Capítulo 3. Un Suspiro

―Te dejaré despedirte de tu madre, después vendrás conmigo a la mansión. Nos casaremos en una semana.

―Esto es demasiado pronto… yo… yo…

―Los preparativos ya están listos. Desde hace dos meses, Norah.

Albert se separó de ella, pero bajó sus labios para besar con gentileza su mano y despedirse. Después abrió la puerta y la cerró al salir sin mirar atrás, dejando a Norah con el corazón palpitando como un tambor de guerra. Fuerte, sin aliento y con ansia y deseo al mismo tiempo. Su mano ardía con el beso dulce y tenue, con la sensación de los labios centelleando en su piel.

Sentía las piernas hechas gelatina y se tuvo que sentar de nuevo para tranquilizar su corazón y respirar profundo. No entendía qué la había hecho dejarse llevar por tan extraña sensación. Nunca había sentido algo parecido.

Todo el tiempo pensó que con ese hombre siempre era lo mismo. Tan altanero, irritante e indiferente. Parecía despreciar a cualquier ser humano que tuviera frente a él, y mucho más a ella, las miradas de desprecio nunca se las ocultaba.

Cerró los ojos por un segundo para dejar que el sentimiento se escapara y después los abrió con su antigua indiferencia. No fue hasta que miró el pedazo de papel que había sellado su vida que recordó la cruda traición de su padre.

La nota seguía abierta en la mesa. Parecía burlarse de ella, y a la vez, era como si le hubiera concedido una oportunidad de obtener algo, que, de otra manera, estaba prohibido para ella.

«Papá, ¿qué has hecho? Me has vendido a ese hombre.»

Por un momento, las lágrimas que amenazaban con caer como cascada no pudieron reprimirse por más tiempo. Sus mejillas se ahogaron en suaves gotas saladas y su dulce voz se colmó de pequeños gemidos.

—¿Norah, cariño?

La voz de su hermosa madre, Julia, de ojos azules y gentil rostro, resonó con un tono de preocupación. Caminaba hacia su hija sin ninguna confianza, tanteando el espacio que aparecía vacío, chocando con los muebles con sus brazos extendidos.

Norah se levantó con rapidez para tomarle las manos y hacerle sentir su calidez.

—¿Qué pasa, cariño? Te he escuchado llorar.

Aún había pequeñas lágrimas rodando por las mejillas de Norah, pero trató de disimular una voz normal.

—No es nada, mamá, todo está bien.

Julia frunció el ceño y trató de guiar sus manos a la tierna cara de su hija, pero Norah la detuvo.

—Mamá, estoy bien, no te preocupes.

Norah miró los ojos vacíos de su madre que aún retenían esa belleza de antes. Sin embargo, la luz de aquellos ojos nobles se había apagado hace cuatro años cuando un terrible fuego arrasó con un ala de la mansión.

La parte derecha de su cuerpo estaba cubierto por horribles cicatrices y heridas de quemaduras, que, aunque nunca lo mencionaba, aún ardían y la tiraban en las noches de dolor. El doctor nunca dejaba de mencionar que había sido un milagro que ella sobreviviera, que perder la vista solo había sido el precio para mantenerse con vida. Ah, pero qué precio.

Desde entonces, todos los problemas de la familia Kobach aparecieron uno tras otro. La afección de su padre hacia su madre cada día se mostraba más tenue que el más transparente de los cristales. La atención y deseo del Duque, ahora, se centraba en lo que el juego, las apuestas y la bebida le dejaban. Crecía en él el ansia incontenible de salir y dejar todo a la suerte, tan fiera como una adicción. No paró hasta que lo perdió todo.

—Mamá, daremos un paseo. ―dijo Norah con la suavidad de su voz― Estaremos bien, no debes preocuparte.

—Norah, ¿qué sucede, querida? ¿Qué quería el Duque?

—Nada, no es nada, no te preocupes, pero unos hombres te llevarán a un lugar seguro, y yo iré a buscarte después, te lo prometo.

Los hermosos ojos azules de Norah se posaron sobre el rostro de su madre por un segundo más, quería recordarla y memorizar su cara antes de que se separaran. No sabría cuánto, pero sabría que sería un largo tiempo antes de que pudiera verla otra vez. Tenía la esperanza de que, por lo menos esa noche, la calidez del abrazo de su madre aún la acompañara.

Sin embargo, no pasaron más de unos minutos desde la partida de ese hombre, que se había convertido en su prometido, cuando los estridentes golpes en la puerta las distrajeron. Norah suspiró.

—Señorita Kobach, mi nombre es Ina Thorne, he venido por parte del Duque Bailler para cuidar a Madame Julia ―la voz era de una mujer mayor que se oía gentil y cordial. Había un toque de delicadeza en cada una de sus palabras que le brindaba algo de confianza a Norah.

—Puede pasar, Señora Thorne, — Norah tomó a su madre del brazo para recibir a la nueva visita.

La Señora Thorne era una mujer mayor, tal vez unos pocos años más que la madre de Norah. Sin embargo, al contrario de todo lo que Norah esperaba, sus ojos eran gentiles y parecía amable y experimentada. Al menos, Norah tendría la seguridad de que su madre estaría en buenas manos y no sufriría en su ausencia.

—¿Norah?— La voz de Julia se escuchaba angustiada y con miedo cuando escuchó la razón de la visita de la señora, sus manos apretaban el brazo de Norah como preguntando qué es lo que ocurría y al mismo tiempo entendiendo todo.

—Está bien, mamá, ella te llevará y cuidará.

—Venga conmigo, Madame Julia, yo la atenderé en lugar de la Señorita Norah. No se preocupe, está en buenas manos, no dejaré que nada malo le pase.

Julia soltó las manos de Norah para hacerla acercarse a ella y rodearla en un tierno abrazo. La calidez de su madre casi la hace rechazar el trato, pero sabía que a esas alturas era imposible.

―Norah, mi pequeña, cuídate mucho, recuerda que te quiero tanto y siempre. 

Norah sintió un fuerte golpe de dolor en su pecho. Quería llorar, dejar salir todo el desconsuelo y frustración en ese momento. Anhelaba volver al pasado donde aún eran felices, sus padres y ella. 

Ahora lo único que le quedaba era besar a su madre en la mejilla antes de que la Señora Thorne se la llevara hacia el carruaje. No había mucho que empacar, y tal vez los hombres del Duque ya habían llevado lo necesario. Solo unos cuantos libros más, algunos recuerdos, últimos vestigios de su familia, de su madre, de su padre, aunque los últimos años apenas si podía asociar ese título a ese hombre. 

—Milady, ¿está lista?

Un caballero con el uniforme y el escudo de la familia del Duque Bailler también la esperaba en la entrada. El carruaje ya estaba listo para llevarla a su nuevo hogar; o tal vez, para llevarla a la jaula de oro que le había preparado su supuesto prometido.

Norah suspiró y solo dio la vuelta un segundo para mirar la casa que la había visto crecer y le había dado tantos momentos de felicidad. Ahora no quedaba nada, todo había desaparecido. No había luz, ni reflejo de la vida anterior. Solo oscuridad y tristeza.

—Sí, vamos.

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