Furia y Poder
Furia y Poder
Por: D. Martin
LOS CABOS (1)

Eran las 9 de la mañana. El sol asomaba por las ventanas de los complejos hoteleros de la Bahía de Cabo San Lucas, en México. La brisa marina viajaba a través del aire esparciendo su delicado aroma y frescura a los visitantes del Breathless de Los Cabos, uno de los mejores hoteles de todo el puerto.

La vista se antojaba deliciosa desde una de las altas habitaciones en las que el Famoso Arco del Fin del mundo parecía una estatuilla que podría tomarse solo con la fuerza de los dedos. Distintas embarcaciones decoraban el paisaje; la mayoría de ellas con fines turísticos. Era la época vacacional y la ciudad gozaba de un momento cumbre en cuanto a la afluencia de turistas se refiere.

El clima era agradable y en el ambiente flotaba la tranquilidad de la vida citadina de los locales, quienes ofrecían artesanías, hospitalidad y buena comida a los despreocupados visitantes.

Abajo, al nivel de la playa, se podía ver un grupo de niños construyendo castillos de arena y, algunos más aventurados, se enterraban dentro de la misma. El oleaje era tranquilo y los adultos podían descansar, aunque fuera un momento, de la responsabilidad de ser padres, hermanos mayores, abuelos, etc.

Desde la terraza privada de la suite presidencial del Breathless, vestido solo con unos bermudas y unas sandalias, Sebastián Costa observaba con la ayuda de unos binoculares, el gran Arco. Había llegado hacía pocas horas y por el momento la majestuosa vista captaba toda su atención. Estaba sentado en una silla de madera de mimbre y en su regazó tenía un folder con una gran cantidad de papeles en él: pasaporte, visa, algunas identificaciones y algunas fotografías.

Bajó los binoculares. Ni el maravilloso paisaje era suficiente para hacerle olvidar lo desafortunada de su situación. Sabía que ella debía estar allí, con él. Ese era el plan. Te veré en la ciudad de la que tanto hemos hablado – Había dicho ella después de terminada la cirugía.

Costa volvió la mirada hacia el interior de la habitación y vio su teléfono móvil en la lujosa King Size. No se movió.  Deseaba que llamara. Necesitaba saber que ella estaba bien y que había podido escapar a tiempo, como él lo había hecho. La llamada, por supuesto no llegó.

 Algunas horas después, Costa se hallaba dormido, no había dormido durante el viaje desde Roma y en algún momento el cansancio lo había vencido. Fue un sueño intranquilo y se despertó sintiéndose más cansado y hambriento que antes. Revisó nuevamente el teléfono en busca de alguna señal de ella. Nada.

Se levantó, fue al baño y se mojó el rostro con la intención de que aquello fuera suficiente para despertarlo completamente.  

Minutos más tarde y mientras estaba abotonándose la camisa, él teléfono emitió un sonido corto pero estruendoso. Él se acercó rápidamente, sintiendo una desbordante emoción y un ferviente anhelo de que por fin ella estuviera también a salvo y lejos de Roma.

Tomó el dispositivo. Vio que era un mensaje de texto SMS y decía: 

Estoy en camino. Llegare a mediodía de mañana. Tu amiga Rossy

El mensaje lo decepcionó un poco, pues no era quien el esperaba que fuera. Desde luego era una buena noticia que su amiga Rosella (Rossy) fuera a visitarle, pero aquello no era suficiente para apaciguarlo.

Dudó unos instantes, con el teléfono en mano, si debía responder. Finalmente, no lo hizo. No quería alentarla, pues sabía que Rosella arriesgaba demasiado al venir.

El estómago comenzó a dolerle y trató de recordar la última vez que había comido. Parecía increíble, pero no pudo recordarlo, era como si su preocupación le hubiera bloqueado todos los recuerdos desde su huida. Decidió que, aunque no sintiera demasiado apetito, debía alimentarse.

Se vistió con un elegante traje Brioni y permaneció unos minutos más en la habitación, sentado, al borde de la cama, comenzando de nuevo a sumergirse en sus ensoñaciones, cuando de pronto, vio asomar entre una de las maletas un pequeño colgante. Estiró la mano y sacó el amuleto que pendía de la brillante cadena. Recordó entonces que ese amuleto era de ella y que había sido un regalo de una de sus mejores amigas. Paso el colgante de una mano a la otra, jugueteando con él y tratando de recordar en que momento lo había empacado (si es que él lo había hecho), entonces, movido tanto por la curiosidad, como por el deseo de tener algo que le recordara a ella, decidió usarlo.

Antes de salir se miró al espejo y tanteó el amuleto que colgaba de su cuello, lo cubrió con la ropa que llevaba encima y se dirigió al restaurante Lucca, que se hallaba dentro del mismo complejo hotelero.

El Lucca era un restaurante que se especializaba en comida italiana. Costa fue recibido por un hombre bajito que habló primero en inglés y después en italiano. Él comprendía muy bien ambos idiomas, además de español, pero se sentía más cómodo hablando en su lengua natal: el italiano.  Costa ordenó Carpaccio y Ensalada Capresse. El mesero asintió y dejo a Costa solo en su mesa. Los alimentos llegaron pronto.

Mientras tomaba sus alimentos, el restaurante comenzó a llenarse de gente. Se veía gente de distintas nacionalidades, por supuesto los había nacionales, pero en su mayoría eran extranjeros. Era como un desfile en el que hombres y mujeres vestidos elegantemente se daban cita en el mismo lugar y al mismo tiempo. Costa no pudo evitar pensar que era como los eventos a los que solía asistir en Roma, antes de que todo (incluyendo su vida) se fuera al carajo.

La buena comida hizo que su preocupación despareciera, al menos de momento. Comía ávidamente, como un hombre que ha pasado mucho tiempo sin hacerlo, cuando de pronto, vio entre los comensales que llegaban, a una muchacha muy bella, de cabellera rubia, con ojos grandes y brillantes como perlas, de un tono de azul hermoso y escaso que Costa pocas veces había visto incluso en su natal Italia. La muchacha, además, tenía una estatura correcta y lucía un vestido color plata que le confería un aura más acorde a la realeza. Probablemente fuera norteamericana o británica.

 La chica iba acompañada de un hombre y una mujer algo mayores, probablemente sus padres. El hombre, calvo de unos 60 años aproximadamente, vestía un traje similar al del propio Costa, aunque varias tallas más grande; y la mujer, de más o menos la misma edad, usaba unas espantosas gafas y un vestido nada agraciado.

Sin darse cuenta, Costa había apartado toda su atención de la mesa; miraba a la chica como un obseso, como si nunca antes hubiera visto nada igual.

Probablemente la chica se haya sentido observada, porque giró la cabeza justo en su dirección. Costa sonrió con galantería y la chica le correspondió con una expresión de franca coquetería, ella se tocó el cabello nerviosamente y sonrió mostrando unos dientes fuertes y brillantes.

De pronto y sin razón alguna, Costa sintió emanar un calor extraño y reconfortante del centro de su pecho. Era una sensación que parecía provenir del amuleto.

La maraña de sus preocupaciones pareció disiparse como nubes después de una tormenta y de pronto el hombre preocupado y agobiado que era, se convirtió en un hombre que solo buscaba seducir. 

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