Capítulo 2. Un Seguro

Norah aún tenía planeado vender la propiedad y marcharse con su madre después de pagar a los cobradores, pero ahora ya no veía ninguna esperanza. Todo se derrumbó en un segundo.

—Yo… yo no tenía idea de esta nota. Nos… nos iremos de aquí, no tenemos mucho, así que partiremos hoy mismo―. Sus labios temblaron y sus manos no paraban de estrujar el papel. No quería derramar lágrimas, no frente a ese hombre, pero le era difícil. Por primera vez en su vida, sintió el miedo sacudirle la espina y llenar sus pulmones.

—Sigues siendo tan orgullosa, Norah, aun cuando ya no tienes nada… —Albert suspiró y se reclinó en el sofá como el dueño del lugar, por fin regresando a su trono— El terreno está rodeado, si no fuera por mis hombres que lo vigilan y protegen, tú y tu madre ya serían esclavas en algún burdel. Deberías estar agradecida conmigo.

Albert la miró de nuevo con una ceja levantada y una mueca de burla. Norah sintió cómo el color se iba de sus mejillas, al igual que toda ilusión y plan para el futuro. No podía sentir su respiración, dolía el aire que entraba en su pecho. 

—¿Qué es lo que quiere?— Sus hermosos ojos azules ya no enfocaban, y su voz era cada vez más suave, casi como un suspiro. —¿Por qué hace esto?

Él soltó una pequeña risa como si responder a esa pregunta fuera inútil.

 —Solo debes saber que esto es solo un trato para mí.

―¿A qué se refiere? No necesita casarse conmigo, ya tiene lo que quiere. Yo solo soy un estorbo.

―Señorita Kobach… —él se levantó despacio mientras se arreglaba la chaqueta. Después caminó hacia ella haciendo que cada paso fuera un palpitar para el corazón de Norah. Se detuvo ante ella y se inclinó tomándola por la barbilla. ―Dicen que es usted la mujer más hermosa de todo el reino de Pearce y quizá de todo el mundo.

Los ojos grises la inspeccionaron. Sus dedos le acariciaron la suave piel de sus mejillas y llegando a su cuello. El tenue vestido grisáceo en su cuerpo apenas si ocultaba la espléndida figura de la mujer frente a él. Tenía el deseo de verla sin ropa alguna, para evaluar si el tesoro que todos codiciaban realmente era tan inmaculado y puro.

―No me toque―. Ella espetó y trató de zafarse de sus manos. Pero él se movió adelante y la levantó de un jalón por la cintura hasta empujarla a su pecho.

Las dos miradas se encontraron de nuevo, sin embargo, la indiferencia se había agotado, ahora sorpresa y confusión se unía a entretenimiento y satisfacción. Albert sentía un gran placer en hacerla mirarlo con miedo, algo muy diferente a la altanería y rechazo a la que estaba acostumbrado de ella.

―Ya no tienes elección, Norah. Tú y tu madre están en mis manos.

   Norah sabía que no había más que discutir, ni siquiera una pregunta más que considerar. Si no seguía a ese hombre, la vida de su madre estaría en juego. No importaba si la vida ella pendía de un hilo, pero no podía dejar que su madre sufriera.

Mordió su labio y trató de mirar a otro lado, se sentía tan humillada. Pero él no dejó que desviara la mirada. La tomó por la barbilla al mismo tiempo que la mano en su cintura la apretaba más hacia él.

Después bajó sus labios y la besó en la frente. Norah se paralizó, la suavidad y gentileza de ese hombre era tan ajena a lo que conocía de él.

Su gran estatura y su porte noble, era a la vez misterioso y a la vez atractivo. En muchas ocasiones las jóvenes señoritas lo seguían simplemente para verlo y estudiar su figura. La cara esculpida con las más bellas facciones, el cabello negro, corto y peinado hacia atrás, y ese cuerpo fornido y alto que dejaban ver los bellos músculos de su pecho, incluso a través de su ropa. Seductor en todo sentido, misterioso y feroz, pero refinado y frío al mismo tiempo.

Pero el hombre, era tan inexpresivo que no parecía tener interés en ninguna mujer por atrevida que se mostrara ante él. Sus ojos fríos solo dejaban brotar un peligro cruel cada vez que cruzaba mirada con alguien. Sin embargo, era bien sabido que, quién se ganará esos ojos, obtendría una pasión salvaje, casi abrumadora del deseo de ese hombre. Valía la pena arriesgarse a cruzar miradas con el Duque.

―Norah… ―la hizo arquear su espina para hacerse paso hacia su cuello, pálido, suave, casi como un bombón dulce. Sus labios llegaron lentamente a la abertura del escote que apenas si ocultaba su bello pecho. Tan blando y delicado, la calidez detrás de esa tela lo tentaba a arrebatarle el vestido y tomarla justo ahí. Ella no tendría opción más que obedecerle, someterse ante él y abrirse completamente. La añoraba. 

—No… no… espera… ―Norah sintió el peligro caminar por su piel. Lo trató de empujar, pero el calor se volvió remolino cuando el hombre la tomó de la cintura y más abajo para apretarla a su cuerpo.

―No te resistas, sabes que no tienes opción.

―No tiene que hacer esto…

Los ojos del hombre se levantaron de su fina inspección hasta llegar a la cara de Norah. El enrojecimiento y la desesperación se confundían con el miedo y la palidez de su rostro. Unas pequeñas lagrimitas bordeaban esos ojos azules, que no dejaban de parpadear mientras la respiración apresurada la hacía levantar el pecho tentándolo aún más. Albert solo tragaba saliva y trataba de controlarse. La tentación de tomarla ahí, de arrebatarle el vestido y sumergirse en esa piel, era tan abrumadora que casi le traga la razón. Sabía muy bien que ahora ella estaba indefensa, sin medios para combatirle, y aunque ella lo rechazara… él podría forzarla.

―Yo aceptaré la propuesta, pero… ―La tenue respuesta lo hizo entrecerrar los ojos con un poco de alegría, aunque trató de congelarla en su mirada. 

―¿Quieres ponerme condiciones, Norah? ¿Aun en estas circunstancias?

―Yo… yo no me iré sin mi madre.

Albert sonrió y la separó de él mientras le arreglaba el frente del vestido que había bajado ligeramente para besarle los hombros. Un poco más y la habría descubierto por completo, entonces ya no necesitaría su permiso para casarse; ella sería de él. Le arrebataría su pureza y se haría responsable.

—Mis hombres la escoltarán a mi mansión del sur.

—¿Por qué? Ella debe estar conmigo… no puede estar separada de mí.

Albert se detuvo un segundo y suspiró. —Considéralo mi único seguro. No puedo dejar que mi prometida se escape el día de la boda, ¿no lo crees, Norah?

Esas palabras la hicieron morderse el labio. Pero Norah sabía muy bien qué significaban esas palabras, una advertencia, quizá, una amenaza, muy probable. Si ella planeaba o intentaba escapar, su madre sufriría las consecuencias.

Albert la miró palidecer de nuevo y la estrujó en sus brazos mientras acariciaba su espalda. ―Si te comportas como es debido, no tendrás nada que temer.

―Es usted un monstruo.

El suave murmullo lo hizo reír.

―Tal vez lo sea, mi amor, pero este monstruo ha capturado a una bella esposa para él.   

Entonces, la miró mientras ella apretaba los labios con furia contenida. ―No hagas eso, mi dulce esposa, no quiero que la mercancía quede marcada antes de la boda.

Le acarició los labios con delicadeza. Suaves, tersos, llamándolo a un beso. Sus ojos chocaron con los de ella de nuevo, se miraron y se sorprendieron al verse. Había oculto algo en sus pupilas, algo que se mostraba sin el disfraz de indiferencia y odio que se tenían las familias. Era un anhelo, un deseo incontrolable y oculto que habían olvidado, pero seguía vivo en su interior.

Se quedaron así, sin moverse, solo respirando el aire del otro, hasta que el Duque se movió hacia ella, hacia su boca, pero no pudo saborear su tierna piel cuando el sonido de la puerta hizo eco en la habitación.

―Señor, los carruajes ya están preparados. 

Albert miró a Norah sonrojarse después de haberse perdido en la cercanía, y sonrió con placer.

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