Amar es un riesgo
Amar es un riesgo
Por: d_araque71
Capítulo 1

Después de pasar una hora enfrascado en su trabajo, no se dio cuenta de lo asombrosa que era aquella mujer hasta el mismo momento de la despedda en la estación. Ella se encontraba ya en el tren, dispuesta a partir, tras el cristal de la puerta. 

Su estatura debía rondar el metro ochenta y la cazadora que llevaba ceñida a la cinutra ocultaba sus hombros esbeltos y su pecho firme. El pelo le caía negro como el azabache por la espalda, aunque lo llevaba recogifo en una coleta. La severidad de sus pómulos contrastaba con la generosidad de sus labios gruesos, pero advirtió que apenas sonreía. Aquella mujer era más que una belleza. 

-Gracias de nuevo, doctora; quiero que sepa que le ha salvado la vida -dijo. 

Ruth Francis le dedicó una de sus escasas sonrisas. 

-Cualquiera podría haberlo hecho; ha dado la casualidad de que estaba yo. 

-Posiblemente, pero allí estaba usted y le salvó la vida. Que tenga un buen viaje. 

Se oyó un agudo siltabo y el tren se movió bruscamente. El encargado de la ambulancia se apartó de la puerta y le dijo adiós con la mano. Ruth le devolvió el gesto, cerró la ventana y caminó a lo largo del pasillo hacia su asiento. Aquél era uno de los momentos en los que se sentía orgullosa de ser médico. 

Afortunadamente el tren estaba medio vacío. El encargado de la ambulancia le había elegido una de plaza de ventanilla y había colocado su maleta bajo el asiento. Ruth colocó su maletín sobre la mesa abatible y, después de quitarse la cazadora, se sentó y exhaló un suspiro. Aquella última hora había sido agotadora y necesitaba un momento de respiro. 

Una fuerte tormenta de agua caía sobre la gris ciudad del norte. Contempló el paisaje industrial que pasaba frente a sus ojos con rapidez. Probablemente había sido la lluvia lo que la había hecho retrasarse hacía tan sólo una hora. 

Un taxi la había dejado justo a la puerta de la estación y había corrido buscando abrigo. Pensó que tal vez tuviera tiempo de tomarse un café. A pesar del fuerte golpear de la lluvia sobre la mampara de la entrada a la estación, oyó el chirrido de los frenos de un coche en la calle. El silencio que se produjo a continuación fue desolador. Empujó una de sus dos maletas contra la pared y corrió bajo la lluvia hacia el asfalto.

Al otro lado de la calle había un coche viejo atravesado y cerca de él una bicicleta de montaña. La rueda delantera estaba totalmente destrozada pero la de atrás rodaba lentamente suspendida en el aire. Frente al coche, se había reunido un grupo de gente asustada y curiosa.

Ruth miró en ambos sentidos antes de cruzar la calle, pues sabía que no era el mejor momento para cometer una imprudencia y, cuando llegó al coche, miró en su interior. El conductor, un hombre de mediana edad, parecía atontado por el golpe, pero no corría peligro. Se dirigió hacia el grupo de gente y se abrió paso con decisión. 

-Déjenme pasar, soy médico -había dicho sin miramientos.

Reaccionando ante el tono de autoridad, la gente le abrió paso. La víctima había sido un hombre joven que yacía en el suelo boca arriba y junto a él había otro hombre arrodillado. Antes de agacharse ella misma, Ruth reconoció el cuerpo del muchacho que estaba tendido en la calle. Tenía el pantalón roto y la pierna izquierda sangraba, aunque no en abundancia. Con una nota de pánico en su voz, el hombre arrodillado se dirigió a ella. 

-¡No respira! ¿Le hago un masaje cardíaco? -preguntó y colocó sus manos sobre el pecho de la víctima. 

Ruth se recogió la falda y se arrodilló. Con delicadeza, apartó las manos del hombre y colocó las suyas. 

-Por favor, haga que alguien llame a una ambulancia; yo me hago cargo de la víctima.

Aliviado de ser relevado de aquella responsabilidad, el hombre se levantó. Toda la atención de Ruth se encontraba en el paciente. La sangre hacía manchado su cabeza y presentaba heridas en el cráneo, pero no parecían muy graves. Lo más importante en aquellos instantes era el color que había teñido la tez del joven. Ruth se inclinó sobre él y advirtió que no respiraba.

No había tiempo para colocarse unos guantes, así que abrió la boca del joven y comprobó, como había temido, que se había tragado la lengua. La colocó en su lugar y así liberó el paso del aire a los pulmones. El joven elevó desmesuradamente al volver a respirar. Ruth sonrió. 

Abrió su maletín. Como todos los médicos, siempre llevaba uno por si surgía una emergencia. Sacó un respirados de plástico preparado para aquellos casos y lo colocó junto a la boca del atropellado. El joven comenzó a respirar poco a poco con mayor facilidad y el color azul desapareció de su rostro. Le tomó el pulso y comprobó que era rápido, aunque dentro de los límites normales. 

Después de aquel gesto rutinario, levantó la cabeza de la víctima y vio que tenía una herida que sangraba en la nunca. Colocó sobre ella un apósito, aunque no estaba segura de la gravedad de la lesión. No era tarde fácil diagnosticar si el cráneo, el cuello o la espina dorsal se habían dañado. 

La pierna estaba rota, pero la sangre que manchaba el pantalón roto procedía de resguños sin importancia. No podía hacer un diagnóstico más exacto en medio de la calle, pero sabía que el hombre llegaría a salvo al hospital. 

Al poco tiempo, oyó la sirena de la ambulancia que se acercaba al lugar del atropello; inmediatamente después, vio a dos enfermeros bajar del vehículo y correr hasta donde ella se encontraba. 

-Soy médico -dijo-. Le he colocado un respirador de plástico porque se había tragado la lengua. Tiene una pierna rota, contusiones en el cráneo y posiblemente alguna lesión en el cuello. 

El equipo de primero auxilios estaba compuesto por un hombre y una mujer. 

-Gracias, doctora. ¿Podría quedarse a echarnos una mano? -preguntó el hombre. 

-Si creen que me necesitan -respondió Ruth, consciente de que aquellos profesionales conocían su trabajo-... Voy a comprobar el estado del conductor. 

Varios coches de policía habían llegado al lugar y estaban aparcados contando el tráfico de la calle. Los agentes se habían hecho cargo de la situación y uno de los policías hablaba al conductor del vehículo siniestrado, mientras los demás hacían circular a la gente y hablaban con los enfermeros. 

-Soy médico -dijo Ruth a uno de los policías, pensando que acabaría odiando aquella frase-. ¿Está este caballero herido? 

-Me encuentro bien -respondió el conductor de mala gana-, pero estaría mejor si no hubiera tantos ciclistas en la calle. ¿Acaso no saben que el asfalto se vuelve resbaladizo cuando llueve? Ese idiota... 

-¿No tiene heridas,cortes o alguna otra cosa? ¿No se ha golpeado contra el parabrisas? -preguntó ella con tal de interrumpir las agresivas palabras del conductor del coche. 

-Llevaba el cinturon de seguridad, como un buen conductor. Yo... 

-¿Cómo se siente? ¿No siente mareo? 

-Me siento enfadado; eso es lo que siento. 

El policía se volvió hacia Ruth. 

-Creo que podremos hacernos cargo de él, doctora. Si tenemos alguna duda, lo llevaremos al hospital. 

Ruth asintió con un gesto y se volvió hacia el equipo de enfermeros que estaban colocando al herido sobre una camilla, para subirlo a la ambulancia. La mujer caminó hacia el asiento del conductor y el hombre se dirigió a Ruth. 

-Nos gustaría que nos acompañara al hospital, tan sólo para cerciorarnos de que todo está bien, ¿le parece?

Ruth sabía que no era necesario, pero podía producirse un caso entre miles y aceptó. Recogieron su equipaje de la estación e iniciaron el camino hacia el hospital a toda velocidad, sorteando el tráfico de manera milagrosa. 

El conductor llamó por radio al servicio de urgencias del hospital más cercano y, cuando llegaron, había ya un médico esperándolos. Ruth le contó lo que había observado, lo que había hecho y lo que sospechaba. 

-Y ahora me marcho, que tengo que tomar un tren. 

De aquella forma, terminó aquel inesperado episodio y, ya en el tren, se sintió satisfecha por el trabajo bien hecho. De vez en cuando, era reconfortante ser médico. Descansó diez minutos y después recordó que tenía que hacer algo. 

Al arrodillarse en la calle, se había roto las medias y pensó que debía cambiarlas por el par de respuesto que llevaba en el bolso. Las tomó y se dirigió al servicio del tren. Después de cambiarse, se peinó y repasó el sencillo maquillaje que llevaba. A pesar de ser una médico rural debía cuidar su aspecto por deferencia con sus pacientes. 

Antes de regresar, pidió una bedida en el vagón restaurante y la llevó consigo hasta su asiento. Allí, abrió su maletín y sacó un montón de papeles. Tenía mucho trabajo que hacer. Durante las dos semanas anteriores había asistido a un curso sobre técnicas para la atencioón de los recipen nacidos. 

Su trabajo en el medio rural, junto al viejo doctor Harry Crowder y su hijo, Martin, no le permitiía muchos momentos para seguir formándose. Sin embargo, en aquella ocasión, Harry se las había ingeniado para liberarla de trabajo y que pudiera acudir a aquel curso. Para sustituirla, habían enviado a un nuevo médico en prácticas, al que no conocía todavía. 

Ruth comenzó a tomar notas. Cuando llegara el momento, compartiría los conocimientos que había adquirido con sus dos colegas, ya que era importante que todos se beneficiaran del curso. Y había sido uno de los buenos. En él había vuelto a encontrar a antiguos amigos de la facultad y había hecho un par de amistades nuevas. 

Sin embargo, muchos de los médicos generales parecían pensar que aquellos cursos eran como regresar a los tiempos de la universidad y tuvo que rechazar varias invitaciones. Podía ser viudam pero no era la típica <<viudad alegre>>. Ruth frunció el ceño y trató de no estristecerse al ver pasar frente a ella los triste suburbios de la ciudad. Bebió un sorbo de su café y se enfrascó en sus papeles. 

Una hora y media después, suspiró y se fretó la sien, al sentir un principio de jaqueca. En los últimos tiempos sufría con bastante frecuencia de doleres de cabeza y, en cierta ocasión, al mencionárselo a Harry, su consejo había sido sencillo: 

-Trabajas demasiado; te preocupas demasiado y no tienes motivaciones fuera de lo que es tu profesión. Tómate las cosas con calma y relájate un poco más. 

-Lo intentaré, Harry -había dicho ella, aunque no había tenido éxito en sus intentos. Vivía únicamente para su trabajo y para disfrutar del campo que rodeaba al pueblo de Bannick. 

Cerró los ojos durante unos instantes y los volvió a abrir para mirar por la ventanilla. Hacía tiempo que habían dejado atrás la ciudad y atravesaban ya una zona más agreste de páramo. Todavía seguía loviendo, pero el gris del paisaje transmitía paz y sosiego. Sonrió al advertir que regresaba a su hogar. 

Al guardar los papeles en el maletín, las dos alianzas de oro chocaron contra la cerradura. Aún llevaba los dos anillos que Matt le había entregado; el de la boda era una sencilla alianza de oro, pero el de compromiso era un anillo fuera de lo común; un corazón de jade rodeado de pequeñas esmeraldas. Al contemprarlos, sonrió con tristeza. El jade se suponía que simbolizaba la paz y la serenidad. Había amado a Matt, pero fue poca la paz que llevó a su matrimonio. 

Al mirar a través del cristal, divisó Irontone Edge. Una semana despupes de que hubiese ocurrido, caminó debiberadamente a lo largo del acantilado y había regresado al mismo lugar varias veces en los últimos seis años. No había sido el acantilado el que había matado a su marido; había sido el propio Matt. 

Cerró los ojos con la amarga sonrisa todavía dibujada en sus labios. Su noviazgo había sido muy corto pero intenso y el matrimonio llegó rápido, un hecho nada acorde con el carácter de Ruth Applegarthh. 

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