8

Emilia salió del consultorio, y Telma, que otra vez la había estado esperando afuera, se levantó del asiento donde la había estado esperando. Al ver su rostro pálido, prácticamente corrió a ella.

—Ay, no me digas. No me digas. Hay malas noticias –cuando ella no dijo nada, la tomó del brazo y la condujo a una de las sillas del pasillo—. Vamos, nena. Lucharemos. Tú eres fuerte, joven. Vamos a luchar juntas, yo no te dejaré sola.

—No… no estoy enferma de nada –dijo Emilia, y Telma la miró confundida. Cuando Emilia se echó a reír, combinando risa con lágrimas, se preocupó.

—¿Estás bien? –Emilia asintió.

—Fuerte y saludable. En estado de dulce espera—. Telma se puso en pie y miró a Emilia aterrada—. Estoy embarazada –dijo Emilia en un asentimiento—. Embarazada de… ese…

—¡Ay, Dios, no!

—Tomé la pastilla… la tomé dos veces… y aun así…

—¿Qué te dicen los médicos? ¿Programaste la cita? –y en un susurro agregó—. El aborto es legal en este caso.

—No lo mataré, Telma.

—¡Y qué vas a hacer con un niño a esta edad, ¡qué vas a hacer!

—No… no lo sé.

—Además –insistió Telma, ahora con el rostro contraído de rabia—, estás estudiando, ¿crees que puedes estudiar y a la vez mantener a un crío? Los pañales, la leche, la ropa… ¡Tienes que abortarlo! –agregó entre dientes, como si más bien le provocara gritarlo. Emilia vio que a su amiga le bajaron las lágrimas por las mejillas, y se las barrió con sus dedos.

—Acompáñame a decírselo a papá.

—No, Emi. Piénsalo…

—Tengo que decírselo. No podré… ocultárselo por mucho tiempo.

—Y cuando te pregunte cómo te embarazaste y quién es el padre, ¿qué piensas decirle? ¿Quieres matarlo de la tristeza? –Emilia clavó la mirada en la pared. Había cargado con el peso de su tragedia ella sola estos últimos meses. Lo que ella tenía más claro en la vida era que la familia estaba allí para apoyarte en los momentos más difíciles. Si su padre lo comprendería o no ella no lo sabía, pero lo cierto era que ya no podría llevar más tiempo esta carga ella sola.

Telma la abrazó, y en el pasillo se escucharon los sollozos de ambas, como si en vez de la noticia de un nuevo ser, les hubieran notificado de la muerte de uno.

Roberto miró fijamente a Viviana, su novia, mientras ésta, a su vez, miraba a su hermano dormir.

Se había vuelto parte de la rutina de los Caballero venir aquí y hacerle compañía a Rubén. Le leían, le ponían música, le hablaban.

Viviana ahora estaba en silencio, sólo de vez en cuando extendía su mano y tocaba los cabellos castaños de su único hermano, teniendo cuidado de no tropezar o tocar ninguno de los tubos a través de los cuales respiraba. Ahora incluso tenía uno incrustado en la garganta. Verlo era demasiado fuerte, pero era su hermano y estaba aquí por él.

—Sabes. Cuando tenía quince, Rubén entró sin llamar a mi habitación y me encontró en ropa interior –empezó a decir Viviana. Él la escuchó en silencio. Ya se conocía todas las historias de las travesuras de Rubén. Las había escuchado una y otra vez en estos últimos meses. Pero no le importaba, eso las hacía a ella y a Gemima sentirse más cerca de él—. Se puso rojísimo –rio Viviana—. Creo que le dio más vergüenza a él que a mí.

—Seguramente.

—De allí en adelante, así la puerta estuviera abierta, adquirió la costumbre de llamar primero.

—Yo también habría aprendido mi lección –Viviana se giró a mirarlo, y sonrió.

—Debo tenerte aburrido con mis historias—. Él se acercó a ella y respondió a su sonrisa con un guiño.

—Si eso fuera así, no tendría madera de esposo. Escucharé tus historias hasta que nos muramos—. Viviana se echó a reír, pero entonces, la expresión de Roberto cambió.

—¿Qué… qué pasó?

—Nada, es sólo que… —él se acercó más a Rubén, pero sacudió su cabeza, como espantando una idea—. Creí ver…

—Llamemos al médico –dijo de inmediato Viviana, pulsando el botón de llamada.

—Pero tal vez me equivoqué.

—¿Qué viste?

—Movió los ojos.

—¿Qué? ¡Los tiene cerrados!

—Por encima de los párpados. Vi que los movió.

—¿Estás seguro?

—No… sí… Diablos, llama al médico.

—¡Ya lo llamé! –una enfermera apareció, y a trompicones le contaron lo que había sucedido. La enfermera llamó entonces al médico, y éste lo inspeccionó.

La pupila se escondía ante la luz, un poco erráticamente, pero había movimiento.

—¿Se va a recuperar? –preguntó Viviana una y otra vez, con el teléfono en la mano dispuesta a llamar a su madre en cuanto el médico diera la respuesta.

Éste revisó a Rubén de pies a cabeza y suspiró.

—Está evolucionando. Tiene mejores reflejos, pero…

—Pero, ¿qué? Eso es bueno, ¿no?

—Sí, pero no asegura nada.

—A usted no le asegura nada. A mí me dice que mi hermano va a despertar.

—Señorita… ha estado tres meses en coma. Puede haber… secuelas, consecuencias.

—No. Mi hermano es fuerte. Él se recuperará completamente –y sin ganas de escuchar más al médico, Viviana llamó a su madre.

Emilia llegó a casa en la noche. Su padre había llegado temprano ese día, y dormitaba en el sofá con el televisor encendido, como era su costumbre. Siempre llegaba cansado, y ella sintió deseos de llorar al darse cuenta de que estaba a punto de romperle el corazón.

—¿No tenías clase hoy en la noche? –preguntó su madre saliendo de la cocina. Ella parecía vivir allí más que en cualquier lugar de la casa. Aurora tenía el cabello corto porque no le gustaba estarse peinando, y era guapa a pesar de sus pasados cuarenta años. Al escuchar su voz, su padre despertó.

—Tengo algo importante que decirles –dijo ella, y vio a Telma quedarse de pie tras ella. Llevaba en sus manos la carpeta donde escondían las copias de los resultados médicos, la historia clínica, el denuncio ante la policía y todas las pruebas necesarias en caso de que sus padres no le creyeran. Aunque Emilia estaba segura de que sí le creerían.

—¿Es algo malo? –preguntó Antonio, y movió la boca sintiéndola reseca. Antes de que lo pidiera, su esposa le puso en la mano un vaso con jugo. Él lo bebió hasta el fondo.

—Pues… me temo que sí.

—¿Qué es?

—Yo… —Emilia miró a Telma, pero no encontraría este tipo de apoyo en ella. Todavía sostenía que debía abortar. Tres meses no era tanto tiempo. O tal vez debía ausentarse, fingir un viaje por su carrera y dejar el niño en otro lugar sin que sus padres se enteraran siquiera.

Ella no quería mentirles a sus padres hasta ese grado. Ellos habían sido honestos, esforzados con ella. No se merecían esto.

Cerró sus ojos. No había manera bonita de decirlo.

—Yo… estoy embarazada—. Aurora hizo una exclamación, y se cubrió la boca sus manos.

—¿Qué? –preguntó Antonio casi en un bramido.

—Estoy… estoy embarazada. Lo… siento—. Su padre se echó a reír, y Emilia lo miró. En los ojos de él estaba la esperanza de que esto fuera una broma, una mentira—. Estoy de… tres meses—. Antonio se puso en pie, y Emilia cerró sus ojos esperando la bofetada, pero ésta no llegó.

—Es mentira –fue turno de Telma hacer algo.

—Es verdad, Don Antonio –dijo—. Tengo… tengo todos los resultados médicos aquí.

—¿Por qué? Tú… quieres ser profesional. Estás estudiando. ¿Por qué… embarazarte?

—No fue a propósito, papá.

—Pero sabes bien cómo se hacen los niños. ¡No harías algo tan irresponsable cuando te he visto quemarte los ojos estudiando! –Emilia no resistió más el llanto.

Antonio, sintiéndose perdido en medio de su propia sala, miró en derredor. Aurora también estaba llorando.

—¿Qué pasa? –preguntó. Emilia levantó el rostro a él—. ¿Estás muy enamorada del chico? ¿Te vas a ir a vivir con él, o algo como eso? ¿Quién es, de todos modos? ¿Por qué no está aquí para dar la cara? ¿Se fugó? ¿Es eso por lo que lloras?

—No… no sé quién es –dijo ella al fin. Y ahora sí, vio furia asomarse en los ojos de su padre.

—¿Qué?

—Emilia... –intervino Telma cuando vio que su amiga no era capaz de hablar—. Emilia fue… víctima de…

—¡No, No! –exclamó Antonio, intentando evitar que la información que estaban a punto de darle llegara al fin.

—…abuso… —completó Telma, y ahora Antonio rugió.

Telma vio a Aurora correr a su hija y abrazarla. Lloraron juntas un buen rato, y Antonio se paseó por la sala, golpeó objetos y se tiró de los cabellos en clara muestra de rabia y frustración. Dejó la carpeta sobre la mesa del café viendo que era verdad lo que Emilia había dicho; no era necesario darles pruebas de nada, la palabra de Emilia había bastado.

Respiró profundo. Con unos padres así, ella no debía temer el tener que levantar sola a un niño; ellos estarían allí para apoyarla, porque la mala suerte no había caído solo sobre Emilia, sino sobre toda la familia, y era juntos como debían afrontarlo.

Sonrió cerrando sus ojos. En medio de toda su desgracia, Emilia era afortunada al tenerlos, y salió de la casa dejando a la familia a solas para expresar su duelo. Ahora mismo, ella era una intrusa aquí.

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