Capítulo 4

Despertó sobresaltada debido al sonido de una bocina proveniente del exterior. De inmediato, miró el reloj en su muñeca. Farfulló un improperio y salió de la cama a toda prisa. Faltaba quince minutos para las dos de la tarde.

Tardó casi veinte minutos en vestirse, maquillarse y peinarse. Tratándose de ella, era un récord. No es que fuese banal. Todo lo contrario. Pero tenía un raro complejo con creer que su rostro era muy aniñado, y por ende, solía aparentar menos edad de la que tenía. Deseaba darle a Rafael, la impresión de que ya era toda una mujer.

No perdió tiempo llamando a alguna línea de taxis. Cogió el primero que pasó por la calle.

La Escuela Taurina quedaba muy cerca, a unos cinco minutos en carro, y a unos quince andando. Muy bien podría haberse ido caminando, pero iba perfumada, muy arreglada y no quería correr el riesgo de sudar mucho. En pleno verano en Madrid, el sol era para nada amigable.

Estaba decidida. Con cada metro que recorría el coche, se decidía más. ¡Iba a lograrlo! Por fin, Rafael se daría cuenta de su talento, que ya era lo suficientemente grande como para hacerle frente a un animal de casi media tonelada. Si la observaba con detenimiento, vería la misma pasión de su padre reflejada en sus ojos grises.

Diana era delgada, pero para nada menuda. Medía un metro con setenta y siete centímetros. Su cabellera entre castaña y rojiza, rizada, le daba un toque atrevido y desenfadado, pero quien no la conociera, podría sacar una conclusión muy errada al verla. Creerían que es la típica chica que baja la cabeza y se queda callada, frágil y delicada, que  se conforma con seguir las normas que rigen la sociedad. Su estampa femenina y grácil es engañosa. Lo cierto es que Diana es testaruda, obstinada como sí sola, renuente y un tanto anarquista. Eso sí, feminista hasta la médula. Pero el feminismo correcto; no el que pretende erradicar al género masculino de la faz de la tierra.

No se dio cuenta en qué momento llegó a su destino, ni cuando se bajó del taxi y pagó. Su corazón dio un vuelco cuando se percató que había cruzado la puerta principal de la Escuela y que se encaminaba en dirección a la recepción, donde se encontraba una joven mujer de cabello castaño oscuro.

Diana se aclaró la garganta antes de hablar.

—Buenas tardes —saludó. La recepcionista despegó la mirada de la pantalla del ordenador y la fijó sobre Diana, a la expectativa.

—¿En qué la puedo ayudar? —indagó la mujer, sonriendo de forma amable.

—Vengo... ammm... yo... —Diana balbuceó.

La recepcionista entornó los ojos, contagiándose de la notable incomodidad de la chica frente a ella.

—Me gustaría ver al señor Villanueva —espetó.

«¿Señor? ¿Pero qué coño estoy diciendo?», se reprendió. Rafael estaría llegando a los veintisiete años. Señor no era un adjetivo propio para él. A menos que estuviera casado y...

Diana sacudió la cabeza para sacarse esa idea.

—¿Rafael? —inquirió la morena.

—Sí —asintió Diana—. Me gustaría ver a Rafael Villanueva.

—Permítame un momento —contestó, a la vez que se ponía de pie—. Iré a ver si se encuentra, pues salió en la mañana y no me di cuenta si ya regresó.

—Vale —Diana volvió a asentir con la cabeza mientras veía como la mujer se alejaba.

Su mirada quedó atrapada sobre una vitrina que se encontraba detrás del escritorio de la recepcionista. Caminó por inercia y se sumergió entre recuerdos...

Había una fotografía de su padre en todo lo alto. Tuvo vagas evocaciones del día en que la tomaron...

Armando acababa de torear la primera faena de la tarde, y Raquel estaba acomodándole la hombrera del traje de luces. Un hombre canoso y de barba incipiente le pidió a alguien que acomodara la cortina que servía de fondo. Vidal le hizo una seña a su pequeña hija para que se acercara a él.

—Ven, mi amor. Tómanos una foto, Javier —dijo Armando, sujetando a Diana en brazos, e indicándole a la niña que sonriera.

—De acuerdo —dijo el viejo fotógrafo—. Vale —tomó la foto—. Ahora sí. Tomemos las fotos para la prensa —comentó el sujeto con la cámara en la mano.

Dicho eso, su padre la colocó en el suelo y le dijo que fuera con su madre.

A continuación, Armando hizo una pose gallarda y miró directo a la lente...

—¿Señorita? —una voz femenina la sacó de su ensoñación. Diana se dio la vuelta de golpe—. Discúlpeme, ¿cuál es su nombre? —la mujer, que ahora que la miraba mejor, tendría unos veintitantos, se mostró muy apenada—. Soy nueva acá. Solo llevo dos semanas y...

—¡DEJÁLO ASÍ, MARTA! —un grito retumbó en el lugar, haciendo que Diana se sobresaltara—. HACÉLA PASAR.

—Diana. Dime Diana, por favor —farfulló, colocándole una mano en el hombro a la apesadumbrada mujer.

—Señorita Diana, puede pasar adelante —hizo un ademán, señalando una puerta.

—Ya lo escuché —susurró Diana—. ¿Siempre es así? —inquirió.

La recepcionista se encogió de hombros.

—Solo cuando está de mal humor —confesó.

—No debería tratarte así. Nadie tiene derecho de tratar a nadie así —las mejillas se le pusieron coloradas.

Si hay algo en el mundo que descoloca a Diana, es el abuso de poder. No soporta cuando los "jefes" tratan a sus empleados a las patadas. Podía ser muy amigo de la familia, y tal vez en un tiempo estuvo por completo enamorada de Rafael, pero eso no lo iba a librar de decirle un par de cosas.

Hecha una furia, atravesó la puerta. Todo el nerviosismo que estuvo sintiendo minutos antes, se esfumó, y en lugar de eso, había mucha indignación.

Diana empujó la puerta con mucho ímpetu, pero Rafael no se percató de la cara de pocos amigos que tenía la mujer que acababa de entrar a su oficina. Sus ojos se fijaron en las largas y bien proporcionadas piernas, que se dejaban ver gracias a un vestido rojo que le llegaba un poco más arriba de las rodillas. Era una figura sublime.

—El hecho de que le pagues un salario, no te da derecho a tratarla de esa forma—la reprimenda de la mujer le hizo abandonar su inquisitivo escaneo.

—¿Disculpe? —Rafael frunció el entrecejo y la miró directo a los ojos.

Diana dio un manotazo en el aire.

—A ver, guapo, para que te vayas enterando. La esclavitud se abolió hace muchos años. Marta es tu empleada, no tu esclava. No puedes tratarla así.

Rafael sacudió la cabeza, consternado por lo que oía.

—Un momento. ¿Pero quién coño sos vos?

—¡Hala! Y de paso, desmemoriado —Diana puso los ojos en blanco, pasando por alto el peculiar acento entre argentino y madrileño de Rafael, ese que tanto le gustaba desde que era una niña.

—Disculpe, señorita —Rafael hizo todo lo posible para mantener la compostura—.  Puede decirme que se le ofrece. Pidió verme. Pues, diga. No tengo tiempo como para andarlo perdiendo con... —se quedó callado, de repente, antes de meter la pata diciendo: «...una niñata berrinchuda».

La reconoció.

Esos ojos grises eran inconfundibles.

Era ella.

Era Diana Vidal.

Aquella pequeña que una vez juró proteger, ya era toda una mujer.

—¿Enana? ¿Sos vos? —indagó.

Diana abrió los ojos como platos y se quedó petrificada al reconocer el apodo que usaba Rafael con ella, cuando era niña. Su corazón dio un vuelco. No podía creer que sí la reconociera, y que además la llamara de ese modo. Su cabeza se nubló cuando se percató de que esos hermosos ojos verdes, la miraban fijamente, y de los labios del hombre que una vez fue dueño de su infantil ilusión, emanó una radiante sonrisa.

—Sí. Soy yo —respondió ella, por inercia. Sin darse cuenta, sus palabras sonaron rudas, pues aun se sentía irritada por la manera en que él había tratado a Marta.

—¡Madre mía! —exclamó Rafael, bordeando el escritorio y acercándose de prisa a Diana—. Pero, mírate. ¡Cómo has crecido! —la sujetó de los hombros y le dio un beso en la mejilla. Diana abrió tantos los ojos, que casi se le salen de las cuencas—. ¡Che! Estás re alta, pero tu cara no ha cambiado nada. Seguís teniendo la carita de nena berrinchuda —rió a carcajadas.

—¡Eh! —Diana protestó, sin poder evitar mostrarle una sonrisa. Él corazón se le aceleró en un santiamén, al darse cuenta de lo mucho que había extrañado ese característico acento de Rafael, entre argentino (por su padre ya difunto) y madrileño (por su madre).

Ella dio un respingo cuando Rafael le palmeó la espalda.

—¿Cuando llegaste a España? —las palabras salieron como cohetes de la boca de Rafael—. Tomá asiento —señaló una silla cerca del escritorio—. ¿Deseas tomar algo? ¿Agua, té, café? ¡MARTA!

Diana frunció el entrecejo. No reconocía el hombre frente a ella. Físicamente, era Rafael Villanueva, pero se comportaba de una manera muy extraña. No es que lo conociera como la palma de su mano, pero jamás lo había visto tan agitado. Era como si se hubiese tomado un cóctel de Red Bull, Coca-Cola y Café.

Meneó la cabeza con suavidad, y aprovechó el momento en el que Rafael se quedó callado, para hablar. Sintió que si no lo hacía en ese instante, no tendría oportunidad de hacerlo nunca más.

—Llegué esta mañana —espetó—. Y no, no deseo tomar nada. Estoy bien —Rafael, quien estaba de pie en la puerta de la oficina, llamando a Marta, se giró de golpe—. ¿Estás bien? —indagó Diana, tratando de ser muy delicada con el tono de su voz.

—¿Yo? Sí, claro. Estoy de puta madre —se encogió de hombros y rió de manera extraña.

—¿Estás seguro? —insistió Diana.

—Sí, si... que te digo que sí —se acercó de nuevo a Diana—. Pero no hablemos de mí. Contáme de tu vida. ¿Qué has estado haciendo? ¡MARTA!

La nombraba apareció a través de la puerta.

—¿Puedes dejar de tratarla así? —Diana cerró los ojos, aturdida.

—¿Así como?

—Como si estuviera sorda.

—¡Joder! Lo siento —él se llevó una mano a la cabeza—. En los últimos días, he estado un poco estresado con todo esto... —hizo un ademán, señalando su entorno—. Ya sabés —se encogió de hombros—. Todos los preparativos de la Feria, la exposición previa...

—Ya... —lo interrumpió Diana—. ¿No has probado con tratar de relajarte un poco?

—Créeme, lo he intentado, pero desde que tu madre me nombró Director, tengo que estar al frente de todo y...

—¿Mi madre te nombró Director? —Diana no daba crédito a lo que oía—. Director adjunto, quieres decir...

—No —él negó de forma rotunda con la cabeza—. Tu madre me pidió que tomara el control total de este lugar. Yo pensaba que ya lo sabías. Ella no...

—La verdad... —Diana lo interrumpió—, mi madre y yo no charlamos mucho —ella se encogió de hombros.

—¡Vaya! —Rafael enarcó las cejas, notablemente sorprendido.

—Al grano —con un ligero carraspeo, ella aclaró su garganta—. En realidad vine por otra cosa, no a hablarte de mi madre —no pudo evitar sonar algo grosera, pero no porque fuera su intención, sino que no quería que la conversación se enfocara en su mala relación con su progenitora.

No tenía ánimos de que Rafael ni nadie la juzgara por no querer estudiar medicina, ni satisfacer el capricho de su madre. Diana quería perseguir sus sueños.

—Pues decíme, ¿en que te puedo ayudar? —Villanueva optó por ignorar el repentino malestar que irradiaba la muchacha frente a él.

—Quiero comenzar a practicar —dijo Diana sin más. 

—¿Qué cosa? —Rafael frunció el entrecejo.

Ella tragó grueso. Sintió una leve sensación de deja vu. Estuvo en el pasado en el mismo lugar; con la diferencia que en aquel tiempo, solo era una chiquilla que a duras penas podía sostener el capote.

—El toreo —espetó—. Quiero ser la sucesora de mi papá e instaurar la dinastía Vidal...

Rafael sintió que la sangre le subía a la cabeza, el corazón le latía a mil por hora, la boca se le secó... Un recuerdo llegó a su mente: la remembranza de una promesa...

Él se puso de pie y caminó hasta una amplia ventana.

—...he soñado con esto toda mi vida, Rafael —continuó ella hablando. Su voz adquirió un atisbo de ruego—, por favor, si tan solo me vieras. He mejorado mucho. Durante mi estadía en Francia estuve tomando clases con un...

—¿Qué decís? —él sacudió la cabeza.

—He estado practicando con el profesor Dubrov. ¡Debes conocerlo! Él es...

Esperá un momento —él la interrumpió—. Me estás diciendo que vos... —la señaló con el dedo índice—, has estado haciéndole frente a toros de lidia y que....

—Bueno —fue el turno de Diana para interrumpirlo—, eran novillos, pero...

—¡Diana! —exclamó él—. ¿Tu madre está al tanto de eso?

—Pues verás, esa es la razón por la que mi madre y yo hemos estado un poco distanciadas  —ella se puso de pie, se acercó a Rafael e intentó tocarle un brazo, pero él se echó a un lado—. Tomé la decisión de no ir a la universidad y dedicarme a lo que de verdad me apasiona, que es esto —señaló su entorno—. Tú lo sabes Rafael. Siempre he querido...

Él estaba callado, no porque no tuviera nada que decir, sino al contrario. Dentro de su cabeza surgían ideas como cascadas, en su pecho se aglomeraron muchos sentimientos. Sintió ganas de gritar, de decirle muchas cosas hirientes a Diana por burlarse de la promesa que él le había hecho a Armando...

—¡No podés! —espetó con furia.

—¿Pero qué dices? ¿Por qué no puedo? —Diana no entendía porque se seguía oponiendo. ¡Ya era una mujer hecha y derecha!

Estuvo tentado a gritarle la verdad, decirle que fue su propio padre quien le hizo prometer que la mantendría alejada de todo aquel mundo peligroso... Sin embargo, no pudo. En lugar de eso comenzó a balbucear sinsentidos.

—Es que... es... esto es muy peligroso y no... Tu madre no estaría contenta con la idea...

—Mi madre no tiene por qué enterarse... —dijo ella—. Al menos no por ahora. Quiero practicar y cuando lo domine a la perfección, se lo diré. Quiero que vea que si puedo, que si soy capaz de....

—¡NO! ¡Joder, Diana! —se llevó ambas manos a la cabeza—. No lo hagas más difícil.

—¿Hacerlo más difícil? ¿Pero de qué coño hablas? —ella levantó la voz. Comenzaba a sentirse iracunda. No estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta—. ¿Es porque soy mujer? ¿Es eso? ¿En pleno siglo veintiuno aun conservas la idea de que una mujer no puede hacer este tipo de cosas?

Rafael negó con la cabeza.

—¿Entonces qué pasa? ¡Joder, Rafael! —él nombrado levantó la mirada y la posó sobre la delgada muchacha que lo miraba—. Mírame a los ojos y dame una razón convincente por la cual no puedo practicar acá, en la escuela que fundó mi padre. ¡Joder! De todos los que estudian aquí, creo que soy la que tiene más derecho de estar aquí, incluso, si me lo propusiera, pediría tu destitución y tomaría las riendas de este lugar, porque si no lo recuerdas, soy la heredera absoluta de Armando Vidal y...

—¿Ah sí? —él la interrumpió, mirándola de forma retadora—. ¿Eso querés?

—Solo quiero hacer lo que me apasiona hacer —soltó ella, sin amilanarse ni un poco.

—¿Querés que te diga una razón convincente de porque no podés practicar ni aquí ni en ningún otro lado?

—¡Joder, sí! —vociferó ella.

—¡PORQUE TU PADRE ME HIZO PROMETERLE, EN SU LECHO DE MUERTE, QUE NO DEJARÍA QUE ACABARAS IGUAL QUE ÉL, QUE TE APARTARÍA DE ESTE MUNDO! —gritó, sintiendo que el corazón se le saldría del pecho en cualquier momento.

Diana se quedó atónita ante esas palabras.

—¿Ahora lo entendés? —Rafael volvió a su tono de voz normal—. ¿Ya comprendés porque siempre me he opuesto?

Ella no respondió. Sentía que el corazón se le partía en mil pedazos. ¿Cómo era posible que su padre le haya hecho prometer algo así, a sabiendas de lo mucho que a ella le gustaba todo lo relacionado a la tauromaquia?

—No lo hagas por mí ni por tu madre —musitó él, tratando de hacer contacto físico con ella, pero Diana se hizo a un lado, evitando que él le tocara la mejilla—. Hacelo para honrar la memoria de tu padre. Él te amaba y...

Diana dejó de escuchar. Esa última frase la hizo comprender algo.

—Exacto —balbuceó ella—. Él me amaba.

—Sí —comentó Rafael—. Eras la luz de sus ojos y...

—Y porque él me amaba... —lo interrumpió—, jamás te habría hecho prometer semejante cosa —articuló cada palabra, como si estuviera saboreando una verdad absoluta.

Rafael frunció el entrecejo.   

—Hay algo más —masculló ella—. Te estás valiendo de una treta muy baja para mantenerme alejada. ¡Eso es! —abrió los ojos como faros, era como si acabara de vislumbrar algo sorprendente—. Quieres mantener la competencia al margen.

—¡¿Qué?! —Rafael se sintió muy consternado.

—¿Es eso, verdad? —Diana lanzó una mirada despectiva a su alrededor—. Eres tan arrogante —susurró ella—. ¿Cómo no me di cuenta?

—¿Arrogante? ¿Yo? —él dejó escapar una risita de incredulidad.

—Tantos años detrás de ese escritorio —señaló desdeñosamente con la boca—, han hecho que se te suban los humos a la cabeza. Temes que alguien te "destrone" y pases a ser un matador más del montón. ¿Pero te digo algo? —le tocó el pecho con el dedo índice, de forma grosera. Rafael tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no darle un manotazo a esa delicada mano que lo tocaba—. Aquí la verdadera Vidal soy yo. Por más que lo desees nunca serás el hijo del gran Vidalito. Y ya estoy harta de agachar la cabeza y obedecer. Nadie me dirá lo que tengo que hacer. Ni tú ni mi madre.

—¿Sabés qué es lo que pienso? —farfulló él.

—No. No lo sé —ella mantuvo su pose retadora.

—Que seguís siendo la misma niñata malcriada, que cree que con chasquear los dedos, el mundo debe rendirte pleitesía. ¿Pero sabés qué? —susurró—. Ya tengo experiencia con gente como vos. No me vas a humillar.

Hubo algo en esas últimas palabras, que hicieron que Diana reaccionara. Era como si hubiera caído en un trance, como si algo o alguien se hubiese apoderado de ella, haciéndola decir ese montón de cosas tan horribles.

—Rafael, lo siento. Yo no... —balbuceó.

—Por mí, podés hacer lo que te dé la puta gana —tensó la mandíbula para no levantar la voz—, pero acá no lo harás. Yo me encargaré de eso.

—¿Me estás amenazando? —Diana entornó los ojos.

Tomálo como vos querás —había mucha rabia en la mirada verdosa de Rafael—. Ahora si me disculpás —extendió el brazo, señalándole la puerta de salida—, tengo muchas cosas que hacer como para andar perdiendo mi tiempo. Si no tenés nada más que decir, te agradecería que te retiraras.

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