Capítulo Dos. Obsesión [1/2]

Cuando el sol vislumbra a través de las cortinas sabe que es hora de iniciar su día. Escucha los murmullos en el pasillo mientras se quita las sábanas de encima y, todavía adormilada, peina su cabello con los dedos desenredándolo mientras los bostezos salen sin parar de su boca. Y aunque durmió temprano, todavía se siente cansada. Siempre le ha pasado.

Louise suspira una vez que pone los pies en el suelo, calzándose sus zapatillas. Su camisón se mueve con cada paso que da hasta que cae al suelo en el momento que entra a la ducha.

Sus días no son distintos los unos de los otros, en cambio, cada día que pasa se parecen más y más. Si no fuera por los constantes problemas que vivían en el palacio, diría que estaba viviendo el mismo día una y otra vez.

No hacía nada más que repetir la misma secuencia de siempre: levantarse, arreglarse, desayunar e inmediatamente comenzar a impartir sus clases temprano por la mañana hasta entrada la tarde. A excepción de los fines de semana.

Y por un lado, estaba bien con ello. Estaba más llena de confianza cuando sabía que nada podría interponerse en su día, pero cuando las cosas comenzaban a tornarse inesperadas y sin un plan hecho desde un inicio, era bastante predecible que se volvería un pedazo de estrés andante.

Con su cabello atado no pierde el tiempo de tallarse el cuerpo con una esponja esperando no quedarse atrás para el desayuno, a pesar de que se levantaba casi a la misma hora que el servicio.

Los chorros de agua descienden por su hermosa piel pálida borrando cualquier rastro de imperfección que pudiera arruinar su prolijo aspecto, lo cual era sin dudas una de sus mayores cualidades.

Louise no era mucho de hablar en voz alta cuando estaba a solas. En su defensa, parecería una tonta que no tenía la más mínima idea de lo que la consciencia significaba. Pero de todos modos, no era demasiado comunicativa.

Dóminic, su amigo y parte de la Guardia Real, se desvivía quejándose acerca de su poca habilidad para socializar, sin embargo, nadie podía ganarle a la hora de argumentar con su impecable don para la elocuencia y persuasión.

Las únicas excepciones eran cuando dirigía sus clases o hablaba con grandes figuras de poder, de resto, era más conversadora una piedra.

Desde que tenía uso de su memoria siempre había sido así, y a lo mejor eso contribuyó a la imagen dura y glacial que había adoptado.

Si le preguntaban, disfrutaba más del escuchar que del hablar, pero no podía controlar su lengua cuando alguien le pedía la más honesta opinión.

No era tan mala como algunos decían, simplemente era… ella. En todo su esplendor.

No era una mujer que se dejase manipular y estaba fuertemente aferrada a sus principios, así que el que tuviera la audacia de cruzar sus límites, no recibiría nada más que el más grande rechazo.

En el rostro de la mujer el atisbo de una sonrisa se asomó al observar a los pájaros cerca de su ventana comer de las semillas que ella misma había colocado el día anterior. Con el canto de las aves transmitiéndole una cálida sensación de calma, terminó por vestirse con una blusa blanca y falda del mismo color con detalles dorados. Lujosa, impecable e inalcanzable. Peinó su lacio cabello oscuro con paciencia en una coleta baja y se maquilló ligeramente.

Y aunque no se vistiera de esa manera para impresionar a alguien, siempre terminaba dejando una buena impresión en cualquier lugar. Louise Roosevelt era simplemente alguien inimaginable.

— ¿Señorita Louise? El desayuno estará listo en unos minutos… —Una suave, pero diminuta voz provocó que se diera la vuelta, encontrándose con una temblorosa sirvienta cabizbaja que no sabía donde poner sus nerviosas manos. Louise, sin querer intimidarla más de lo necesario, le observó de arriba abajo. Suponía que era nueva, porque su rostro no le sonaba. —Está bien, gracias.

Tampoco es como si pudiera recordar los rostros nuevos cada día.

Usualmente, al mes se iban unas que otras sirvientas porque no podían soportar el genio de los otros hombres que residían en el mismo sitio. Louise, en el lugar de esas pobres mujeres, también se habría largado de tan solo verles el rostro.

Mientras se calzaba sus tacones, la puerta segundos atrás cerrada, volvió a ser abierta pero esta vez con fuerza e intromisión intencionada.

Louise se hizo un par de pasos hacia atrás con el ceño fruncido y una confundida sorpresa esperando que sólo fuera una broma de mal gusto, pero en cambio, obtuvo a un sonriente príncipe que no llevaba nada más que unos pantalones de dormir y ella se lo imaginó pavoneándose por todo el pasillo de esa manera.

Siquiera se abstuvo de ocultar la mueca de desagrado que le provocó la sonrisa socarrona del príncipe Alan. Peinando ese cabello rubio suyo hacia atrás con la mera intención de flexionar sus músculos.

—¿No es bastante temprano para que estés despierta?

Él cerró la puerta con lentitud, claramente divertido con la íntima situación que se imaginaba ocurriría en la habitación de la intocable tutora.

La mujer le miró bostezar y estirarse desvergonzadamente mostrándole su cuerpo semi desnudo, flexionando sus músculos bien trabajados que no le llamaban la atención, y por si fuera poco, casi mostrando su pelvis al acomodar sus pantalones de dormir.

Qué hombre tan desagradable.

Y todavía tenía el descaro de entrar a su habitación de esa forma. Aunque, ¿qué más podía esperar de él? El príncipe Alan estaba encaprichado con ella, haciendo hasta lo imposible para que se enamorase de él y fuera su esposa.

Violando su espacio personal, mintiendo acerca de su “amistosa relación” y una que otra vez inundándola de amenazas.

—Muy buenos días, señorita Louise. —Le habló con la voz ronca por su reciente despertar, y con un tono juguetón al decir su nombre.

Sus inquietantes ojos vagando por todo su cuerpo, relamiéndose los labios por la perfecta y pulcra imagen que Louise le mostraba. Sentado sobre la desordenada cama, le sonrió, más Louise no le respondió. Ella siguió retocando su maquillaje antes de bajar a desayunar.

—¿No vas a darme los buenos días? Eso es muy desagradecido de tu parte, ¿lo sabías? —El jugueteo que antes se había incrustado en su ronca voz, había desaparecido. La seriedad estaba palpable en su rostro y buscaba examinar cada movimiento que hiciera la hermosa mujer en la habitación.

—No es necesario que le responda —Lo encaró con los labios en una línea observando el cuerpo semidesnudo del presuntuoso príncipe. —no debería estar aquí de todos modos. Solo va a hacer que las sirvientas comiencen a hablar.

No era la primera vez que sus nombres estaban en la misma oración entre los chismes de los aburridos sirvientes. Usualmente, su interacción con los príncipes eran malinterpretadas de todas las maneras posibles.

Había escuchado tantas veces la historia de “conquistarlos para casarse” que cada vez que la oía, se ponía de mal humor. Todos parecían estar de acuerdo en que ella se encontraba ahí para buscar un esposo rico que la mantuviese mientras ella hacía nada. Dinero, interés, clases sociales y poder era lo que usualmente iba acompañando su nombre.

Tal parece que todo su esfuerzo era gravemente infravalorado cuando se trataba de hombres. Louise había perdido el esfuerzo de sobresalir de esa marea de rumores porque cada que hacía algo en compañía de los príncipes, una que otra persona vendría con su lengua venenosa a esparcir rumores.

Alan parecía divertirse con eso. Acercándosele más de lo debido y colocando sus manos en lugares íntimos que jamás en su vida le habría permitido, y él lo tomaba como un juego, como si fuera suya.

Louise odiaba y le tenía cierta repulsión. La aterradora fijación que tenía con ella y el modo en que siempre quería recordarle que seguía peleando por su amor, le hacía querer no salir jamás. Alan Heeger no era nada más que un niño malcriado en un cuerpo de hombre que quería todo cuando lo decía. Sin embargo, no podía dejar de lado que era igual a su hermano mayor, el príncipe heredero. Iguales de desalmados y con un talento para el poder, el cual podían modificarlo a su antojo.

Pero él era pan comido en comparación a Oliver, pero aun así, Louise seguía teniendo cuidado con él por sus inexplicables cambios de humor.

Y ya había pasado bastante tiempo desde que este juego entre ellos dos había comenzado, y parecía que el príncipe nunca se detendría hasta estar seguro de que la había vencido.

Por lo tanto, Louise hacía hasta lo imposible para no relacionarse con Oliver ni Alan. Hacer como si no existieran para ella le había funcionado, pues Oliver, el príncipe heredero, apenas y le prestaba atención. Sin embargo, estaba agradecida de eso porque aunque no la admitiría en voz alta; él le inspiraba una desconfianza y temor enorme.

Haciendo todo lo que estaba a su alcance, evitaba toparse con esos dos hombres que sembraban el odio bajo un manto de tierra. E incluso así, este príncipe llegaba a su habitación como si fuera suya.

Una mueca incómoda y un fastidioso suspiro fueron su respuesta a la corta risa que el hombre le regaló, le escuchó levantarse de su cama, el rechinar del colchón y los pasos fastidiosamente lentos alrededor suyo.

—¿Y qué si empiezan a hablar? —Rió con una dulzura falsa que le instó a alejarse de él cuando comenzó a invadir su espacio personal, detrás de su espalda. Sus cuerpos reflejándose en el espejo del hermoso tocador de Louise. —Podría venir aquí todo lo que quiera si me dieras una oportunidad…

Los dedos del hombre acariciaban su brazo, delicadamente como si tuviera miedo de lastimarla. Louise no pudo evitar estremecerse ante el ligero toque que, en lugar de sonrojarle, estaba comenzando a provocarle un nudo en la garganta. Esa incomodidad reflejándose en sus ojos y la respiración cada vez más lenta, pero no le daría el gusto de verse débil ante tan poco hombre.

Sólo quería decirle que se alejara, que le dejara en paz y se fuera a la m****a. Pero él se burlaría, iniciaría una serie de amenazas disfrazadas de promesas de un amor infinito y luego se iría satisfecho de verle una vez más.

Con suavidad, sus caricias danzaron a lo largo de su brazo, delineando su hombro con tanta lentitud mientras le miraba a través del espejo, intercalando la tensa conexión entre sus miradas y la tersa sensación de su piel expuesta.

—Si pudieras aceptarme, podrías ser feliz conmigo aquí y tener todas las riquezas que quieras. —Le dijo, murmurando en su oído y Louise sintió la manera en que sonreía. —Sin embargo, eres más difícil de lo que pensé. ¿Cuánto ha pasado ya? ¿Cuatro años?

—El tiempo que haya pasado no cambiaría el hecho de que no estoy interesada en usted. Ni hoy, ni mañana ni nunca. —Aclaró desinteresada, la mirada neutral que le proporcionó al hombre le permitió ver la forma en que apretaba su mandíbula, no muy contento con su respuesta. —Si me disculpa, debo retirarme.

Para ese punto, la hermosa Louise estaba deseando irse de su propia habitación para siempre. La delgada línea de calma entre ellos había desaparecido en el momento que mencionó su respuesta a la extraña confesión.

Ella podía sentir la conducta del príncipe Alan cambiar cuando se alejó de su cuerpo, encogiéndose en sí misma como si no quisiera tocar un centímetro de él.

Estaba cerca de la puerta, debían estar esperándola para el desayuno y si no llegaba a tiempo alguien vendría a buscarla… —¿A dónde m****a te crees que vas, Louise?

Congelada. Su cuerpo fue azotado contra la pared contigua a la puerta y su cabello alborotado cubrió su visión, pero entre las hebras de él, pudo mirar el rostro de Alan mirarle molesto. Tragó saliva, pero se mantuvo firme en su sitio, esperando no darle el gusto de verse temerosa ante él.

Sin esperarlo, un empujón aún más fuerte logró sacarle el aliento. Estaba apresándola con su cuerpo trabajado y muchísimo más grande que el suyo, sintiéndose poderoso de tener a tan agraciada y terca mujer bajo su poder. Aunque eso no fuera lo que ella pensara.

—Entonces, dime, hermosa… —Alan, encantado con la posición sometida a la que le había obligado a adoptar, aprovechó de acariciar su delicado rostro y acomodar uno de sus mechones rebeldes detrás de su oreja. Su cabello rubio le provocó cosquillas cuando se inclinó a oler la exquisita fragancia del perfume en su cuello.

Sintió la punta de su nariz vagar por la curvatura de su cuello, y se asqueó cuando le escuchó elogiar su femenino aroma. Sujetando su cuerpo evitando que escapara, como un depredador examinando a su presa.

Louise, estaba asqueada.

No era la primera vez.

—¿Cómo harás cuando tengas que dejar de ser la puta de mi padre? ¿Uhm? —Exaltada, Louise intentó deshacerse de la fuerza que él ejercía pero lo único que logró fue que le apretara aún más. —Já, ¿por qué reaccionar así? ¿Te duele que te digan las verdades a la cara? ¿O prefieres seguir haciendo ese teatrito de que no haces nada más que tu trabajo?

—Porque eso es lo que hago. —Le dijo, completamente seria y con el ceño fruncido. Incapaz de escuchar su versión distorsionada de las cosas, porque él estaba malditamente desquiciado. —¿Ah, sí? ¿Te gusta aparentar que te gusta hacer tu trabajo? ¿O te gusta hacerlo para poder conseguir la atención de los hombres?

Louise fijó su mirada en él, hastiada por las mentiras que salían de su boca y furiosa por la manera en que quería rebajar su arduo trabajo.

Internamente, un tanto aterrada por la presión de sus manos en sus brazos y la respiración agitada que se mezclaba con la suya.

—Prefieres no responder, ¿eh? Eso es lo que haces siempre. Intento hacer que me quieras pero tú simplemente no dices nada. —Sus ojos adoptaron una mezcla de tristeza y molestia que le inspiró un miedo escalofriante. En la forma que su voz se volvió suave, y volvió a acariciar su rostro con delicadeza. —¿Cómo harás cuando tu lugar no esté en esta familia? ¡Tú ni siquiera deberías estar viviendo bajo este techo!

Louise se encogió con los ojos apretados cuando un puñetazo impactó a un lado de su cabeza, los gritos del príncipe llenando toda su mente y sin escapatoria de salir de ese embrollo.

Nunca le había visto tan colérico, y estaba comenzando a asustarse de que pudiera golpearle. Porque él era capaz de hacerlo.

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