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—Estúpido engreído –murmuró Andrés en cuanto el ascensor hubo subido—. No lo soporto.

—Oye, ¿qué culpa tiene el niño de haber nacido en cuna de oro? –se burló Guillermo tomándolo del hombro para que le siguiera.

—Si no fuera porque de verdad quisiera entrar a trabajar en ese Holding… No hay otra manera de entrar más que lamiéndole las botas a ese estúpido.

—Esperemos que en esa fiesta afloje un poco más. Hay que pensar en un plan.

—Se me vienen unas cuantas ideas a la mente –rio Andrés, y siguieron el sendero que los llevaba a uno de los restaurantes del campus.

Rubén se detuvo en uno de los pasillos del cuarto piso cuando vio allí a Emilia Ospino. Quedó paralizado, y cuando ella se movió en dirección a él, se dio la vuelta dándole la espalda.

Ella dejó un halo de perfume de rosas al pasar, y él cerró los ojos disfrutándolo. Luego volvió a mirarla mientras hablaba con otra compañera acerca de las asignaturas que debía matricular para el próximo semestre.

Apoyó la cabeza en la pared que tenía al frente cuando quedó solo en el pasillo y apretó los dientes. Debía ser paciente, debía esperar, pero ¡qué difícil era!

Miró el lado por el que ella se había ido esperando que todo lo que en él se había agitado volviera a la calma.

Conocía a Emilia desde el día en que había entrado a la universidad. Ella se había matriculado en una asignatura optativa y habían coincidido allí.

No era un enamoradizo, y la universidad estaba llena de chicas hermosas, pero había algo en ella que simplemente fue atrayéndolo hasta que quedó allí, atrapado en esa red. Pero cuando se decidió a acercársele y decirle lo que sentía, la escuchó rechazar a otro chico.

—No es personal –había dicho ella—. Eres guapo y me caes bien, pero no estoy pensando ahora mismo en el amor, ni nada de esas cosas. Estoy concentrada en mis estudios, eso es lo más importante para mí.

—Pero me gustas –había insistido el chico—. Tal vez podría hacerte cambiar de opinión cuando veas cuánto me gustas de veras.

—Por favor no insistas. Tengo un objetivo claro en la vida, y no es el amor o el matrimonio. Un novio sería una distracción innecesaria ahora mismo.

—¡Podría hacer que te enamores de mí!

—No, no podrás… sólo conseguirás que me enfade—. Pero ya parecía enfadada, sonrió Rubén entonces, compadeciéndose del chico que estaba siendo rechazado tan tajantemente.

Si se le acercaba ahora, no conseguiría sino entrar a su lista negra. Había comprendido que debía esperar si quería una oportunidad, pero no se resignaba a quedarse completamente cruzado de brazos; ella era la primera mujer que de verdad le había gustado así tan seriamente en toda su vida, así que, silenciosamente, estaba intentando meterse en su mente.

Respiró profundo sacudiendo un poco esos pensamientos, y se encaminó a la oficina del decano que lo esperaba. Debían hablar del posgrado que empezaría dentro de poco.

—¡Llegué! –anunció Emilia entrando en su casa y encaminándose directamente a su habitación. De la cocina salió su madre secando un vaso con un trapo.

—Saluda como se debe, jovencita –le reclamó Aurora. Emilia tuvo que darse la vuelta, y caminó a ella para que le dieran el beso en la mejilla.

—Buenas noches, mamá.

—Eso es. No te vayas a encerrar en tu cuarto. Tu papá llegará en unos minutos.

—Vale…

—Emilia, es en serio. Anoche nos dejaste la cena servida, y para cuando bajaste, ya estaba fría.

—Prometo cenar con todos esta noche –dijo Emilia desde el segundo piso, y entró a su habitación. En la habitación de al lado, seguramente estaba su hermano Felipe jugando a sus videojuegos. Desde acá se escuchaban las explosiones y la música electrónica que le acompañaba.

Dejó su mochila sobre su cama y se tiró boca arriba en ella mirando el techo acusando el cansancio de aquél día, y de los anteriores. Necesitaba mejores notas, subir su promedio. Había escuchado de empresas que becaban o favorecían a estudiantes brillantes, necesitaba ser mejor.

Pero estaba haciendo todo lo que podía con sus escasos recursos. Otros tenían todos los libros que pedían, todos los materiales, ella estaba prácticamente trabajando con las uñas.

Su familia era como cualquier otra, de clase trabajadora, propietarios únicamente de esta casa que había sido pagada a plazos y otra que era demasiado pequeña para ser habitada por ellos. Su padre era un maestro de construcción que se iba bien temprano a su trabajo y volvía bien tarde cansado, lleno de tierra y manchas de concreto que se había secado sobre su uniforme. En alguna ocasión lo acompañó a ver las estructuras que con sus propias manos había ayudado a levantar, y así se había enamorado de la arquitectura. Su padre no era profesional, sólo un obrero que se había hecho un lugar en ese mundillo gracias a su inteligencia y experiencia.

—Hey, llegaste –saludó Felipe entrando a su habitación, y ella abrió los ojos para mirar a su hermano sentarse en la silla de su escritorio y mirarla con una sonrisa.

—Estoy cansada.

—Es que no duermes. Anoche vi la luz encendida casi hasta las dos. ¿Qué hacías?

—Estudiar.

—Te vas a matar. Ni comes—. Emilia elevó una de sus cejas y se sentó mirándolo.

—¿Qué buscas aquí?

—¿Yo? Nada.

—Felipe… —El joven tomó aire, y Emilia cerró un ojo preparándose para la explosión de palabras que le siguió:

—¡Me invitaron a una finca este fin de semana con unos amigos del colegio y estoy seguro de que si le pido permiso a papá me dirá que no, no, no, y quiero iiiir!!! –Emilia se echó a reír.

—¿Y quieres que yo le pida permiso por ti?

—Por favooooor –Felipe juntó sus manos en una súplica, e incluso cayó de rodillas frente a ella. Emilia rio con más fuerza—. ¡Ten compasión!

—¿Quiénes son esos amigos?

—Juan Ca, Cami, Juan Se.

—Mmm… y ¿cuál es la finca? –Felipe siguió dando los detalles hasta que se hizo la hora de la cena. Ya en la mesa, Emilia hizo caso de los mensajes que su hermano le hacía con los ojos y habló acerca de lo genial que era que a Felipe lo hubiesen invitado a una finca con sus amigos.

Antonio era un hombre severo, pero bastante justo, y luego de interrogar a su hijo de quince años acerca de qué, con quién y dónde estaría, le dio el permiso que necesitaba.

—Me debes la vida –le susurró Emilia a Felipe, y éste le sonrió mostrándole toda su dentadura; ahora mismo no le importaba mucho la deuda que había contraído con su hermana.

—Aburrido –susurró Andrés mirando a Guillermo de reojo—. Esto es mortalmente aburrido—. Guillermo rio entre dientes.

Rubén había tenido razón. Su fiesta de graduación no había sido tal, sólo una cena con unos pocos amigos y familiares, música de violines en vivo y vinos caros. Al menos eso podían disfrutarlo.

—No te quejes mucho, la hermana está buenísima—. Andrés miró a la joven que antes le habían presentado. Viviana Caballero, se llamaba. Ah, era preciosa, increíblemente parecida a su hermano menor, pero en ella esos rasgos eran delicados, armoniosos, preciosos.

—Pero está prometida, ¿no? Mira, el tipo no le quita la mano de encima—. Roberto Solano tenía su mano posada en la cintura de su novia ahora mismo mientras hablaba con otro personaje con aspecto igualmente aburrido y esnob, como los de todos aquí.

—¿Crees que, si le digo de fugarnos, me haga caso? –bromeó Andrés, y Guillermo se echó a reír. En el momento llegó Rubén a ellos.

—Sé que esto no es lo que ustedes llaman fiesta –se excusó él—. Intenté advertirles, pero…

—¿Bromeas? Esto está muy bien. Quiero decir… nunca había comido caviar. Es genial—. Rubén sonrió mirándolos. No entendía por qué se esforzaban tanto en ser sus amigos, casi desde el inicio de la carrera habían intentado meterse a la fuerza en su círculo, y ya una vez les había tenido que explicar cómo era la cosa aquí.

Él, Rubén, no era rico, los ricos eran sus padres. Ese concepto les quedaba terriblemente difícil de comprender, pero lo cierto era que no tenía libertad financiera. Tenía una asignación mensual que debía alcanzarle para todos sus gastos universitarios, su ropa, su transporte, y a veces, hasta su comida, pues los estudios le exigieron en algunas ocasiones comer por fuera, y hasta viajar. Si se quedaba sin dinero a final de mes tenía dos opciones: pedirle prestado a su papá, que luego se lo descontaba, o a su mamá, que a veces simplemente le sonreía y le decía que no. Era verdad que algún día heredaría, y entonces tendría dominio de todo, pero mientras tanto no tenía siquiera el poder de uno de los empleados.

Y mucho menos podría contratar, o influenciar para que se contratase a un par de amigos. Ellos tendrían que ganarse ese lugar con sus méritos, pero hasta el momento, Andrés y Guillermo seguían haciendo presión sobre él. No comprendían que no podía ayudarlos en eso.

Por otro lado, era frustrante que sus amigos más insistentes sólo lo buscaran por eso.

—Andrés y Guillermo, ¿no es así? –preguntó Álvaro Caballero llegando. De inmediato, Andrés y Guillermo enderezaron sus espaldas mejorando así su postura.

—Señor –saludó Andrés bajando su cabeza casi en una reverencia. Álvaro sonrió.

—Ahora son arquitectos también, ¿no? –le preguntó a su hijo.

—Sí –contestó Rubén mirando a su padre. Tenían la misma estatura, y el mismo cabello castaño claro, aunque el de su padre estaba un poco encanecido. Ahora mismo, miraba a Andrés y Guillermo con algo que, más que interés, parecía suspicacia—. Se graduaron al igual que yo –agregó.

—Mmm, qué bien. Me interesaría mucho ver sus currículums.

—¿De verdad? –preguntaron Andrés, Guillermo y Rubén al tiempo.

—Claro que sí. Los espero el lunes en mi oficina. Me aseguraré de apartar unos minutos para conversar con ambos—. Y dicho esto, les dio la espalda alejándose. Andrés y Guillermo se miraron el uno al otro. ¿Qué importaba ahora que la fiesta hubiese estado aburrida? ¿O que la posibilidad de que Viviana Caballero se fugara con uno de ellos fuera de una entre diez mil millones? ¿Qué importaba lo mucho que odiaran a Rubén y su suerte en la vida?

Todo el tiempo que habían invertido tratando de llegar a ese niño rico había valido la pena. ¡¡Tenían un lugar en la CBLR Holding Company!!

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