II

Tararea mientras conduce con suma tranquilidad, como si no hubiese visto algo espantoso hace unos minutos. Aprieto mi cinturón de seguridad y me acomodo mejor en el asiento.

En el informe dentro de aquella carpeta plástica verde que me entregó el hombre canoso y de barba frondosa, el cual es nuestro superior, solo se detallaba su nombre, habilidades físicas y rango, nada más, ni tan siquiera que es una submundo o que es telépata o que posiblemente tenga más habilidades mentales. ¡Ni su edad se especificaba!

Al enterarme de que fui promovido en la PEDS, no pude evitar sentirme alegre, pues por fin estaría a la altura de mi difunto hermano, que murió en servicio en esta organización. Incluso me mudé de casa para estar cerca de las oficinas y no recorrer toda la ciudad para llegar hasta allí. No solo eso, también obligué a mis padres a cruzar la mitad del país para que me felicitaran. Es tal mi desilusión ahora con la compañera que me ha tocado que la ansiedad provoca que me coma las uñas. Bueno, no es desilusión como tal, ya que sus facultades son extraordinarias, es más bien desazón, y más por saber que no tiene empatía o simpatía alguna.

Me asombré al ver que dio con un cuerpo solo con pasar cerca. ¿Acaso sus facultades van más allá de una explicación científica? No es razonable que carcoma mi cerebro con preguntas que al fin y al cabo no tendrán respuesta. Lo que sí me intrigó fue su escueta respuesta de ser su vida un asunto clasificado. Si trabaja para las personas que mantienen controladas y cazan a los suyos, algo ha de reprimirla. Por ejemplo, ese collar. Pude analizarlo mejor cuando se inclinó para revisar el cadáver; las cadenillas se entrelazan en la nuca y se funden en otra hebilla un poco más grande que la frontal. Estas cadenillas, de un reluciente platino, parecían fulgir sin recibir luz alguna como si tuviesen vida propia. Estuve tentado a tocarlas, pero sentí peligro con tan solo pensarlo.

Si lo cavilo mejor, no debería enojarme por la falta de empatía de mi compañera, dado que es una submundo, está acostumbrada a no sentir emociones o sentimientos hacia las personas que halle en su camino, sean víctimas o muertos. Pero ¿qué será? ¿Una bruja? ¿Una elfa? No, los elfos tienen las orejas puntiagudas. Annie parece más humana que una submundo, por lo tanto, su perfil cuadraría en el de una bruja. Sin embargo, sé que no lo es porque no irradia ese poderío, sino algo más vil, ponzoñoso y confuso. Si posee ternura en sus sonrisas y delicadeza al hablar, entonces es alguien con más protervia que un orco, por ejemplo.

He de tener cuidado con ella.

«Más desconfianza que cuidado», me corrijo.

—¿Ya maquinando tan rápido, Desmond? Me sorprendes, querido.

La contemplo.

Según su punto, estaremos cerca de una colonia de cambiaformas reptil que está a las afueras de la ciudad, quizás a una hora. Me comentó que no suelen alejarse mucho de esta, a no ser que deseen alimentarse. Tienen tratados con los nuestros y se supone que no deberían cazar humanos. Le será fácil dar con el que quebrantó uno de esos tratados. Solo tendrá que mirarlo a los ojos y lo sabrá, después procederá a finalizar con su vida. Así como con los animales que prueban sangre humana y se obsesionan con ella, a los cambiaformas les pasa lo mismo. Por lo tanto, la decisión que debe tomarse es erradicar con el problema de raíz.

 Se detienen al lado de la entrada de una reserva natural, se desabrocha el cinturón y se gira para verme con las cejas enarcadas.

—Es aquí.

—Ya lo veía venir. La tapadera, ¿cierto? —Asiente cuando sale y me espera en el camino de tierra—. Entonces esos asesinatos cometidos por lagartos gigantes eran causados por ellos —expongo ya a su lado.

—La prensa es estúpida en estos casos: se dejan envolver con mentiras, algo que no suele pasar cuando se refiere a temas de política. —Se arremanga las mangas de su saco y me ve con una sonrisa grande que muestra los dientes relucientes con un brillo singular en sus iris—. ¿Por qué no te quedas?

—¿Por qué tengo que quedarme? —inquiero ceñudo.

—Porque no creo que puedas soportar lo que estará más adelante —contesta con su dedo índice en la barbilla, dándose toquecitos, pensativa—. Eres muy humano como para presenciar un acto como ese.

—¿Qué acto? —susurro un poco intranquilo.

Levanto la mirada y escruto toda la extensión de pinos verdosos que están más del camino de tierra. Me erizo, la garganta se me anuda y un pánico voraz me golpea. Es entonces cuando puedo ver en mi mente una sonrisa llena de protervia y ganas de sangre con ojos creados por oscuridad y sombras; me refleja algo que no he de ver, un sentimiento que me i***a a correr.

Me despejo cuando agarra mi mano y le da un apretón.

Prevalece la mueca serena en su cara.

—Sería mucho para ti procesar esos escenarios.

No quiero preguntarle a qué escenarios se refiere, pues ese rostro desfigurado, sin forma, hecho de penumbra, me soltó un intento de panorama que mi cerebro y mi moral no podrán digerir. En cierta medida siento que esa cosa que se proyectó en mi mente fue ella.

—Sí, puedes ir sola —manifiesto con ganas de deshacer su agarre de mí.

—Gracias por darme este permiso. —Me suelta, se quita el saco y se desanuda la corbata. Echa la cabeza hacia atrás, inspira y suelta una baja carcajada que de milagro oigo—. Restricción de sumisión rota —musita. Un resplandor se genera en su collar y una de las cadenillas se revienta, pero no se suelta del todo.

—¿Annie?

Cuadra sus hombros, aprieta los puños y, sin mirarme, se adentra en el follaje que ahora se me hace lúgubre.

Como puedo, me arrodillo para agarrar sus pertenencias y me vuelvo para adentrarme en el auto con un peso monstruoso en mis hombros, además de un vacío quejumbroso en mi estómago. Mi cerebro empieza a revolverse con tan solo saber que ella está a punto de llegar a la localización de cambiaformas reptil y que ya sabía lo que le depararía el ir. ¿Cómo? ¿Solo sintió algo en el ambiente que se lo avisó?

Tiemblo cuando la repentina lluvia azota el bosque.

Pero ¿por qué me siento como un chiquillo en una casa abandona y en ruinas? ¿Por qué siento que en cualquier momento desfalleceré?

Con congoja, escudriño el movimiento de los matorrales, que son azotados por la ventisca. Otra vez, sin quererlo, en mi memoria se proyecta esa sonrisa oscura, malsana y devora esperanzas.

Reviso la hora y me sorprendo al saber que ya han pasado dos horas. ¿En qué momento? Solo me volví y…

Un relámpago ilumina la figura que se acerca por la izquierda. Me echo hacia atrás con el tambor del corazón en mis tímpanos. Se acerca, pero lo hace con lentitud. Oh, lleva consigo un cuerpo, o eso parece. Lo arrastra y se mueve con tanta frescura que sé que es ella. Las gotas de agua en su cuerpo diluyen el escarlata que mancha la blancura de su camisa y de su rostro, que no alcanzo a ver, pero sé que tiene una expresión de euforia. Con una fuerza extraordinaria, tira al susodicho contra un roble. Sin pensármelo, me tiro contra el seguro de la puerta, el cual se hunde y me hace pegar un brinco. Jadeo. Esos ojos azules tan pálidos están clavados en mí.

Sacude la cabeza y me señala.

Entiendo la indirecta, así que solo giro el rostro y aprieto los párpados.

El estruendo de un trueno oculta un poco el chillido de dolor y terror que suelta la criatura.

Trago y aprieto los puños.

No quiero saber qué le hace.

✵✵✵

Y es ahora que me pregunto cómo es que no tengo el temple que solía tener cuando tan solo era un simple policía.

Me recuesto con agonía insólita en el asiento y espero a que se acerque. Solo una ojeada le di para saber que en su mano lleva la cabeza de un hombre con escamas en los pómulos y pupilas puntiagudas. Se adentra en la calidez del carro y se abrocha el cinturón como si nada perturbador hubiera pasado hace unos minutos. Acomoda una bolsa negra entre sus muslos y me mira.

Esa sonrisa tan tierna es lo que más me provoca horror.

—Ya no hay nada que temer, mi querido Desmond. —Despego los labios—. No te gustará saberlo.

Los aprieto y enciendo el motor.

—Annie, ¿era necesario?

—¿Matarlo? ¿Acaso no me escuchaste en la oficina? —resuella sin tiritar. Con un gesto, me pide el saco. Se lo paso y se lo pone—. Ya cuando asesinan a un humano esto se vuelve una adicción y querrán matar más. La única forma de erradicar esta adicción es matándolos.

—¿Mataste a toda la comunidad?

Me observa.

—Sí.

Lo único que puedo hacer ante tal respuesta es dar reversa e incorporarme al carril.

—Yo…

Me calla al palmear mi hombro.

—Ya te acostumbrarás, querido.

Me sumerjo en mis pensamientos mientras conduzco. Todavía no puedo meterme en la cabeza cómo puede ser tan dócil y a la vez tan peligrosa en solo un chasquido. Hace poco la conozco, pero siento que en algún lugar de mi mente la conocí en antaño. Llámalo sexto sentido, aquel que te avisa que la persona que tienes a tu lado hace mucho pisó esta tierra y que en cierto sentido conoces porque está camuflada en tu ADN. Puede decirse que se siente como un dios, un ser omnisciente que iluminó tu camino en un momento dado y que olvidaste por un bien mayor.

Aprieto el volante y piso el acelerador cuando me doy cuenta de que me escruta más de lo habitual.

—Eres muy humano para este trabajo, Desmond.

Dejo caer la mirada en el espejo retrovisor y me percato de que la carretera solo está para nosotros.

—¿A qué te refieres?

Se cruza de brazos y suelta una bocanada de aire.

—Ser muy empático suele jugar en tu contra en los instantes que menos esperas —divaga con la vista puesta al frente—. No hay que tener corazón para desempeñarse en estos menesteres, y lo sabes. —Sacude la cabeza y hace sus labios una fina línea—. Por tu expediente, sé que tuviste un hermano que se unió a la PEDS en tan solo un año. Un gran agente, cabe recalcar.

Mis dedos se sienten como cemento en el volante cuando nombra a mi querido hermano.

—¿Lo conociste? —cuestiono con un nudo en la garganta.

Sube un hombro y ladea la cabeza.

—Tuve algunas charlas con él y una que otra conversación superficial. No fue mi compañero, por si te lo preguntas. —Se ríe y deja caer el mentón aún con la cabeza inclinada—. No suelen asignarme compañeros. —Mis tripas se remueven—. El punto aquí es que tu hermano era excepcional, Desmond. Era exquisito ver cómo se desempeñaba en la oficina y en el terreno. Verás, no suelo fijarme mucho en ustedes los humanos, pero sí tengo muy en cuenta sus habilidades cuando las capto. Ciertamente tu hermano también era empático, pero sabía en qué circunstancia detener su empatía y ocultarla bajo una puerta con llave. Sabía cuándo volverse apático y cuándo no. Sabía muy bien en qué se metía cuando le asignaron nuestra agencia. —Se vuelve y me encara—. Parece ser que tú también lo sabías, pero te dejaste llevar tanto por tu entusiasmo que la verdadera realidad se empequeñeció ante tus expectativas. Es lamentable, pero lo comprendo. —Extiende sus dedos y roza mi barbilla con ellos. Me tenso—. Sé que estoy hablando de más y que quizá hayas perdido el rumbo fijo de tus pensamientos o ideales por mi boca tan abierta, pero lo que te quiero dar a entender es que pese a que tu hermano rebosaba empatía sabía muy bien qué le depararía el destino.

La confusión me atenaza y me mastica con todo lo que suelta.

Piso el freno y detengo el auto en un pequeño descampado al lado de la carretera.

—¿Podrías, por favor, ser más certera con tu discurso?

Allí está otra vez esa sonrisa delicada y tierna, una que oculta una feroz bestia que pretende corroer toda esperanza que toque para volverla en simple y llana desilusión.

—Tu hermano cometió un grave error, Desmond. —Ante mi sorpresa, saca la cabeza cercenada de la bolsa y la pone frente a mis narices; sus dedos se enredan con fuerza en el cabello enmarañado y su expresión de ojos grandes con los labios comprimidos me hace ver una muñeca hórrida como de cuento que agarra como si nada un cráneo sin sangre en su interior—. Creyó que podría despojarse de su empatía, pero era innata en su alma. En este trabajo sí o sí debes escapar de ella o, en resumidas cuentas, desistir de ella. Por pretender que podía disuadirla, terminó como esta cabeza en mi mano.

Abro la puerta, salgo a trompicones y descargo todo el contenido de mi estómago en el suelo.

Me asombro cuando me giro y la hallo frente a mí con la cabeza abrazada a su pecho.

Mis vellos se ponen como escarpias. ¿En qué momento se movió tan rápido como para posicionarse detrás de mí? Ignoro esta pregunta y me enfoco en la rabia que ebulle en el centro de mi ser. El vómito fue repentino porque me hizo recordar a mi hermano embutido en una caja de madera negra con un cristal en su puerta que lo dividía del exterior. A pesar de los sollozos de mi madre que me pedían que no lo vieran, me empiné y lo observé. Aquella imagen en medio de seda blanca jamás se borrará de mi mente. Ni siquiera se podía describir como un despojo humano, más bien los residuos de uno.

Doy un traspié, sacudo la cabeza y me alejo de ella lo más que puedo. A cada paso que doy, más se acerca.

—Mira muy bien esta cabeza entre mis brazos, Desmond —suelta con un tono angelical—. Que no sea tú en un futuro incierto. —Vuelvo a reclinarme para escupir el ácido de mis intestinos. Arquea una ceja y reprime una sonrisa—. Que esta sea la última vomitada que hagas ante mí, Desmond, porque esa fragilidad me i***a a hacerte lo mismo que le hicieron a tu hermano. —Mete la cabeza en la bolsa y en un parpadeo sus manos enjaulan mi rostro—. Pierdo la empatía, que en este mundo no sirve para nada.

Como si enjuagara mi cerebro con jabón, estas últimas palabras limpian cualquier rastro de empatía hacia ella, pero no hacia el mundo en general, y lo nota con facilidad.

Echa la cabeza hacia atrás y suelta unas largas carcajadas.

«Resiste, Desmond, por favor».

Me alejo con rapidez y vuelvo al interior del auto.

Ella se acomoda en el asiento del copiloto y sonríe con jovialidad.

—Vamos a algún restaurante que brinde buena comida chatarra. —Me desequilibro y palidezco. ¿Cómo puede pensar en comer ahora?—. ¿No te apetece una buena hamburguesa? Bien, comeré por ti.

«Oh, maldita sea».

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