La llama del Amor
La llama del Amor
Por: C. H. Dugmor
Capítulo 1

Verano del año 2006.

Sus ojos grises estaban fijos en el horizonte, entre ese montón de nubes que aparecían y desaparecían. Un cielo azul muy hermoso anunciaba que iba a ser un día soleado. Una voz femenina, a través de los alto parlantes del avión, la hicieron salir del letargo en el que se encontraba. No pudo evitar sonreír al oír las palabras de la mujer.

—Pasajeros con destino Madrid, os anunciamos que estaremos aterrizando en breves minutos. Por favor, permanezcan en sus asientos y abrochaos los cinturones.

«¡Por fin en casa!», pensó.

Aunque se sentía muy feliz por estar de vuelta en España, no podía dejar de sentirse algo contrariada por la decisión que tomó. Dejar los estudios académicos de lado, aplazados, por ir detrás de un sueño, no es algo que se tome a la ligera, pero... ¡Al césar lo que es del césar!, pensó, y su sonrisa se ensanchó un poco más. Tenía que reconocer que era una persona infeliz, rayando lo miserable, yendo tras una meta que no era suya, sino de su madre, cuando su verdadera pasión se encontraba en otro lugar.

Vivió los últimos siete años de su vida en un alejado lugar. Para ser más específicos, en un internado ubicado en el sur de Francia, al cual su madre la envió con el objetivo de alejarla del recuerdo de la dolorosa muerte de su padre. Sin embargo, tuvo el efecto contrario. No hubo noche en la que Diana no se sumergiera en sus memorias, recordando aquellos gritos de la multitud e imágenes que la torturaban... un río de sangre que emanaba de un cuerpo inerte, tendido en el suelo de la Plaza de Toros de Las Ventas.

Era rara la madrugada en la que Diana no despertara con la respiración entrecortada.

Lo más lógico, según el psicólogo que su madre contrató para que la tratara, luego de presenciar la trágica muerte de su padre, cuando era apenas una niña de diez años de edad, era que hubiese desarrollado algún tipo de aversión contra los toros, las corridas y todo lo relacionado a esto. Pero, en lugar de eso, sucedió todo lo contrario.

Cada pesadilla, era una oportunidad más para estudiar en que se equivocó su padre, y siempre despertaba pronunciando la misma frase: ¿Y si en vez de eso, hubiese hecho...? Si mi padre hubiera sido más cauteloso, de seguro seguiría con vida. Es lo que ella pensaba. Cada mañana despertaba con más convicción de que ella podría lograr corregir el error que cometió su padre, la tarde del 3 de abril del año 1998, y así reivindicar el apellido Vidal.

La muerte de su padre, fue una gran tragedia para el mundo taurino, claro, pero solo fue noticia los dos primeros años, luego pasó a ser otro desafortunado torero que perdió la vida en un lamentable accidente, uniéndose a una larga lista, encabezada por grandes como:  Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, más conocido como Manolete, creador de "La Manoletina" y Francisco Rivera, mejor conocido como Paquirri, cuya muerte llegó a ser hasta romantizada, luego que, la que fuese su esposa, inmortalizara la famosa canción "Marinero de Luces". Diana conocía los pormenores de estas y otras desventuras más, porque desde que tenía uso de razón, se sentía muy atraída por la fiesta brava. Ver a su padre tan gallardo y valiente, en cada corrida, sin duda alguna marcó su vida.

Durante varios años persiguió su sueño sin descanso. Sin embargo, siempre se encontraba con una gran muralla que le frenaba el camino.

Su madre fue muy clara al decirle que no aprobaba la idea de que hiciera lo mismo que su padre. Sin embargo, no hay nadie más obstinado en el mundo que Diana Vidal, quien al oír la primera negativa proveniente de Raquel, se las ingenió para pedirle ayuda a Rafael, el que fuese el alumno predilecto de su padre, y a quien tenía en alta estima, consiguiéndose con un no rotundo. No obstante, no se dio por vencida, y por casi un año, se convirtió en la sombra de Villanueva. Él era amable con ella, pero bastaba con que le dijera que deseaba aprender lo necesario para ser novillera, para que Rafael se transformara en un ogro intransigente y cabezota.

—Tienes miedo de que llegue a ser como mi padre, o hasta mejor, y te opaque. ¿Es eso? —se le enfrentó a Rafael, una tarde.

—No digás tonterías, Diana. Me tené sin cuidado si llegás a convertirte en la reencarnación del mismísimo Manolete. Mi respuesta es no. No te enseñaré. Este mundo es muy peligroso para ti —respondió él, siendo muy tajante.

—No es justo —soltó ella—. Esta escuela la fundó mi padre. Tengo derecho de estudiar aquí —hizo una rabieta típica de las suyas.

Rafael sacudió la cabeza, negándose.

—Vale. Puedes ser muy la hija del maestro Armando, pero es a mí a quien le estás pidiendo ayuda, y yo te digo que no —le dio un toquecito en la nariz con la punta del dedo—. Si quieres, puedes ir a decirle a tu padrino, a ver qué te dice él.

Diana se cruzó de brazos y frunció el entrecejo. Sabía a la perfección que Borges le diría que no, también. Esa tarde, ella se llenó de mucha rabia, y la ilusión infantil que sentía por Rafael, se convirtió en odio, pero fue un sentimiento fugaz, común de los caprichos, pues la pequeña hija de Vidal, suspiraba en secreto por un muchacho nueve años mayor que ella. Siempre tenía que hacer de tripas corazón cuando alguna muchacha se acercaba a Rafael con insinuaciones románticas, y más era su malestar cuando veía que él correspondía de forma coqueta a alguna de ellas.

Pero el tiempo siguió su curso, su madre la envió al internado y su interés por Rafael, mermó un poco. La distancia la ayudó a darse cuenta que solo era un enamoramiento platónico; eso y el hecho de conocer a Thierry, un adorable chico de ojos grises y cabello rojizo. A los dieciséis años, sintió por primera vez el aguijón del amor, enterrándose en lo más profundo de su corazón. Ella y Thierry comenzaron un noviazgo juvenil que solo duró ocho meses, el tiempo suficiente para entender la diferencia entre una fijación platónica y un romance consumado. A pesar de sentir que adoraba a Thierry, cuando la relación terminó, no sintió que le arrebataban el alma sin previo aviso, como tantas veces escuchó decir a sus amigas que sucedía, cuando perdías a alguien que amas. Eso solo lo sintió dos semanas después de la muerte de su padre, cuando entendió que nunca más lo volvería a ver.

Estuvo de regreso varias veces en España, en temporadas vacacionales, pero dejó de hacerlo luego de una pelea que tuvo con su madre. Pensó que tal vez Raquel no la dejaba entrenar en la Escuela Taurina, porque era muy pequeña, pero aun así, cuando tenía quince años de edad, y teniendo una estatura y complexión adecuada, su progenitora siguió negándose a dejarla cumplir su sueño, el cual la madre consideraba que no era más que un capricho, de su siempre volátil hija.

—No, Diana. Te digo que no, y es mi última palabra al respecto. Esa no es una actividad propia para una dama. ¿Por qué no puedes ser como las niñas normales que se apasionan por el ballet, el teatro, la pintura o la música?

—Porque yo no soy normal, mamá, y nunca lo seré —vociferó Diana, desesperada.

Era lamentable que su progenitora, en pleno siglo XXI, tuviera una mentalidad tan machista y retrograda. Al menos, eso pensaba Diana, pero la verdad era que Raquel sentía pavor de que a Diana le deparara el mismo destino que a su difunto esposo.

Lo cierto es que Diana era el tipo de niña que en lugar de mirar, embelesada, alguna película de princesas, prefería pasar la tarde entera viendo documentales en Discovery Channel o National Geographic, en vez de jugar muñecas o a tomar el té, prefería estar en medio del campo, llenándose de lodo. Sus momentos más felices fueron en la finca de su tío Adolfo, hermano menor de su padre, quien al morir Armando, quiso meter sus ambiciosas manos en la administración de la Escuela que su hermano mayor fundara en vida, y exigir ciertos derechos sobre una herencia que no le correspondía en lo más mínimo. El abogado de Raquel le dejó claro que mientras la viuda y la hija (heredera universal de Armando) siguieran con vida, ni él, Adolfo, ni nadie, podría aspirar a ninguno de los bienes materiales que dejó Vidal. Raquel intentó en una oportunidad, ofrecerle un empleo en la Escuela, pero él se negó de manera rotunda y mantuvo su indignación, porque su hermano no le dejó absolutamente nada en su testamento.

¡A la m****a! Se dijo a sí misma una noche que se preparaba para dormir, luego de pensar en la posibilidad de irse a estudiar Medicina en París. Esa no era su pasión. Por supuesto que le agradaba la idea de ayudar a otros, pero no era algo que le robara el aliento, como lo hacía la idea de verse vestida con traje de luces, caminando altanera frente a una gran multitud y moviéndose con el estilo característico de una matadora, danzando la melodía embriagante de la fiesta brava, capoteando, banderilleando, estocando...

El día que cumplió su mayoría de edad, no quiso saber nada acerca del regalo que su madre le envió. Estaba muy dolida por la manera en que ella reaccionó al enterarse que iba a comenzar a practicar el arte de la lidia con un profesor francés. Raquel llamó a la directora del internado y le solicitó que le prohibiera las salidas a su hija, los fines de semana.

Esa fue la gota que rebosó el vaso.

El día que Diana fue consciente de que ya tenía la edad suficiente para independizarse, echó mano a su alcancía e hizo un plan: con sus ahorros, al culminar el ultimo día del doceavo año, se iría a vivir, por un tiempo, a un piso en el centro de Aveyron.

Como se lo imaginó, su madre pegó el grito al cielo al enterarse de esto, e hizo hasta lo imposible por persuadir a su hija de regresar a España, a vivir bajo el mismo techo que ella, pero Diana estaba harta de vivir bajo el yugo de su progenitora.

Durante seis meses estuvo tomando clases con Charles Dubrov, un croata de cuarenta y tantos años; un simpático y muy ágil matador, que le enseñó lo fundamental (y le reafirmó lo que sabía) en cuanto a tauromaquia. Fueron las mejores semanas de su vida, pero sentía que le faltaba algo. Sí, debía admitirlo. Estaba encaprichada con la idea de estudiar en la escuela que fundó su padre en el año 1980, y era una idea que nadie le iba a sacar de la cabeza...

Y esa es la razón por la que regresaba a Madrid.

Era hora de enfrentarse a todos, e ir en busca de lo que de verdad deseaba.

Ya era mayor de edad.

Podía hacer lo que se le pegara en gana.

Su madre había vivido su vida, ahora le tocaba a Diana vivir la suya.

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