Secreto

Se secó las lágrimas de un tirón, con la manga derecha de su abrigo de dormir.

—Esto es estúpido —se ahogó los propios insultos y exclamaciones dañinas de odio puro hacia Enzo, prometiéndose mentalmente no volver a dejar que él le pusiera las manos encima—. Que se folle a una rata si eso le complace más.

Aunque no estaba tan segura de que eso realmente llegara a pasar.

Pasó su lengua por el lóbulo de la oreja de la pelinegra y ambos suspiraron. Todo era tan diferente, tan fino e incluso, se atrevía a decir, mucho menos cansado. Hacer el amor con Saira era transportarse, eran tener sensaciones muy contrarias a las que podrían haber sentido con otras mujeres. En determinado caso, cuando estaba con su novia, se sintió tranquilo, la verdad es que se quedó satisfecho, pero con las fuerzas suficientes para jalar un tráiler quince segundos después de haber estado con ella.

Saira movía las caderas, las manos y absolutamente toda su anatomía como si lo estaba calculando. Ella era tan elegante y delicada que incluso sus suspiros ahogados de placer se confundían con el soplar pausado del viento en la noche o en el día —dependiendo del clima, incluso, porque cuando llovía apenas sabía que tenía entre sus brazos—. Pasaba las manos por su cuerpo como si tocara algo excesivamente delicado e incluso sus embestidas lo eran. No desarrollaba que desarrollaba toda su potencia, porque para follar con Saira se necesita estilo.

Con Saira estaba tan concentrado de las cosas a su alrededor que muy difícilmente se podía distraer con ella. Estaba atento a todo y su cerebro incluso pensaba en cosas como el trabajo y los problemas. Nunca podría confundir nada cuando estaba con Saira. Todo estaba bajo control absoluto, así como ella. Y era tan estúpidamente diferente a hacerlo con Emma.

Porque si lo pensaba así, detestaba sentirse perdido en las sensaciones que podía experimentar junto a Emma y justo eso los había llevado al infierno hacía cinco años. Esa mujer lograba descolocarlo sólo con una mirada. Y sí, adoraba sentirse así de estúpido teniendo a la azabache entre sus brazos, porque desde la primera vez que la probó supo que siempre sería suya.

Aunque ya no estaba tan seguro.

Qué contradictorio.

—Enzo… —pronunció Saira, con un suspiro tan controlado que pareció de película.

No quería pensar en Emma. No deseaba empezar a recordarla en los viejos tiempos porque era verdad lo que le había dicho: la deseaba con la misma intensidad dañina de siempre. Y ahora estaba su nueva mujer, con la que se supone, había decidido compartir su vida. Salió de Saira, colocándose a su lado para acompasar la respiración —no por el hecho de que fuera tan metódica era menos placentera— y suspiró, mordiéndose el labio en un reflejo impuro de desesperación. No era sano lo que andaba por su mente, no era lo que realmente debería estar pensando, pero es que le era inevitable. Emma era la mujer que lo volvía loco con un esfuerzo casi nulo, ella era diferente, era obstinada, apasionada, loca…

Cuando estaba con ella —cinco años atrás— sintió muchas cosas, mirarla le gustaba, se sintió extasiado, le encantaba ayudarla en cualquier sentido y protegerla de cualquier cosa, excepto de él y su deseo enfermizo. No, él le hacía daño a su hermana, después de todo.

¿Aceptar de una vez por todas que su vida ya estaba hecha junto a la mujer que estaba a su lado en esos momentos? ¿Dejar ir el capricho más grande de su vida cuando sabía que no podía vivir sin ella? Alex, infeliz. Si él no hubiera aparecido en la vida de Emma, él no habría tenido que obligar a cumplir con su palabra de arriesgarse a vivir con Saira tan pronto para provocarle celos a Emma y quedar bien con Stanford.

—Todavía no entiendo tu afán de traerme a vivir contigo —comentó recelosa, enredando sus dedos fríos y pálidos en el collar de Enzo, preguntándose internamente por qué su novio se aferraría tanto a él.

Ortega permaneció con el ceño fruncido, siempre tan serio. Por supuesto que de ninguna manera tenía la más mínima intención de decirle a su mujer. Bien, no iba a decirle que su decisión resultó de un momento de celos, ira y miedo incontrolables que su bonita hermana le había causado al decir que le gustaba su estúpido jefe que era, para colmo, primo de Saira.

Mucho menos.

—No quiero que sigas sola. Es todo —se ahorró decirle un montón de cursilerías, a la final.

La chica asintió, recogiéndose un poco más contra el cuerpo masculino. No le gustó para nada la respuesta, pero bien sabía que no valía la pena insistir con Enzo. Se había puesto tan extraño desde que había regresado y eso la molestaba, sin embargo, suponía que se debía a cosas del trabajo. Y ella, además, estaba tramitando su nuevo proyecto gracias a Alex. Entendía que había mucho estrés de por medio.

—Es un « Kotodama» —murmuró extasiada, más por el atractivo de su hombre, que por la rareza de la joya, después de aceptar en pensamientos que estaba desconfiando sin fundamentos—. ¿Eh? —Abrió los ojos con desmesura repentinamente, casi asustada por la acción reciente.

—Me lo dio mi hermana —aflojó un poco la rudeza de su agarre, percatándose de su falta de tacto. Que Saira lo perdonara, pero estaba demasiado estresado por ella misma, su hermana y su trabajo—. No lo toques.

Bajó la mirada, avergonzada y quitó la mano del torso de Enzo. Escondió la mirada bajo el flequillo y giró la cara, despegándose lo suficiente de su pareja como para que se diera cuenta de que quería que se levantase de la cama. Estaba amaneciendo y el sol comenzaba a verso pálido por el cielo azul oscuro: las seis de la mañana, probablemente. Saira suspiró, afligida, cuando sintió cómo el colchón se estabilizaba sin el peso de Enzo. No lo miró. No iba a rebajarse.

Se había pasado de estúpido y no era la primera vez. No es que Enzo la maltratara físicamente o la insultara, pero desde que lo conoció supo que había algo extraño en él, sin embargo, no tenía realmente ninguna queja de él. Era educado, tranquilo, complaciente y la trataba como una reina incluso en el sexo.

En ese momento, sus pensamientos iniciales volvieron a asaltarla: Enzo estaba enamorado de alguien más, o por lo menos, estaba follándose a alguna zorra. Por Dios, ella era una mujer y una mujer inteligente como ella, se daba cuenta de esas cosas. Los hombres solían ser demasiado obvios. Enzo la estaba hiriendo.

Necesitaba hablar con Emma, desahogarse. O con Alba, pero necesita a su futura cuñada. Emma se había convertido en su confidente, confiaba en ella a ojos cerrados, metía las manos al fuego por Emma. Ella era una mujer hermosa, íntegra, sencilla y una excelente persona, amigable y trabajadora. Emma era todo lo que cualquier hombre deseara tener y era por eso que entendía el afán de Enzo por protegerla o celarla con algún pretendiente: su hermana era una mujer excepcional y aunque pareciera mentira, la admiraba.

Pero Enzo le estaba poniendo los cuernos con sabría Dios qué imbécil esquinera. Juraba que cuando lo descubriera, le dejaría a Enzo las cosas bien claras ya ella… a esa mujer le quedaría claro quién era Saira Anderson.

—¿Ya vas a salir? —No lo miró ni un solo segundo. El día ya estaba en vigencia y nunca se dio cuenta en qué momento Enzo tomó una ducha y se vistió elegante para sus labores.

—Es tarde —miró su reloj, confirmando la hora: 06: 34 am—. Quiero pasar a tomar algo por la casa.

Ya supo Saira que cuando hablaba de «casa» se refería a la de sus padres.

—¿Quieres que llame a Álvaro o a Julia para avisarles que vas? —Esta vez, un brillo de malicia pasó por sus orbes chocolates oscuras, tan oscuras como los celos y la desconfianza que comenzaban a acrecentarse y perturbar su paz y parsimonia natural.

—No es necesario. Estaré allí, si piensas que te estoy mintiendo — Enzo se ahorró el suspiro cansado: qué demonios estabas pensando Saira. Llevaban algunos años siendo novios, pero juntos nunca han experimentado la aventura de vivir y no estaba seguro, pero ella empezaba a comportarse extraña, además de celosa. Solo llevaban una semana de convivencia, pero esos detallitos parecían a destruir sutilmente su relación.

—Solo espero que esto funcione —agachó la mirada, leyéndole la mente.

Enzo se conmovió, no esperaba herirla de esa manera. Ya se lo decía Emma: era un imbécil. Caminó hasta su mujer y la tomó del mentón, plantándole un beso casto en los labios, tan delicado como siempre, sin alterar una sola efímera fracción de hormona en su ser.

—Yo también, Saira. Créeme. —No mentía, en serio quería que eso funcionara. Ella asintió, soltando el agarre del mentón con un movimiento seco.

«Tengo que convencerme de que Emma nunca será para mí»

Enzo no le sacó la vista mientras pensaba eso y salió del departamento, dejando una desolada Saira en la cama, que no supo si llorar a empezar a arreglarse para salir a su trabajo.

—La culpa no es mía, Arthur. —Archivó los documentos mientras se cercioraba de que su trabajo fue el correcto.

—Enzo, realmente eres un imbécil —tecleando el informe contable— ¿sabes cómo está de cabreada contigo, Emma? —Profirió el joven—. Me decepcionas, en serio, Enzo, no creí que te atrevieras a tanto —quiso intercambiar su idioma natal por un inglés cargado, saliendo de la rutina. Ya no sabía en qué idioma hablarle.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Aplaudir?

No fue una promesa que llevarías a vivir contigo a Saira y ahora las tienes heridas a ambas. —Le recordó, firmando los documentos que acababa de imprimir.

—Juro que si ese maldito de Alex sigue seduciendo a…

—Ojalá y Saira te pusiera los cuernos y Emma de verdad se consiguiera un amante.

—¡Nunca! —Lo fulminó con la mirada. Pensar esas posibilidades lo enfermaba. Quería mucho a Saira, sí, pero, sobre todo, Emma era suya y aunque le costara los huevos, no iba a renunciar a ella.

O tal vez sí…

—Voy a almorzar. —Anunció White, levantándose al fin. Su amigo tenía muchas cosas en qué pensar.

—Al rato te alcanzo.

—La verdad… —Arthur se sonrojó, olvidándose de los problemas de Ortega para concentrarse en su felicidad.

—¿Por qué pones esa cara de imbécil? —Enzo casi soltó una carcajada cuando vio la cara de enamorado idiota que traía su amigo. A veces lo envidiaba—. ¿No me digas que aún pretendes a Alba después de su reciente ruptura?

Arthur entrecerró los ojos… No se había vuelto de Inglaterra por él. El muy cabrón sabía que estaba enamoradísimo de Alba, en realidad, le atraía desde la escuela. Y que era un pervertidísimo, también.

—¿Y por qué crees que me vine con ustedes, grandísimo estúpido?

Enzo soltó una carcajada, por el remedo de insulto que le acababa de decir su amigo. Además, estaba muy sonrojado como para ponerse más serio, porque generalmente era un pervertido muy alegre.

—¿Qué dados, pervertido de m****a? —Prosiguió Enzo, gustoso—. Si te la pasas pidiéndole hijos a todas las mujeres bonitas que conoces.

—Mucho cuidado, tonto —Arthur casi saltó. No recordaba haber hecho eso los últimos dos años. La forma de broma que dijo cuando conoció a Saira no contaba.

—No lo niegues, que cuando Alba te descubrió, casi te quedas sin hijos —rio divertido, olvidándose un poco de todos los problemas—. Te hizo un tremendo chichón en la cabeza muy placentero, eh.

—Oh, cállate, idiota. —Arregló su portafolio, negando con la cabeza.

—Ve, ven con Alba. —Quiso evitar la sonrisa que se le asomaba instintivamente, de nuevo.

—Al rato te veo.

Oh, sí, Arthur tenía un gran trabajo para seducir a Alba nuevamente. No era una mujer fácil.

—Me encantaría que me siguieras contando, Saira, pero en este momento tu primo me está llamando —miró para su jefe, que la observaba con los ojos brillantes.

Del otro lado de línea, Anderson se sintió mal. Estaba en la hora del almuerzo, así que era el único momento en que podía hablar con Emma, pero sabía lo que Alex sintió por su futura cuñada y conociendo a su primo, entendía lo persistente que era. Bufó.

—Nos vemos el fin de semana, Emma. —Y la aludida concordó feliz. Cerró la llamada.

Le había dolido en lo más hondo enterarse que su hermano se había ido a vivir definitivamente con Saira, cosa que le afectaba bastante, incluso en el terreno profesional, aunque intentaba que eso no interfiriese, sus sentimientos por Enzo eran mucho, mucho más fuertes y aún no podía sacárselo de la mente.

Observó la mirada lasciva de su jefe escudriñarla de pies a cabeza, nublándose de a poco con el deseo y la locura. Tragó fuerte. Le gustaba Alex, sí, pero no deseaba que él le calentara la cama. Enzo, de hecho, era el único ser en el mundo que había profanado su cuerpo.

No era algo de lo que se sintiera demasiado orgullosa, después de todo. Diablos, qué les diría a sus hijos algún día.

—¿Almorzamos, Emma? —Le extendió la mano, sintiéndose casi nervioso. Esa mujer le fascinaba.

—Tengo trabajo…

—Lo puedes dejar para después. —Era una orden y no una invitación con opción a poder ser rechazada, dedujo Emma. Se forzó a sonreír, con el miedo desbordándole por los poros.

—Sí, claro.

Estaba pisando terrenos peligrosos.

—¡Todo ha sido tu culpa, Álvaro!

Agradecían al cielo que su templo estaba lo suficientemente alejado de los vecinos como para que no presenciaran esa caliente y delicada discusión. Julia gritaba desde un extremo de sala con las lágrimas evidentes por su rostro, de ira, de miedo, de culpa…

—¡No digas tonterías, mujer! ¡Cállate! —Reclamó Ortega, tratando de no perder un poco más la paciencia.

Ese día, Enzo había pasado a desayunar con ellos, muy temprano por la mañana. Tuvieron una conversación furtiva y caliente, con confesiones y juicios de valor subjetivos que, a la realidad, dejaban mucho qué desear. Y sí, a la final de todo, Enzo había parafraseado que aún deseaba a Emma como mujer y aunque nunca ellos se lo hubieran confesado, no eran tontos: ellos tenían follado. A Julia, como madre, le dolía que en su familia se diera ese fenómeno tan pecaminoso llamado «incesto» y todo era culpa de sus malditos errores de antaño. Si tenía que culpar a alguien, culpaba a su marido.

—La muerte de Sebastian y de…

—¡Una muerte totalmente justificada —irrumpió con vehemencia, mirándola iracundo— por celos estúpidos! Era Johana …

—¡No eran celos y lo sabes, Álvaro! ¡Fue un momento de vida o muerte! ¡Ella iba a matarme y yo estaba embarazada de Emma!

Se tragó cualquier otra declaración.

A su haber tenido dos asesinatos en defensa propia que quedaron enterrados en una noche tormentosa de la que ellos nunca podrían escapar. Ni siquiera veinticuatro años después.

—Que Enzo nunca se entere de que Emma… solo es su media hermana.

Continuará…

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