lo quieres —sonrió viendo al pequeño, quien les miraba en silencio—. Parecen hermanos, ¿sabes?

— ¡Eso! —la mirada de Matías se iluminó de pronto al cruzarse una idea por su mente— Papá puede adoptarlo y así podría quedarse con nosotros. ¿No, Sophie?

Sus ojos le vieron sorprendida, mientras en los de él se había dibujado un brillo de ilusión.

— Oh, bueno... sí, tal vez, pero...

— ¿Pero? —de pronto esa pequeña chispa de esperanza se borró.

— Sabes que él no tiene mucho tiempo para pasarla contigo... además no creo que quiera. Ya bastante tiene con sus deberes y...

— Ya entendí —repuso suspirando, desilusionado—. Ven, Vlad. Vamos a jugar por ahí. —le tomó de la mano y se alejaron sin verla o pedirle permiso para alejarse.

— ¡No vayan muy lejos! —gritó, susurrando en seguida un "lo siento" al aire.

Se perdieron pronto de su vista al caminar hasta el fondo del parque, donde los árboles y los arbustos ocultaban un grandioso escondite improvisado hecho por él mismo hacía un par de años, cuando escapó de casa por travesura y encontró aquel acogedor lugar: el lugar situado entre los arbustos y el muro era espacioso, y con un poco de trabajo y algunos materiales que encontró por ahí (un par de troncos que rodó hasta pegarlos a la pared y algunas rocas que servían de asiento, además de un par de mantas y almohadones que trajo desde casa para hacer de su escondite un sitio más cómodo), lo hizo parecer una habitación de ensueño. Todo se complementaba con el bien elaborado techo de lámina que encontró en una construcción cercana. Se internó junto con su pequeño acompañante y ambos se sentaron sobre las mantas, uno frente al otro.

— No importa si no me puedo quedar con ustedes.

— No es justo. No tienes a dónde ir. Sophie debería estar de acuerdo en que te quedes. Perdón.

Vladimir negó en silencio, viéndole fijamente.

— De todos modos, gracias.

— ¿Por qué?

— Por haberme escondido de ellos y haberme cuidado.

— Te seguiré cuidando —dijo serio, clavando la mirada en sus ojos—. Te dije que te cuidaría y lo haré.

— ¿Por qué? No soy tu responsabilidad...

— Secreto —sonrió de manera misteriosa—. Tal vez algún día te lo diga.

— No tienes qué decirlo si no quieres. —respondió abrazando uno de los almohadones, desviando la mirada.

— Te lo diré después, promesa —le hizo sonreír levemente y que regresara la mirada a su rostro. Mat se acercó y entrelazó su meñique con el de él—. Cuidaré de ti y encontraré la manera de que te quedes en casa. Esa también es una promesa.

Se quedó con la mirada clavada en sus ojos, esperando que dijera algo pero las palabras no salían de sus labios. No había frase que expresara lo que el pequeño sentía en ese momento. Solamente un gesto podía resumir todo aquello a la perfección: se tiró a sus brazos, aferrándose fuertemente a él cerrando los ojos, mientras sus brazos lo volvían a cubrir.

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