Rosas para Emilia
Rosas para Emilia
Por: Virginia Camacho
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—Es decir —dijo el profesor de Composición Arquitectónica mirando su reloj—, que este hombre cada vez que construye un edificio, piensa en él como en un organismo viviente, así como el ser humano. Si se sostiene por sí mismo, es porque está bien hecho… —Miró a todos sus estudiantes y recogiendo sus apuntes agregó: —Eso es todo por hoy, chicos. Nos vemos la próxima semana.

Emilia suspiró con una sonrisa dibujada en el rostro. Amaba esta carrera que había elegido. ¡Le encantaba  Arquitectura! Era un arte tal y como había pensado desde que era niña. Recogió también sus apuntes; libros, lápices y los metió uno a uno en su mochila.

No era una mochila de última moda, como las de sus compañeras, ni siquiera de la moda pasada; era la misma desde el bachillerato. Sus padres ya estaban haciendo un enorme esfuerzo al pagarle esta universidad carísima, pero ella les estaba retribuyendo con buenas notas, y enamorándose cada vez más de su carrera. Quería construir edificios, casas, calles, parques; quería hacer cosas bonitas que el hombre pudiera habitar.

—¡Emi! –la llamó Telma. Emilia se giró al escuchar la voz de su mejor amiga. Telma llegó a ella un poco agitada, con libros en las manos y su cabello negro y rizado algo alborotado, como siempre—. ¡Caminas muy rápido! –le reclamó.

—Lo siento, no sabía que estarías por aquí; tu facultad queda al otro lado del campus, ¿no? –Telma hizo un bufido poco femenino.

—Salimos más temprano de lo normal. El profesor abandonó la clase porque “su primer hijo está naciendo”—. Emilia sonrió. Telma lo había dicho como si en vez, su profesor se hubiese ido a tomar una cerveza con sus amigos.

—¡Qué desconsiderado! –rio Emilia, y se encaminaron juntas a una de las cafeterías.

—¿Estás libre? –le preguntó Telma mientras avanzaban. Emilia miró su reloj.

—En unos minutos empezará mi próxima clase –contestó mientras se sentaban en una de las mesas y Emilia sacó uno de sus libros para hojearlo.

—No te pongas a estudiar –le reprochó Telma al verla—. Estoy frente a ti y busco conversación.

—Pero tengo que hacerlo. Los exámenes son en un par de semanas…

—Vamos… ¡por una vez! ¿Qué es eso? –señaló Telma. Emilia miró a donde apuntaba su amiga, y vio una hoja en el interior del libro que tenía en la mano y que se había salido un poco.

Suspiró al ver de qué se trataba. Era un dibujo a lápiz. Un dibujo de rosas; rosas por todos lados, en diferentes ángulos, en carboncillo negro y siempre traían las mismas palabras: PARA EMILIA.

—Emi, ¡es hermoso! –Exclamó Telma—. ¿Tienes un admirador?

—Un acosador, diría yo –suspiró Emilia echándose atrás el flequillo de su castaño cabello—. Esta es la quinta vez que recibo un dibujo como este.

—Pero es hermoso. De verdad, Emi. ¿No sabes quién te las envía?

—No –respondió Emilia haciendo una mueca—. Nunca tienen remitente, aparecen entre mis libros y nunca nadie ve quién la metió allí. Ya hasta me avergüenza hacer el interrogatorio cuando aparece; no hacen sino reírse porque tengo un admirador secreto.

—¿Y por qué se ríen?

—Tener un admirador secreto está pasado de moda –rio Emilia. Telma miró a su amiga con ojos entrecerrados. Ciertamente, tener admiradores secretos no era lo que regía hoy en día; si alguien te gustaba, ibas y se lo decías, y esta norma aplicaba para ambos sexos. En la universidad era muy fácil dejarse llevar en cuanto a romances se refería, ella misma había tenido ya un par de novios, unos más ansiosos que otros por llevarla a la cama. Era sólo que Emilia parecía ser de otro planeta.

Sabía de primera mano que un chico se le había acercado hacía poco, pero ella lo rechazó diciéndole que simplemente estaba concentrada en sus estudios y no quería distracciones. Un novio sería una distracción innecesaria, y al oír eso, el chico dio la media vuelta bastante decepcionado por la respuesta.

Y Emilia no había recibido más propuestas.

No era fea, pero tampoco era de las que destacaba entre las demás mujeres. Era… “normal”. Tenía ojos café como la gran mayoría de los pobladores del mundo, era delgada y de buenas formas, aunque más bien bajita. Su cabello era castaño, abundante y largo, eso sí era hermoso de ver.

—Me estás mirando raro, Telma –murmuró Emilia sin levantar la vista del dibujo de rosas.

—Sólo busco los atractivos que pudo ver en ti tu acosador secreto –Emilia se echó a reír.

Emilia era su amiga desde la infancia, vivían en la misma ciudad y en el mismo barrio, habían estudiado en la misma escuela, y juntas se habían propuesto ser profesionales. Ambas estaban sacando su sueño adelante. Con mucho esfuerzo, pero lo estaban consiguiendo. Estaban ya en su segundo año universitario, y si bien era cierto que se veían muy poco, seguían siendo amigas.

Se enredó entre los dedos uno de sus rizos pensando en que Emilia no era muy afortunada al tener un admirador secreto, porque, ¿de qué le servía a una mujer tener uno? ¿No era mejor que se declarase y así saber si tenía oportunidad o no? Tal vez el chico era extremadamente feo, o era muy tímido, o era de esos que se consideraba inadecuado, con la autoestima por el suelo. ¿Quién sabe?

Aunque, dudaba que, si el pobre se declaraba, tuviera una oportunidad; para Emilia Ospino lo primero ahora mismo era su carrera, lo segundo su carrera, y lo tercero su carrera. Estaba empeñada en ser una gran arquitecta, y sacar su familia adelante.

Era admirable, ella era de las pocas que en verdad había entrado a una universidad privada para estudiar, y no para buscar novio o marido rico.

La vio pasar el dedo por una de las rosas, y luego mirarse la yema. Ésta estaba limpia, lo cual indicaba que el pintor de las rosas había tenido el cuidado de aplicarle fijador para que no manchase todo alrededor, ni se dañara el dibujo.

—Pero no cabe duda de que sea quien sea, sabe dibujar —comentó Telma—. A lo mejor es de tu carrera.

—Sí, tal vez, pero no lo he podido descubrir.

—Si analizas los momentos en que descubres el dibujo, tal vez puedas hacerte a una idea de quién es…

—No he podido establecer un patrón hasta ahora, a veces descubro el dibujo cuando ya estoy en casa.

—Mmmm… ¿estás asustada? –le preguntó Telma, y Emilia se quedó mirando el dibujo. Las rosas en esta ocasión parecían más bien la fotografía tomada desde arriba de un rosal. Detrás de ellas se advertían las hojas dentadas y los espinos. Sin embargo, las rosas en sí eran de una precisión inquietante. No había problemas de perspectiva, ni de proporción. Eran preciosas.

¿Podría ella sentir miedo de alguien que era capaz de hacer algo tan hermoso como esto?

Sonrió.

No había encontrado un patrón en las entregas, pero sí había descubierto uno en los dibujos; las rosas iban aumentando en número cada vez que recibía una, y este que tenía en las manos tenía cinco rosas, unas abiertas, otras aún en capullo. Alguien le estaba enviando un mensaje, y ella no era capaz de descifrarlo.

—No, no estoy asustada –dijo con una media sonrisa—. Tengo el presentimiento de que pronto sabré quién me las envía.

Rubén Caballero estacionó su auto con cuidado y salió de él mirando que no se hubiese salido de los límites… y que el auto no estuviera rayado.

Era su primer auto, era nuevo, y era un regalo de su padre por haber sido premiado en su proyecto de fin de carrera en la universidad.

Su padre había alardeado de ello frente a sus amigos, y había insistido en hacerle una fiesta. Afortunadamente, entre su hermana y él lo habían convencido de lo contrario, y en vez de eso, le había dado un auto nuevo.

—Está bien, está perfecto –dijo alguien tras él, y Rubén se giró a mirarlo. Eran Andrés y Guillermo, dos de sus compañeros de clase. O más bien, ex compañeros de clase. Pronto se graduarían, y seguirían sus vidas por separado.

Aunque sospechaba que estos dos no querían que fuese así. Su padre, Álvaro Caballero, era el socio mayoritario y presidente del CBLR Holding Company, una empresa dedicada a la construcción, y que iba en alza desde los últimos veinte años. Ellos querían, muy seguramente, que se tuviera en cuenta su amistad para tener una oportunidad y entrar a trabajar allí. Lo que ellos no sabían era que, en lo referente a la empresa, su padre no se dejaba influenciar por este tipo de cosas, y si así fuera, la respuesta sería no. Álvaro había detestado a este par desde que los había conocido. Le había faltado muy poco para prohibirle a él juntarse con ellos, como si fuera un niño de quince, cuando ya tenía veintitrés.

Les sonrió y caminó hacia la entrada del edificio colgándose en el hombro los tubos de planos que siempre llevaba consigo.

—¿Vas de afán? –preguntó Andrés.

—Un poco –contestó Rubén—. Me retrasé por el tráfico y…

—Queríamos invitarte a una fiesta el otro fin de semana en casa de uno de los muchachos –dijo Guillermo sin perder tiempo y ubicándose a su lado, avanzando también.

—¿Una fiesta? –sonrió Rubén un poco inseguro.

—No te pongas así, es sólo la fiesta de graduación de Óscar.

—Ah… pero él no me invitó a mí.

—¿No?

—¿Y qué importa? –Dijo Andrés—. Todo el curso va a ir.

—Bueno…

—Ah, ya veo que vas a decir que no… otra vez. ¿Rubén, cuántos años tienes? ¿Eres un niño acaso? ¿En serio vas a terminar tu vida universitaria así?

—¿Así cómo?

—¡Sin divertirte!

—Mi vida universitaria no acaba aún –contestó Rubén sacudiendo su cabeza, y avanzó por el lobby del edificio hasta llegar al ascensor.

—Nos graduamos en un par de días, a mí me parece que el grado es el fin de la vida como estudiante.

—Pero yo seguiré estudiando –sonrió Rubén, como excusándose por ello.

—Ah… —Guillermo miró al techo disimulando que había blanqueado sus ojos.

Era insufrible, este chico era insufrible. Un auténtico hijo de papi y mami. Rico, bien vestido y peinado, nerd. Durante la mitad de la carrera lo había traído a clases el chofer de la familia, luego, el niño había venido en uno de los autos propiedad de los mismos, y ahora tenía el suyo propio. Siempre iba de punta en blanco; obtenía las mejores calificaciones, y los profesores no hacían sino lamerle las suelas, y tal vez el culo también.

Sin embargo, aquí estaban él y Andrés, lamiéndole las suelas también. Necesitaban urgentemente un lugar donde emplearse luego de graduarse, y hasta el momento, no habían obtenido propuestas de ningún lado. No quedaba más que pegarse a este ricachón a ver si había suerte. Pero hasta el momento, nada.

Lo habían invitado a fiestas, le habían presentado mujeres, habían intentado engatusarlo de una y mil maneras, y, si bien había cedido un poco, y en una ocasión hasta habían ido a estudiar a su casa (¡su villa! ¡Era una mansión!), no lo tenían aún donde querían.

—Aun así –siguió Andrés—, es el fin de la vida como estudiante de Óscar, y quiere celebrarlo. Si tú hicieras una fiesta así, querrías que tus compañeros celebraran contigo, ¿no?

—Ah, bueno…

—Y a propósito –intervino Guillermo apoyando su mano en su barbilla como si se estuviera acariciando la barba—. No nos has invitado a tu fiesta de graduación.

—Es que… es algo… familiar. No se invitó a nadie, prácticamente.

—Pero somos tus amigos, ¿no?

—Vaya, nos estás dejando por fuera –suspiró Andrés. Rubén se mordió un labio mirándolo.

—No importa. No somos de su círculo social, de todos modos.

—No es por eso…

—A nosotros nos corresponde ir a fiestas más comunes, como la de Óscar…

—No sean tontos –sonrió Rubén. Se rascó la cabeza. Su madre lo mataría por lo que iba a hacer, pero sintió que se quedaba sin opciones—. Vale, está bien. Están invitados.

—¡Yay!

—¿Debemos ir de traje? –Rubén apretó sus labios.

—Sí, me temo que sí.

—No importa.

—Llevaré regalo también, ¿eh?

—No, eso no es necesario.

—¿Y qué dices, vas a la de Óscar? –Rubén lo miró meditando seriamente en ello. Tal vez debía ceder un poco. Estaría en vacaciones, podía relajarse, tomárselo con calma, y ellos tenían razón al decir que poco se había mezclado con sus compañeros a lo largo de la carrera. Quizá era un poco tarde para empezar, pero tal vez cambiaba algo la impresión de niño elitista y esnob que se habían formado de él.

—¿Qué dices? –presionó Guillermo, había visto que el chico aflojaba.

—Bueno… no sé dónde es…

—Ah, de eso no te preocupes, te enviaremos la dirección por correo.

—No tienes que ir con traje y corbata –rio Guillermo—. Ropa casual estará bien.

—Vale…

—Tampoco es necesario que lleves regalo…

—De acuerdo… —Andrés y Guillermo se alejaron riendo aún, y Rubén suspiró. En el pasado había cometido esos errores, había ido con traje a una fiesta donde todos estaban en jean y camisetas, y llevado un regalo con moño incomodando así al anfitrión. Era cierto que le faltaba mucho mundo, y tal vez sus compañeros tenían razón cuando decían que era un hijo de papá. Pero así lo habían criado. ¿Tenía él la culpa de eso?

Ingresó al ascensor recordando que ya iba un poco retrasado, y mientras las puertas se cerraban, se miró a sí mismo revisando que todo estuviera en su lugar. Esta cita era importante.

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