Mi misterio caballero inglés

Rebecca 

Era oficial: no había nada peor que ser de mediana edad, estar en la ruina y sin trabajo en Londres. 

Lo que primero me había parecido una aventura fantástica, ahora me resultaba una locura sin pies ni cabeza. 

Londres era maravilloso y amaba cada detalle de su pintoresca cultura. Desde que bajamos del avión todo fue mágico, la zona portuaria, los museos gratuitos, la zona moderna. Habíamos recorrido la ciudad en un autobús de dos pisos e ido a West end, admirado el Big Ben, disfrutado del Tamesis y visitado el Hyde Park. Había logrado sortear las diferencias básicas en el idioma y estaba logrando adaptarme a su clima que era un tanto cambiante. 

Nuestro primer problema se presento cuando mi madre puso el grito en el cielo al saber que me mudaría a miles de kilómetros y por lo tanto no podría controlar cada una de mis decisiones. Molestar a mi madre estaba bastante bien y  contribuyó a mi decisión final, el problema fue que se negó a realizarme un préstamo y tal como había previsto mis ahorros no eran suficientes para esa gran odisea. Obtuve todos los créditos que pude, sumergiéndome en una montaña de deudas de todos los tipos y colores para comenzar nuestra loca aventura dando gracias que no vivía en una novela de Dickens. 

Los títulos que había conseguido en la universidad podrían estar impresos en papel de baño, porque hasta ahora no habían servido para nada. Era como cualquier otra chica que se había  trasladado aquí después de licenciarse en la escuela de Derecho, llena de esperanzas y sueños aunque pobre y desempleada. Nuestro primer desafío ya en la ciudad fue que los alquileres eran terriblemente altos por lo que en lugar de rentar un lindo apartamento en Ladbroke Grove terminamos viviendo en un estudio en Peckhand a cuarenta y cinco minutos en metro del Central London. 

Los padres de Popys no tomaron exactamente bien qué su hija no volviese al hogar familiar como habían dispuesto, por lo que le bloquearon las cuentas de inmediato. Olivia que había vuelto antes de su luna de miel nos ayudaba en cuanto podía, aún así no era suficiente, por lo que nos encontramos de buenas a primeras buscando un empleo de forma desesperada, cualquier empleo para ser exactos. 

Me quedaba la friolera suma de  cuatrocientos cincuenta dólares y cuarenta y ocho centavos en la cuenta. Cada día suponía una lucha para llegar al siguiente, y sabía que si no conseguía un trabajo pronto, nos quedaríamos sin  hogar.

Aunque había logrado concentrar cuatro o cinco entrevistas por semana, nunca llamaban o simplemente me enviaban rechazos por correo electrónico. Tener que hacerce cargo del pago de los exámenes era la principal objeción. 

Sin embargo ese día tenía un buen presentimiento. En el fondo de mi corazón sentía que iba a ser un buen día. Era un día despejado y el sol brillaba fuerte a esa hora de la mañana.

Tenía 35 libras en mi pase para el metro y tenía cita a las 9:30 a.m. para una entrevista en Wentworth, la firma donde trabajaba Harvey. Debía causar una gran primera impresión y eso incluía llegar media hora antes, por lo que me había levantado a las seis de la mañana para prepararme perfectamente. Mi madre siempre decía que si estabas al final de la fila nunca podrías llegar al frente. 

El día anterior había movido las  tres cajas de cosas de mi antiguo apartamento que había recogido el día antes de volar a Londres, más las dos maletas que había traído conmigo. Tres cajas que contenían toda mi ropa, libros, recuerdos y joyas. No tenía muebles. No tenía ni siquiera un jarrón para colocar flores en el caso de que alguien me regalara. Era como una niña grande que dependía de su madre. 

Durante años me había deleitado en mi falta de cosas, la realidad es que nunca tenía tiempo para ir a elegir la decoración de el lugar donde viviría, siempre se encargaba mamá y durante mucho tiempo pensé que era genial no estar atada a posesiones materiales, pero ver las tres cajas en la parte trasera del Uber que nos llevó al aeropuerto y la falta de personas despidiéndose me hizo sentir patética y solitaria. Tenía veintiocho años y no tenía nada. 

Pero ese día me iba a resistir a sentirme patética. Hoy era una ganadora que presionaba hasta obtener resultados. 

En las tres últimas semanas  había solicitado más de veinte empleos, y todas las noches, entre lágrimas y un tazón de sopa porque tampoco se me daba cocinar, seguía haciendo búsquedas en Internet para averiguar si era posible demandar a la universidad por no proporcionar herramientas útiles a la hora de encontrar trabajo. Cuando me gradué tenía un puesto asegurado en la firma de mi ex suegro y no había necesitado la determinación que debía mostrar en ese momento. 

Había estado a punto de volver a casa, con mi madre, pero mi orgullo no me lo había permitido. Había resistido ante todo pronóstico para rendirme ahora, y sabía que alguien acabaría contratándome.

«La primera impresión es la que cuenta, y si estás al final de la fila nunca lograrás llegar adelante, Rebecca. Te aseguro que hoy vas a conseguir ese trabajo», murmuré para mis adentros mientras me recogía el pelo en una cola de caballo. Eso en mi ciudad hubiese sido un delito de estilo, pero no estaba segura como verme formal en Londres. Me miré en el espejo por última vez, asegurándome de que el vestido color negro con cierre metalizado se me ajustaba a la perfección y parecía recién llegado de la tintorería. Quizás era un tanto sexy, sin embargo ya no tenía tiempo de planchar otro. Mi madre hubiera dado alaridos al verme, pero ella no estaba allí y yo podía hacer lo que se me antojara por primera vez en mi vida. Tomé el bolso y crucé el pasillo hasta las escaleras corriendo. 

—¿Estás ahí, Americana? —Se oyó una voz ronca al otro lado de la puerta mientras bajaba por las  escalera —. ¿Estás evitándome? ¿Sabes que hoy es día de renta? —Preguntó aún con la puerta cerrada al escuchar el repiqueteo de mis zapatos.

Nuestro casero tenía el peculiar don de adivinar quien salía de su apartamento solo por escucharlo caminar. Lo que era molesto y muy inconveniente cuando no tenías su dinero. 

Era día de paga, por lo que debería ir a sacar lo que me quedaba de un cajero antes de regresar. Luego tendríamos un mes para pensar que hacer. 

No respondí, seguí bajando lo más rápido que pude y eché a correr hacia la estación de metro más cercana en el momento en que puse los pies en la acera. Bajé los escalones del metro y me salté el torno justo a tiempo de tomar el tren que me llevaría directamente hasta la estación de Liverpool Street en el corazón del distrito financiero. 

Me agarré a una barandilla, y cerré los ojos cuando el tren se precipitó hacia adelante. Respiré hondo y repasé las líneas que había estado ensayando durante las últimas horas. Era bastante obsesiva cuando se trataba de ajustar detalles. 

«Quiero trabajar en Wentworth  y asociados porque creo que seré un gran activo para la firma. Soy una gran investigadora, y una feroz litigante, se que esperan de un asociado que muestre  avances ilimitados y que consiga verdaderos resultados y si me dan una oportunidad, puedo prometerles que yo soy la persona que necesitan, que no se arrepentirán. Por favor, solo denme una oportunidad… Presionar hasta que duela, hasta que duela…Eres una ganadora, para esto tu madre aprendió a contar cartas». 

Murmure entre dientes. 

—Próxima parada, WhiteChapel  —dijo el altavoz del tren, haciéndome volver a la realidad.

No lo había notado hasta entonces, pero de pronto sentí un cosquilleo que recorría mi espina dorsal…, esa certeza de que alguien te está mirando con esa mirada que se arremolina en tu pecho. Levanté la cabeza y me encontré con la mirada de un hombre de cabello castaño, ojos grises y labios gruesos.

Su mirada era más intensa de lo que podía soportar sin sonrojarme, me recorría una corriente eléctrica que me impedía que me llegara aire a los pulmones. Respiré hondo y él dibujo una sonrisa levantando levemente la comisura de sus labios sabiendo que me ponía nerviosa. Nunca había visto un hombre como ese. Gregor era mono y bastante atractivo, pero este era definitivamente de otra liga. Estaba segura de que era un 9.7. 

Miré hacia otro lado nerviosa, seguramente me había visto hablar sola, que vergüenza. Estaba demasiado cerca de mi. Estaba parado a sólo unos pocos centímetros. Nuestras rodillas casi se tocaban y aún podía sentir su mirada clavada en mí sin ningún tipo de disimulo. Era tan atractivo que sentí un cosquilleo más allá de mi vientre que me hizo olvidar por un momento hacia donde iba y que era lo que iba a hacer. Me atreví a mirarlo nuevamente. Allí estaban sus ojos grises que me observaban intensamente rodeados de unas gruesas pestañas, el cabello castaño peinado con rigor con un corte de quinientos dólares. Enseguida notó que lo observaba y me regaló una sonrisa perfecta que mostraba todos sus blancos dientes… y yo solo pude devolverle una tímida sonrisa. 

Sentí que me sonrojaba, algo que nunca me pasaba. El miró hacia el fondo del vagón que iba repleto y yo me pude recrear en esa mandíbula masculina, perfectamente afeitada. Tenía las piernas largas e iba vestido con un costoso traje, la elegante camisa blanca se ajustaba demencialmente a su abdomen. Me mordí el labio, había estado comprometida durante tanto tiempo que nunca había imaginado que un hombre pudiese verse tan sexy al punto de provocarme cosquillas bajo el vestido y me pregunté cuanto me había perdido. Tragué saliva y me aventuré un poco más abajo, allí estaba su hipermasculino contenido prieto bajo la fina tela de sus pantalones. Suspiré profundamente abriendo un poco los ojos. Santa madre, me quedé sin aliento.  

Escuché una risa contenida que me asustó y levante de inmediato la vista hacia su cara. El calor por mis mejillas se extendió por el resto de mi cuerpo. Sabía perfectamente que estaba mirando descaradamente su paquete y deseé que me tragara la tierra. Eso lograba un noviazgo poco satisfactorio. 

El hombre se acercó aun más para sostenerse de la baranda que estaba a mi lado esperando el cimbronazo final antes de detenerse y mi cara casi terminó  conveniente sobre su pecho. Era alto, muy alto, me gustaban mucho los hombres así, me podría estirar para besarlo y rozarlo con la excusa de que necesitaba colgarme de él. No era necesario decir donde quería rozar. Parecía de esos hombres expertos foll@dores. Esos que uno cree que son solo una leyenda urbana. 


Nunca había estado tan cerca de un hombre tan sexy, en realidad nunca había estado con otro hombre además de mi ex. 

«Argg, que perdida de tiempo, ahora lo veía». 

El tren dio un frenazo y terminé con mi nariz pegada a su cuerpo sintiendo su delicioso perfume. Olía a gel y sexo. Gregor siempre usaba colonia, pero yo prefería el gel. 

Mientras me enderezaba, mi cabeza rozó bíceps puede sentir como se tensaba el cuerpo  del extraño delicioso, levanté la vista y él me miró. 

  —Lo siento —dije y sonreí como una boba. 

Me observó fijamente, sin pestañear, y yo no podía apartar la mirada de su perfecto rostro, así que le devolví la mirada con igual intensidad.

Era casi como si estuviera tratando de comunicarse conmigo sin palabras, pero ¿qué trataba  de decirme? 

¿Puedo rozar tus labios? Amigo, no tienes que preguntar. ¿Sería un beso casto?...Esperaba que no. 

¿Estás ocupada? Podríamos hacer una parada en casa...

Soy fantástico en la cama, ¿te interesa averguarlo? 

Si, sí, y sí. El trabajo de campo era sin duda mi favorito. 

Lamentablemente iba a una entrevista prometedora que podía salvar mi trasero y el de mi amiga de la indigencia. 

Parpadeó varias veces seguidas como si lo hubieran sacado de un trance, frunció ligeramente el ceño y luego volvió a mirar al fondo del vagón. Seguí mirándolo. Necesitaba recordarlo durante el resto del día e inspirarme por la noche. 

Incluso sin esa mandíbula y esos ojos penetrantes, sería atractivo. Su espeso cabello castaño que me provocaba hundir mis dedos, los anchos hombros y el costoso traje, todo en él encajaba perfectamente. Su piel estaba bronceada y suave. Tuve que hacer un gran esfuerzo no estirar la mano para ver si se deslizaba contra la mía de la manera que imaginaba que lo haría como un gato cachondo.

Sus manos eran grandes y ya sabemos lo que dicen de las manos grandes. 

Finalmente, las puertas se abrieron en la parada de WhiteChapel y una masa de cuerpos comenzó a moverse para poder salir lo más deprisa que los personas que estaban cercanos a las entradas lo permitían. Me moví para estar más cerca de mi hombre de fantasía y deseé que no bajará aún, mi pie estaba entre sus piernas y miré su pecho. Habíamos estado cerca antes, pero ahora la manga de su brazo estaba rozando mi mano y si inhalaba profundamente, olía el  cuero y la madera, definitivamente no era colonia, eso lo hacía aún más deseable. Tal vez un gel de baño cuidadosamente elegido. Las puertas emitieron un pitido agresivo y Si no se hubiera movido al mismo tiempo, estaría contra su pecho nuevamente. 

Nos ajustamos y el tren aceleró, mientras su pecho se movía rítmicamente sin dejar de subir y bajar en un ritmo casi hipnótico. Si mi fantasía  se daba cuenta de que lo estaba mirando, no dijo nada e incluso si lo hubiera hecho, no estaba segura de haber podido detenerme. Pero algo en el fondo de mi, me decía que lo estaba disfrutando, incluso me ofrecía alguna sonrisa fugaz de vez en cuando. 

Entonces, De la nada, el tren se detuvo con un chirrido y mis manos volaron hacia arriba para evitar caer. Por suerte para mí, se conectaron con el pecho ancho y duro de mi extraño de ojos grises. Por un segundo me quedé paralizada, incapaz de moverme o tal vez no deseaba  moverme, luego me agarró la parte superior de los brazos y me levantó con delicadeza. 

—¿Te hiciste daño? —preguntó el blanco de mis fantasías matutinas. La voz por supuesto acompañaba su estampa. 

Su acento británico me envolvió como seda mientras quitaba con gran pesar las manos de su pecho. 

—No, estoy bien. Disculpa —Dije avergonzada. 

Quería colapsar de nuevo, que el tren sufriera un choque contra un iceberg solo para sentir su fuertes brazos sobre mi cuerpo. Eso fue todo. Me sentía una idiota por perderme en su olor, su mirada, su voz, su toque me confundía y no había repasado lo que diría en mi entrevista, no estaba segura de recordar ni siquiera la dirección. Él exudaba fuerza, de mente, de cuerpo, de carácter. 

—Disculpada —sonrió —Siento no haberte advertido, no estoy acostumbrado al tren, supongo. Hacía mucho tiempo que no viajaba y había olvidado lo terrible que puede ser, decidí viajar a ver un cliente pro bono y no quitarle tiempo. Él viajaba a su trabajo—. Lo miré embelesada. Era abogado. —Mantén las piernas un poco más separadas. Así podrás mantener mejor equilibrio —. Me consejo y deseé que fuese doble sentido. 

¿Me acababa de pedir que abriera las piernas? Aunque presentía que no pretendía que las abriese de la forma que yo quería. Esa abstinencia me estaba matando. 

 Sonreí y asentí. 

Inhaló, expandiendo su ancho pecho y sacó un periódico. Suspiré un poco más fuerte de lo que pretendía, y la mujer a mi lado se dio la vuelta, tratando inútilmente de tomar distancia.

Probablemente pensó que estaba con un ataque de ansiedad, medicada o  probablemente ambos. Ya quisiera verla a ella en mi lugar. 

En un esfuerzo por parecer normal y no verme afectada  saqué mi teléfono y me conecté a la red Wi-Fi. Abría el mapa y repasé la ruta que me llevaría a mi prometedora entrevista de trabajo. Traté de prestarle atención al discurso que rodaba a la deriva en mi mente, sin embargo era casi imposible sintiendo a ese hombre tan próximo. 

El metro siguió dando frenazos con más frecuencia de lo que estaba acostumbrada. Con las piernas más separadas, sentí un pinchazo de decepción porque  no volví a caer contra mi apuesto caballero y en solo unos momentos, las señales de  Liverpool Street  aparecieron por la ventana. Necesitaba concentrarme y dejar de fantasear con hombres increíblemente cachondos en el metro. De esta entrevista dependía que pudiésemos comer en las próximas semanas.  Me abrí paso entre la multitud y me dirigí hacia las puertas. Cuando se abrieron, di tres pasos hacia adelante comprobando la hora para estar segura de que llegaba lo suficientemente temprano como para causar una gran impresión y justo cuando llegaba a la plataforma, el codo de alguien se giró y golpeó mi brazo con tanta fuerza que mi teléfono celular se me escapó de mi mano volando por el aire. 

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