El secreto del Príncipe
El secreto del Príncipe
Por: María José Madero
Capítulo 1

CAPÍTULO I. EL CHICO DE LOS OJOS GRISES

Anissa

Nunca en la vida me imaginé mudarme al Reino de Steiggad. En parte, porque ni siquiera conocía de su existencia. Y, en parte, porque mi madre jamás mencionó que me enviaría a este lugar cuando cumpliera dieciocho.

—Gracias —murmuré, cuando el hombre del servicio de la diligencia me dio mi desgastada valija—. Es usted muy amable.

El hombre de piel quemada por el sol y pelo canoso me ofreció una sonrisa cordial, pero no tardó en acompañarla con una advertencia.

—Tenga cuidado por estas calles, señorita —advirtió—. A algunos zoquetes les gusta intentar pasarse de listos cuando ven a una mujer sola.

Tragué fuerte y moví la cabeza en un quedo asentimiento, mientras, por instinto, aferraba bien mis dedos al borde de cuero de mi equipaje. No llevaba nada de valor, pero eso no significaba que me arriesgaría a perderlo.

El conductor de la diligencia se despidió de mí, para subir de nuevo al puesto desde donde arriaba los caballos. Vi al viejo y gastado carruaje alejarse después, levantando una ligera capa de polvo que me distrajo por unos instantes. Luego, me di la vuelta y suspiré, preparándome a mí misma para el camino que me esperaba.

Me encontraba en el centro del pueblo, rodeada de tiendas, almacenes, caballos y hombres sudorosos que hacían sus trabajos. Este pueblo era más desarrollado que el mío, podía notarlo por la cantidad de personas y también por toda la actividad en mi entorno. En donde pasé toda mi vida, había más campo y tranquilidad, menos voces gritando o riendo, y tampoco reinaba la sensación tan abrumadora de estar en un lugar tan grande.

Aun así, tenía esperanzas de no perderme en el camino. Mi madre dijo que mi tía Genoveva vivía a las afueras del pueblo, hacia el oeste. Todo lo que tenía que hacer era seguir caminando y, cuando encontrara el molino, cruzar a mi izquierda.

Sonaba sencillo… Y esperaba a que lo fuera. Pero, por más que intentaba, de vez en cuando volvía a sentir esa espinita de molestia pinchando profundo en mi pecho. Era humana, y no podía evitar molestarme con ciertas cosas, como el hecho de que mi madre decidiera enviarme sola a aquel pueblo sin ningún motivo claro.

Nunca antes lo mencionó, sino hasta el día en el que cumplí dieciocho.

La noticia me cayó como un balde de agua helada.

No dijo por qué, no mencionó por cuánto tiempo… No me explicó absolutamente nada.

Le pregunté unas cien veces si estaba enferma y todo aquello era porque estaba evitando decírmelo, pero me aseguró que no. Esperaba a que fuera cierto. No tenía la menor idea de cuándo regresaría a casa… Pero esperaba que ella estuviera ahí para recibirme cuando eso sucediera.

Suspiré otra vez, ya sintiendo los dedos cansados por el roce de las correas. Ni siquiera llevaba algo muy pesado, y todavía me faltaba un buen trecho de camino. Pero no podía ir más rápido, o terminaría cansada antes de llegar a la casa de mi tía. De momento, solo podía dedicarme a observar… Observar y pensar.

El pueblo se regía bajo la monarquía del rey Idris Steiggad; he de ahí su nombre. Sin embargo, estaba segura de que los lujos allí eran muy escasos, y que de estos solo gozaban las familias más selectas. Mientras caminaba, vi a un par de señoras con mucha clase siendo llevadas en un carruaje, como si fueran ajenas a aquel mundo… Pero fueron las únicas.

Del resto, vi a muchas personas con ropajes deshilachados, sucios, con remiendos o roturas. La diferencia de clases sociales era evidente.

El Rey no parecía hacer gran cosa por su pueblo.

—Cómo me gustaría pasar mis dedos por ese cabello dorado… —Mis cejas se contrajeron cuando escuché la voz desconocida de un hombre pronunciar aquellas palabras—, y tal vez por esa bonita cintura…

Mis pies se detuvieron de inmediato y me giré hacia la dirección de esa repugnante voz. Provenía de un hombre que, fácilmente, me doblaba la edad. Estaba lleno de sudor y tenía una botella de licor en la mano. Por supuesto, estaba en compañía de otros más, quienes rieron por su ridículo comentario.

—¿Me lo dices a mí? —pregunté, sin ocultar mi disgusto.

Su sonrisa se amplió, dejando ver sus dientes amarillos.

—¿A quién más se lo diría? —devolvió, haciendo un gesto con la botella que llevaba en la mano—. Una mujer no se pone un vestido como ese, sino es para que los hombres les digamos cosas.

Mi sangre hirvió. Juro que lo hizo. Como si me calentaran las venas desde los pies hasta la coronilla con una cacerola de agua hirviendo, mis dedos se enterraron todavía más en la correa de mi valija y sentí el rostro rojo de la rabia.

—Una mujer solo usa un vestido porque así le place —contesté, furiosa—. Si un hombre no puede mantener la boca cerrada porque no se controla a sí mismo, peor que un animal, es su problema; no el nuestro.

Por supuesto, la sonrisa que él tenía antes en sus asquerosos labios se borró por completo. ¿No estaba acostumbrado a recibir una respuesta cuando se propasaba con una mujer? Pues, yo no estaba acostumbrada a quedarme callada cuando alguien me faltaba el respeto.

Ante su expresión de ira, me di vuelta y continué caminando con decisión. Yo estaba muy lejos de ser una peleonera, pero conocía perfectamente cuáles eran mis límites y no permitía que nadie los sobrepasara, fuera quien fuera. Los hombres como él se sentían poderosos cuando estaban acompañados por otros y veían a una mujer sola.

Se creían muy importantes…

Si bien mi pueblo era mucho más tranquilo, no faltaba uno que otro patán que intentaba pasarse de la raya, de vez en cuando. Y sabía bien cómo lidiar con ellos.

Mi madre decía que, si seguía así, me quedaría soltera por el resto de mi vida.

Pero yo no lo creía así. No perdía la esperanza de encontrar a un buen chico, uno que me tratara como yo merecía y me diera mi lugar. Lo hallaría, por supuesto que sí… En alguna parte… Y algún día.

Suspiré otra vez. Me detuve por un momento en una de las esquinas, donde creí atisbar el molino en la distancia, pero antes de poder dilucidar si se trataba de este, o no, dos manos me sujetaron por los hombros y me empujaron al callejón a mis costados, entre dos almacenes.

Di traspiés, apenas logrando sostener el equilibrio frente a la repentina fuerza que ejercían sobre mí. Antes de, siquiera, lograr darme cuenta de lo que sucedía, mi espalda estaba chocando bruscamente contra la pared de uno de los almacenes. Mi mandíbula se cerró por instinto, obligándome a contener cualquier quejido, y el calor se revolvió en mi estómago, al verme aprisionada por el mismo hombre al que antes confronté.

—¡Suéltame! —grité, revolviéndome.

Pero mis esfuerzos eran inútiles. Él tenía más fuerza que yo, y también estaba ebrio. El apestoso hedor de lo que había estado bebiendo escapaba por el sudor de su piel y sus manos se hincaban con fuerza sobre la tela que cubría mis hombros.

—Vas a pagar muy caro el haberme hablado de esa manera —amenazó. Sus ojos me contemplaban con desprecio.

—¿Y yo sí tengo que soportar que cualquiera me hable así en la calle, pero tú no puedes lidiar con el hecho de que te haya puesto en tu sitio? —espeté.

Su furia estalló cuando pronuncié aquellas palabras. Supe que me golpearía cuando levantó un puño en el aire, pero antes de dirigirlo hacia mi rostro, otra voz masculina intervino.

—Deja en paz a la señorita —exigió.

El sujeto frente a mí palideció, como si acabase de escuchar la voz del mismísimo demonio, y se separó de mí de inmediato.

En cuanto se giró, pude ver quién era el que había hablado.

Se trataba de un chico, tal vez unos pocos años mayor que yo, de abundante cabello castaño que caía en capas sobre su coronilla. Sus cejas eran gruesas y sus pestañas espesas se curvaban con recelo alrededor de sus ojos grises. Era alto, mucho, y no vestía como ninguno de los hombres que vi antes; llevaba un pantalón negro de lino, bajo un traje y un chaleco de tonalidad azul marino, con sutiles detalles dorados, además de botas.

Solo por su porte y por su forma de vestir, predecía que se trataba de alguien importante.

Pero más imponente que su vestimenta, lo era la mirada fría y severa que le otorgaba al hombre que antes me atacó, quien no tardó en un huir de ahí corriendo, como todo un cobarde.

Lo vi alejarse, sintiendo el corazón en la garganta. En mi mente había comenzado a pensar en posibles maneras de defenderme de mi atacante… Tal vez intentar golpearlo en la entrepierna, pero no estaba segura de si eso habría funcionado. Nunca me había encontrado en una situación tan terrible como aquella.

Después de ver al hombre cruzar la esquina del callejón, volví a mirar al elegante chico de cabello castaño, quien caminó hacia el otro extremo para recoger mi valija, que ahora estaba llena de tierra también. El trago surcando mi garganta se sintió pesado como una roca, mientras que yo todo lo que hacía era permanecer inmóvil, como si me hubiesen pegado los pies al suelo.

Él se dirigió hacia mí, haciendo más evidente la diferencia de estaturas. Sin embargo, no se acercó demasiado.

—¿Esto es tuyo? —Me preguntó, refiriéndose a la valija.

Moví la cabeza en una afirmación. Ni siquiera me di cuenta de cuándo se me cayó.

—G-Gracias… —murmuré, aceptando de vuelta el equipaje. Mis dedos pálidos apenas rozaron con los suyos, haciéndome sentir un ligero cosquilleo bajo la piel.

Me pregunté si él también lo sintió, porque cuando volví a mirarlo, noté que sus ojos grises, cubiertos bajo una expresión indescifrable, miraban su mano.

No… Eso era ridículo, e imposible. Solo ideas mías.

El castaño volvió a mirarme, pero se mantuvo en silencio. No tenía claro qué expresaban las facciones de su rostro, pero, de alguna manera, lo leí como cierta confusión.

Humedecí mis labios, entonces me animé a hacerle una pregunta.

—¿Quién eres…?

Pero él se mantuvo en silencio. Sus ojos eran grises como el cielo en los días de invierno y creaban un perfecto contraste con la oscuridad de sus cejas. Tal vez me habría respondido y yo no me di cuenta, por quedarme observando pequeños detalles, como el lunar al costado de su mejilla.

De nuevo, había una ligera confusión cruzando su rostro, como si él no esperase a que yo le hiciera aquella pregunta… Una pregunta a la que no obtuve respuesta.

Porque así como apareció, el chico de los ojos grises se marchó del callejón, dejándome sola… Preguntándome quién era él.

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