Capítulo 4. Un Suspiro

Tres días antes de la boda, Norah se acomodó en una pequeña alcoba con vistas a un maravilloso jardín de flores blancas y pequeñas fuentes.

La habitación apenas si tenía una cama con dosel de cortinas blancas y transparentes; un ropero con algo de su ropa, que apenas si ocupaba un pedazo del enorme espacio, y una mesita con una silla en un rincón, adornada un pequeño florero y un espejo. 

Era simple, limpio y tranquilo, un lugar perfecto para descansar y relajarse de la áspera vida que había llevado los últimos meses.

Pero, incluso con la calma y paz disfrazada, faltaba la risa de su madre, su cálida voz que la despertaba cada mañana y la hacía sonreír todo el tiempo. No importaba cuán lujosa era su vida ahora, nunca estaría completa sin las personas que amaba.

Esa mañana se levantó como siempre, con el sonido de la sirvienta entrando y preparando el agua y sirviendo el desayuno. El vestido que eligió era llano y sencillo, sin ningún adorno en las muñecas o el cabello.

Después de comer y leer algunas páginas de una vieja novela, se levantó hacia la ventana. Quería sentir la frescura de las flores en su piel y la brisa en sus pulmones.

―Iré a dar un paseo, ―aclaró Norah sin mucho entusiasmo.

―Sí, señorita.  

No tenía permitido salir más allá de los límites del jardín de flores blancas, y debía ser acompañada en todo momento por dos empleadas.

Ellas eran las vigías que la monitoreaban a cada segundo. Le decían qué hacer, a dónde ir, y qué tenía permitido o no a hacer.

El primer día que entró a esa mansión, el ama de llaves le había dado las instrucciones como si fuera una invitada no deseada y no la futura Duquesa. Su voz estricta, fría y sin muestras de cordialidad le hacían saber que los días siguientes serían difíciles en esa casa.

―La comida está servida, Señorita Kobach.

Norah asintió y dio la vuelta sin haber dado más que algunos pasos fuera de la terraza. No tenía otra opción más que seguir las instrucciones, casi autoritarias, de las empleadas. Nunca preguntaban si quería cenar o no, si era de su agrado la comida o no. Si ella se rehusaba a comer, ya no podría comer ese día.

La guiaron hacia un amplio salón con una mesa larga de madera fina. Los cubiertos de plata y los platillos elegantes y aromáticos ya estaban preparados para ella, solo ella. Desde ese día, en la mansión Kobach, no había vuelto a ver a ese hombre de ojos grises ni una vez.

Parecía que se había olvidado de su nueva prometida en un solo día. No importaba, Norah no deseaba verlo, no quería volver a sentirse tan vulnerable como aquella vez. Aunque un extraño deseo se colaba de vez en cuando en sus pensamientos.

Norah comió despacio, y después de dar algunos bocados más, esperó a que recogieran los cubiertos y platos para ser escoltada de regreso a su alcoba. Entonces le prepararían el baño y un poco de té con algunos panecillos para la cena. La dejarían sola otra vez, no sin antes cerrar puertas y ventanas con llave.

«Soy una prisionera.»

Todos los días era igual, no había nadie que le dirigiera la palabra, ni había más que su misma rutina diaria.

Entonces, durmió, lo único que podía hacer mientras esperaba a su boda, era dormir, soñar y ser libre en su mente. Pero eso incluso fue imposible cuando lo único que veía al cerrar los ojos eran las memorias de aquellos días felices de antaño. La mansión de color azul y bellos jardines de flores de distintos colores, los sirvientes moviéndose de un lado al otro saludándola con risas y dicha.

Después las memorias regresaban a su madre, que aún joven y bella, la miraba y la llamaba con cariño. Su padre, con el mismo cabello que ella, plateado y brillante, la tomaba en sus brazos y la hacía reír mientras la giraba en círculos.

Una lágrima se escurrió por la mejilla de Norah, pero esta vez, su mano no fue quien quito la gota de su bello rostro, sino la calidez de los dedos de un hombre.

Se reclinó en la palma de esa mano y se sintió segura, hasta que se dio cuenta de que no era una fantasía.

―¡¿Quién?!

Se dio la vuelta con brusquedad hasta que el hombre la contuvo de alejarse y caerse de la cama.

―Tranquila―, la voz era del hombre que sería su esposo― soy yo, Norah.

―Duque… usted…

―Albert… llámame, Albert. Pronto serás mi esposa, no deberías hablarme tan formal.

―No… no es correcto.

Norah trató de moverse lejos de la calidez que sentía a su lado. Sabía que el hombre la tenía abrazada a su pecho. El cuerpo ardiente que sentía frente a ella la hacía sentirse sin aire, con el corazón moviéndose cada vez más rápido.

―¿Por qué no es correcto? ―preguntó Albert observándola con interés. Hace tiempo que no la veía y ahora se veía mucho mejor que la última vez. Menos pálida, más tranquila.

―Porque… yo…

―Tú…

―Porque soy su prisionera, milord. ―Norah lo trató de empujar sin éxito― Aunque pronto me convierta en su esposa, no oculta la verdadera razón del matrimonio, yo no lo amo.

El silencio se hizo abrumador cuando el hombre no contestó. Norah sentía la mirada de esos ojos grises clavarse en ella con un peligroso resentimiento. No entendía la razón.  

―No importa si no me amas, ¿no lo entiendes? ―su voz sombría y fría le heló la sangre― Eres mía, y te comportarás como yo diga. 

Norah abrió los ojos con furia, pero la resignación pronto la abatió. Sabía que no tenía forma de pelear. Ella no podía hacer nada.  

―Ya he dicho―, Albert se dio la vuelta para quedar encima de ella, sintiendo la suavidad de la tela del camisón que apenas cubría ese fascinante cuerpo―. No importa si no me amas, Norah. Serás mi esposa. Y aun si no lo quieres, tu apellido dejará de ser Kobach. Serás una Bailler hasta que yo lo diga.

La voz era grave, y con cada palabra la llenaba de ansiedad. Estaba muy cerca de ella, tomando su calor con su mano.

Sentía su boca, navegar su piel y llegar a su cuello, sus manos le abrían el camisón poco a poco, pero solo lo suficiente para dejar ver su hermoso y largo cuello blanco.

―No lo haga...

Albert movió sus manos dentro de su vestido y lo levantó para liberar sus piernas. Era hermosa, y la deseaba con avidez y manía. Pronto avanzó con su boca a uno de sus pechos por encima del camisón, lo succionaba y acariciaba, sus manos aún seguían en sus piernas, abriéndolas para dejarle acceso y hacerla sentir la inmensa pasión que él sentía por ella. La rozaba y la hacía sentir el bulto de su pantalón hasta hacerla temblar.

La respiración se le aceleraba, tenía miedo, pero a la vez, ese extraño sentimiento que no sabía de dónde venía, la hacía querer sentirlo más. Entregarse sin pensar.

―No llegaré más lejos esta vez, ―dijo el Duque tratando de contener su pasión― pero cuando me digas que sí en el altar, esa noche no podrás negarte. Norah…

Norah dejó salir una pequeña lágrima. Tenía miedo, de ese hombre, de ese encierro. Pero… no podía evitar que sentía algo extraño por él. Algo prohibido.

―No llores, mi amor, ―Albert bebió su lágrima y le besó los ojos.

Las palabras parecieron abrir la llave de un río, Norah dejó salir todos los pesares que tenía capturados y no había podido dejar ir. Se sentía humillada, atrapada, avergonzada, cuando lo sintió palpar su piel, no pudo evitar sentir excitación.

Albert la tomó en sus brazos y con un cálido abrazo, acarició su espalda, ella lo abrazó también hasta que pudo dormir después de dejar salir todo el torrente de lágrimas.

Quedó amarrada a su pecho y la lentitud de sus respiros le indicó a Albert que por fin había entrado en un profundo sueño. Tal vez uno que hace tiempo no tenía.

Albert la miró, con la ayuda de la luz de luna, observó su piel blanca y pálida, los círculos oscuros debajo de sus ojos. Si hubiera sabido que la encontraría en ese estado, la hubiera llevado con él a la Capital para terminar los preparativos para la ceremonia.

La consolaría y no la dejaría pensar en el pesar del pasado. La haría sentir el deseo carnal que debían sentir los enamorados, la dejaría exhausta hasta que cayera dormida profundamente sin pensar en nadie más que en él.

Para cuando despertara, ella luciría mucho mejor que nunca.

―Duerme, Norah, ―Albert le besó la frente y suspiró. Solo esperaba que pasaran los días más rápido.

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