ÉXTASIS II: EL MOTIVO

                                                                  1

Cuerpos muertos de decenas de reses colgaban como si fueran títeres listos para un espectáculo, solo que para ellas la función ya había terminado.  

      Horas antes de ser asesinadas, fueron aisladas y separadas de aquel tumulto de desechos en el que habían vivido por tanto tiempo. Ahora, el único movimiento que se percibía en sus cadáveres, era el de las de gotas de agua mezcladas con sangre que recorrían la tiesa carne hasta caer en el suelo. Aquel líquido repugnante se esparcía por gran parte de la habitación, perfumándola con su apestoso hedor para finalmente llegar a los pies de algunas seguetas eléctricas e irse directo a la coladera. 

      Esas cuatro paredes en donde continuamente el sadismo solía regocijarse, formaban parte del matadero público que se hallaba en las afueras del pueblo «De los grises». A pesar de que el edificio había sido abierto hace más de treinta años, sus áreas de funcionamiento seguían empleando métodos muy arcaicos para exterminar la vida de su ganado.

      Seguían degollándolos, algunas veces de forma brutal y otras no tanto. Después de eso, les encajaban enormes ganchos en las patas traseras, deteniéndolos con tubos corredizos asidos al techo en los que se dejaban escurriendo. Horas más tarde, empleados diferentes se encargaban de retirar la piel de los cuerpos, lavándolos completamente y finalmente llevándolos al cuarto de descuartizado.

      No muchos carniceros gozaban de ser quien se encargara de asesinar a las reses. Preferían acomodarlas para que se desangraran, despellejarlas  o separarles la carne del esqueleto. A unos pocos les divertía la cruel hazaña y Jeff Beck era uno de ellos. Aquel hombre de treinta y cinco años, delgado, de tez morena y con el cabello negro recortado al puro estilo militar, era un sujeto tranquilo que solía reírse de los malos chistes, que se esforzaba por ser reservado y que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. No poseía ninguna naturaleza oculta ni traumas que lo orillaran a fingir su comportamiento.

      Con un rostro alargado y libre de arrugas en el que se encontraban dos ojos café oscuro, una nariz recta y un par de labios delgados, Jeff era simplemente…, un individuo con un perfil bajo que no encajaba mucho con el gusto por degollar vacas. Aunque el secreto de todo esto era que él no estaba enamorado del acto en sí, sino de todo aquello que formaba parte de su vida.

      A él no le importaba que lo cambiaran de sección porque en todas sentía el mismo placer. Ya sea que fuera despojando a las reses de sus miembros, hundiendo sus manos entre las frescas vísceras o retirándoles cada centímetro de piel, el hombre no dejaba de experimentar plenitud y nada más. A diferencia de sus compañeros, quienes solían charlar y sonreír mientras trabajaban, como una especie de intento por convivir, como un acto desesperado por fingir satisfacción al mostrar sus ácidas sonrisas, mientras parloteaban trivialidades solo para olvidar los platos vacíos y las desagradables miradas que les esperaban en casa; Jeff siempre se esforzaba por ser feliz en cualquier lugar, tarareando canciones de su juventud mientras sus manos estaban cubiertas por sangre y el sudor le bañaba parte del cuerpo.

      Cuando llegaba a casa nada de eso cambiaba; él seguía teniendo el mismo ánimo y alegría. ¿Cómo es que lo lograba? Realmente pasaba en ese rastro ocho horas al día, seis veces por semana, y si parecía que no le importaba la fealdad que otros veían en su situación, era porque había adquirido la capacidad de «disfrutar» todo lo que su cuerpo y alma le permitían experimentar. ¡Eso era lo que avivaba su mundo negro! Sus fuerzas podían desgastarse y cada vez que el cansancio parecía ganarle en el duelo, miraba los trapos sucios, recordando los sujetadores en forma de «V» que colgaban arriba de él, los cuales eran la prueba de la importancia sublime que resguardaba su función. El enganchar a las reses o pasarles la segueta por los intestinos, le provocaba una emoción excelsa que recorría cada parte de su ser, desembocando en una serie de sensaciones agradables, dignas de ser vividas para relacionar a la crueldad con el placer. No había maldad ni sadismo. Simplemente, cada que lo hacía surgía un impacto satisfactorio que alimentaba su filosofía; ese pensamiento firme y elocuente que le ayudaba a verlo todo como una obra de arte. Para él todo era arte y por eso se sentía obligado a dejarse seducir por lo que envolvía cada acción humana; los besos, la risa, el llanto, las conversaciones… Todo era difícil de explicar, fácil de sentir e imposible de no agradar. Aquel exquisito idealismo era acompañado por una frase que alguna vez escuchó de una instructora: Carpe diem, memento mori (goza de este día porque recuerda que vas a morir). Eso era lo que lo tenía embelesado con la misma vida, al grado de aceptar que todas esas ideas lo proveían de buena salud, alegría y sabiduría.

      Por las tardes, mientras su esposa e hijos se reunían para cenar, solía proveerlos de consejos y charlas en las que exponía todo aquello en lo que creía. Siempre les decía que cada vez que hicieran algo, se empeñaran por darle arte y estilo, ser originales y apropiarle a esas acciones un motivo.

      Ritho, su hijo mayor, siempre se mostró indiferente a las lecciones de su padre, al grado de ignorarlas por completo. Dejó la escuela a los quince años, convencido de que los estudios eran una verdadera pérdida de tiempo y que tener un negocio propio lo haría alcanzar el éxito. Algunos de sus amigos le prestaron dinero con el que se dedicó a vender zapatos. Luego de tres años se fastidió de aquel sueño que se había convertido en un agujero de arrepentimientos y que terminó por absorberlo hasta dejarlo en total apatía. Muerto su espíritu y adolescencia, fue a dar al mismo rastro en el que laboraba su padre, encargándose de transportar la carne a distintas ciudades de la Zona.

      Algunas veces Jeff llegaba a sentirse abatido cuando miraba a su primogénito tumbado en el sofá, luego de una tediosa jornada. Él amaba su propia vida y no se quejaba mucho de ella, pero algunas veces sentía que había dejado esperando al triunfo para el que estaba destinado. En su adolescencia escapó de casa, aceptó el empleo en el rastro, años después conoció a su esposa, se casó y procreó dos varones. En el fondo creía que su existencia hubiera tenido más trascendencia si hubiera obtenido un título o al menos un trabajo distinto, así que se dedicó a moldear a sus hijos de forma que no cometieran el mismo error; por ello se sentía frustrado de tan solo pensar que uno de ellos había terminado siguiendo sus propios pasos. Afortunadamente aún le quedaba otra semilla qué salvar, una más pequeña y que parecía tener un poco más de consideración que la anterior. 

      Sill era su nombre y tenía cuatro años. Era un chiquillo flaco que había heredado casi completamente el físico de Jeff, a excepción del par de ojos color azabache de su madre. Su tez era más clara; podría decirse que la tenía de una tonalidad tostada y su cabello era un poco crespo con el flequillo llegándole hasta la mirada curiosa por la que era distinguido. ¡Era como un pequeño investigador! ¡Sí que lo era! Tan curioso y preguntón como cualquier otro niño, pero bastante limitado al hablar. En realidad era un tanto extraño. Por las noches solía subir al techo de su casa empleando unas cajas de madera y una pila de ladrillos solo para pasarse largo tiempo admirando la luna; de vez en cuando se marchaba al bosque sin ser visto y regresaba cubierto de ramas; le molestaba demasiado que no le permitieran ser autosuficiente y le resultaba más cómodo conversar con adultos. Fuera de ello, su mejor atributo era la inteligencia inigualable que siempre terminaba sorprendiendo a todo aquel que lo conocía.

      Cuando entró al preescolar, la profesora habló con sus padres para que midieran su coeficiente intelectual en algún centro educativo. Los resultados no fueron demasiado impactantes. El infante se encontraba un poco más arriba que el promedio y para que pudiera explotar ese potencial, debía ser inscrito en una escuela especial; una que Jeff no podría pagarle jamás.

—Papá, ¿de dónde sale la carne? —preguntó Sill alguna vez.

      Era un domingo por la mañana, la señora Beck preparaba la comida, Ritho veía televisión y Jeff lavaba su camioneta; una Pick up roja y desgastada que había adquirido poco después de haberse casado.

      —De los animales —le respondió, colocando en el techo del vehículo la franela que sostenía—. Nosotros, los humanos, nos alimentamos de vacas, pollos, ovejas…

      —Sí, eso ya lo sé —lo interrumpió el chiquillo, tapándose con las manos los rayos de sol que dificultaban su visión—. Quiero saber cómo es que se saca de los animales.

      —Es simple —dijo el hombre de la mirada noble, aunque titubeó un poco antes de continuar. Nadie mejor que él sabía bien la respuesta. «Los matan para luego destazarlos y quitarles la carne», es lo que pudo haberle dicho. Pero no, no podía hacer algo como eso. Le preocupaba que pudiera dañar algo de la inocencia de su hijo, así que prefirió mentirle—. Cuando los animales están dormidos, se les apunta con un aparato especial…

      —¿Una pistola?

      —¡No! Por supuesto que no. Este aparato los convierte en filetes como por arte de magia.

      —¿Magia? —el niño quedó atónito después de eso—. No te creo.

      —¿Qué no me crees? Por si no lo recuerdas, yo trabajo en un lugar en donde hay cientos de aparatos como esos y yo mismo me encargo de usarlos.

      —Entonces dime, ¿no les duele? A los animales, dime, ¿les duele cuando los conviertes en filetes?

      —No. Ellos no sienten nada —le respondió, vistiendo sus palabras con la mayor seguridad posible.

      Se lamentaba tanto por no tener el dinero suficiente para inscribir a su hijo en una de esas escuelas que tanto le habían sugerido, que para enmendarlo se dispuso a intentar responder las preguntas que el pequeño le hiciera; le compraría libros y conversaría con él acerca de toda clase de temas que alimentaran su curiosidad.

      Podría decirse que Ritho se había echado a perder, pero Sill seguía ahí con la mente casi nueva y lista para crear cosas maravillosas.

                                                                  2

—¿Qué pasa? —respondió el chiquillo, somnoliento y bostezando—. Es sábado, papá. Hoy no voy a la escuela.

      —Lo sé, pero tu madre tiene una tarea importante por hacer, así que deberás acompañarme al trabajo.

      —¡Genial! —exclamó, retirándose las cobijas y saltando fuera de la cama como si del colchón salieran pinchos.

      Luego de cambiarse y tender su cama, el niño corrió al comedor para devorar un pedazo de pan y beber una pequeña taza de café. Su padre le hizo compañía, ingiriendo los mismos alimentos. Mientras lo hacían, Sill se enfocó en romper el silencio.

      —Papá, ayer mamá veía un programa en el que una señora le pidió a un señor que le diera libertad.

      Jeff dejó de beber su café, sospechando que una interesante plática saldría de todo eso.

      —¿Qué es «libertad»? —preguntó el tímido y suspicaz Sill.

      —¿Tú qué crees que es? —lo contraatacó el noble hombre. ¡Cómo adoraba poner a prueba la brillante mente de su hijo!

      —A mí me sonó como una clase de trabajo o fiesta, pero luego de que la señora dijo eso, el señor le dio un beso —el niño hizo una mueca de desagrado, completamente asqueado por recordarlo—. ¿La libertad es como un beso?

      —No —rió Jeff—. La libertad… La libertad es como una clase de premio que te ganas por portarte bien. Con ella puedes decir lo que piensas y hacer lo que quieras, pero como todos tenemos ideas y gustos diferentes, no podemos ser totalmente libres porque el mundo sería un caos. Por eso hay reglas que se encargan de mantener todo en orden.

       El curioso infante lo miró, esforzándose por comprenderlo. Realmente se había interesado mucho en el tema y seguramente lo que acababa de escuchar sería recordado durante el resto del día, y quizá hasta de su vida.

      Antes de irse, Sill se puso una mochila en la que llevaba guardados un libro, algunas hojas blancas y un paquete de crayolas usadas. Jeff tomó la boina que casi siempre tenía puesta, el morral en donde solía llevar su uniforme y algunas herramientas; jaló las llaves de la camioneta del pequeño perchero que estaba al lado del refrigerador y en compañía de su hijo partió hacia el rastro.

       La morada en donde vivían se hallaba en el campo y a orillas de los densos bosques que rodeaban el área. Se podría decir que quedaba justo entre el pueblo y la ciudad. Por esos rumbos muchas casas permanecían así, regadas en plena naturaleza y separadas por completo del resto de la humanidad.

       Una hora era lo que normalmente Jeff se demoraba en ir de su casa al pueblo «De los Grises». Y eso fue lo mismo que tardó en llegar aquel sábado, cuando se vio obligado a llevar a su hijo con él.

      Antes de salir de la camioneta, el reservado hombre se dedicó a mirar cómo sus compañeros entraban al lugar. Cuando quedaba un minuto para que dieran las nueve, ambos salieron del vehículo al fin, encaminándose hacia la cortina de metal que aún seguía abierta.

     —¡Hola, Jeff! —mencionó repentinamente una masculina voz.

     El hombre de la boina se volteó, preocupado.

     —¿Qué hace ese niño aquí? —se trataba de uno de sus compañeros.

     —¡Benny! ¡Hola! Mi esposa no podía cuidarlo hoy, así que tuve que traerlo. No le digas a nadie, por favor. Solo será por unas cuantas horas.

     —Bien, bien. Tranquilo, Jeff. Hagamos como que ese pequeñín es invisible, ¡y listo! —respondió, dirigiéndose hacia Sill— ¿Te gustaría ser invisible?

     El chiquillo lo miró un poco asustadizo.

     —Gracias, Benny.

     —Sí, como sea —respondió el regordete hombre, pasando de largo—. No sabía que tenías otro hijo. Bien por ti —alcanzó a mencionar antes de pasar debajo de la cortina de metal.

      Jeff sonrió agriamente y tomó a su hijo de los hombros, agachándose.

      —Escucha, en este lugar no pueden entrar niños.

      —Entonces, ¿por qué me trajiste?

      —Porque era la única opción que tu madre y yo teníamos, así que cuando entremos, te llevaré a un lugar y esperarás ahí hasta que yo vaya, ¿entendiste?

      —Sí. Es fácil.

      Una vez que atravesaron el umbral, Jeff se encargó de asegurarse de que nadie más lo viera. Tomó a Sill de la mano y lo metió en una habitación que se encontraba cerca de los corrales.

      —Este es el cuarto de herramientas. Ayer sacamos todo lo que íbamos a usar hoy, por lo tanto nadie más entrará aquí —le dijo, sonando algo inseguro—. Tu madre vendrá en una o dos horas. No tengas miedo, en cuanto venga, te irás.

      —No me da miedo estar solo, papá, pero la oscuridad sí.

      —Puedes encender la luz, desde afuera nadie la notará. Si debes ir al baño ve y hazlo, pero trata de que nadie más te vea. Y si alguien llega a entrar, escóndete. Nadie debe saber que estás aquí.

      —Ya entendí —respondió, sacando un libro de la pequeña y desgastada mochila roja que traía puesta—. Ya puedes irte.

      El hombre de la boina sonrió, un tanto extrañado con la manera en la que su hijo había tomado la indicación. Presuroso salió de ahí, intentando luchar con la preocupación de que el niño fuera a lastimarse o alguien más diera con él, pero sabía que Sill era demasiado obediente y taimado, así que se tranquilizó.

      Durante media hora el chiquillo de la mente astuta, aburrido de leer y colorear, recordó la vez en la que su padre le había contado cómo se sacaba la carne de los animales. «¿Cómo será ese aparto mágico del que me habló? —pensó, imaginándoselo—. Olvidé preguntarle cómo era ese aparato. Me encantaría verlo.» De repente una idea descabellada vino a su mente. «Él me dijo que este lugar tenía muchos de esos. Podría buscar alguno y volver sin que nadie más se diera cuenta», se dijo, caminando hacia la salida.

       Al llegar a la puerta la miró de cerca, notando que no tenía una perilla ni nada que se le pareciera; entonces recordó que Jeff la había empujado hacia un lado para abrirla. ¡Se trataba de una puerta corrediza! Así que asió ambas manos a la orilla del metal, recargándose en ella y empleando todas sus fuerzas para moverla.

      De pronto, unos pasos se escucharon y Sill tuvo que irse a esconder detrás de unas cajas.

      Un empleado entró en la habitación, pero no era Benny. Este hombre no era más que un adicto al alcohol que cada sábado visitaba el cuarto de herramientas para darle varios tragos a una botella que contenía un poco de ron, coñac y refresco de manzana; esa era la mezcla que le ayudaba a tolerar los turnos largos, a su histérica esposa y hasta a sí mismo. Fastidiado de todos y de todo, se dirigió hasta el fondo para beber trago a trago del elixir de la cobardía, dejando la puerta entreabierta para hacer como si en realidad estuviera buscando algún objeto.  

       Sill aprovechó la oportunidad y sin levantarse, se arrastró un poco hasta donde terminaban las cajas que lo mantenían oculto. Lentamente se fue acercando a la puerta hasta que se sintió lo suficiente seguro como para ponerse de pie y correr. El hombre estaba bastante concentrado en lo que hacía, así que lo único que percibió fue una borrosa silueta desaparecer cerca de la entrada. Había llegado un poco ebrio al rastro y después de haber bebido más, sus sentidos se habían entorpecido. «¿Fue eso un fantasma? ¿Un duende? Da igual, maldición», se dijo, tragándose lo que quedaba de la botella para irse a continuar con sus labores.

        En el área de producción, las reses pasaban a la etapa de descuartizado. Para escapar un poco de la peste, los trabajadores se metían bolas de papel o trozos de tela medio arrugados en las fosas nasales. Jeff prefería oler el hedor de la sangre. Le encantaba percibirlo y más si estaba mezclado con el de la carne y las vísceras. La fétida esencia llegaba hasta su psique, despertando ese excéntrico gusto que tenía por comer carne cruda. Arrachera, bife, vacío, costilla, filete; todos le encantaban completamente lejos del fuego, lejos del aceite y de cualquier parrilla en donde fueran a ser cocinados. Adoraba meterse la carne cruda en la boca, masticarla y sostenerla cerca del paladar para embelesarse con su épico sabor. La sangre regándose entre su lengua y dientes lo magnificaba. Un gusto demasiado anormal que adquirió a los quince años y que no había logrado eliminar. Al contrario, algunas veces temía que todo aquello se intensificara, al grado de obligarlo a odiar las verduras y al resto de los alimentos. Para su suerte, consideraba que tenía un espíritu demasiado fuerte como para que eso sucediera.

      Mientras Jeff se encontraba separando la grasa de una res, Sill se alejaba cada vez más del cuarto de herramientas. La cortina de metal que cubría la entrada principal había sido cerrada. La única salida que quedaba era la que daba hacia los corrales; un umbral despejado que estaba en la esquina de la sala de calderas y del sitio en donde se molía el desperdicio; un umbral que el niño pudo atravesar sin problemas.

      El aroma a paja, excremento y mugre lo disgustó al instante. Ante él se hallaba el numeroso ganado de bovinos que el matadero se encargaba de criar para después matar. Caminó entre las filas de establos, asomándose debajo de las puertas de madera para ver a las reses que comían y dormían sin preocupaciones. Todas eran prisioneras; todas desconocían su fin. Para él era como si fueran una especie de mascotas, como perros o gatos; hasta que luego de verlas por largo rato, empezó a darse cuenta de que se asemejaban más a las personas. Extrañamente se imaginó a su madre tumbada en la paja y el fango, recordando lo que Jeff había mencionado acerca de la libertad.

      «¿Qué pasará si las libero? ¿Causarán un caos como nosotros?», se dijo, acercándose lentamente a la puerta de uno de los establos. Tomó el broche que la aseguraba. Las manos le temblaban y… ¡Un ruido se escuchó a lo lejos!

       El chiquillo corrió a esconderse detrás de unos costales de alimento. Nervioso, se asomó velozmente para ver lo que pasaba, pero su flequillo le estorbaba.

       En el área de producción ya habían terminado de destazar a la última res. Más animales debían ser metidos en el corral para aislamiento y fueron varios hombres a quienes se les asignó la tarea. Exactamente uno de ellos había ocasionado aquel ruido que escuchó Sill, cuando al llegar a los establos accidentalmente tiró una horca.

      Empleando gruesas cuerdas, los trabajadores lazaron cuatro reses, jalándolas afuera de sus establos y arreándolas hasta el pasillo. Después dejaron que el más joven se encargara de llevarlas.

      Cuando el resto de los empleados se fueron, el niño salió de su escondite.  «¿A dónde las llevarán?», se preguntó, decidiendo seguirlas. Un largo camino rodeado por rejas fue recorrido hasta llegar a una cámara redonda hecha de metal, en la que las vacas fueron metidas una por una.

      Sill se quedó detrás de unas pacas de paja.

      Antes de irse, el empleado selló la entrada, dejando caer unos bloques rectangulares de madera que eran parte de la puerta.

      Cuando se quedó solo, el niño salió, yendo de inmediato a echar un vistazo adentro de la extraña cámara. Ahí solo estaban las reses moviéndose de un lado a otro. «Aquí no hay ningún aparato mágico. ¿Será que el aparato entra por ahí?», se dijo, mientras seguía detrás de los bloques de madera, mirando lo que ocurría.  

      La puerta que se encontraba al lado contrario se abrió de repente. Sill reconoció a su padre en cuanto lo vio entrar. Oculto, miró cómo este lazaba a una de las vacas y se la llevaba consigo. Quiso meterse para seguirlo, pero prefirió esperarse a que el lugar se quedara vacío. 

      De poco en poco los animales fueron saliendo y durante ese tiempo, el chiquillo se mantuvo atento, escondido detrás del muro para evitar que Jeff lo viera. Su curiosidad era como una comezón molesta que quería exterminar en cualquier momento, pero hasta que ya no hubo más vacas, se atrevió a entrar. Caminó hasta la puerta, mientras su corazón latía desmesurado y él no dejaba de sentirse emocionado por descubrir lo que se encontraba del otro lado.

      Aquel umbral era mucho más fácil de atravesar que el anterior. Solo bastó con que empujara el frío metal para abrirse paso directamente a la sección de matanza, desangrado y descuartizamiento de los bovinos. Frente a él se pintó un sádico paisaje, en el que el tiempo pareció detenerse repentinamente. De barras de metal asidas al techo colgaban los cuerpos de las reses cabeza abajo, sin patas y con el cuello vomitando sangre fresca que caía formando una escabrosa alfombra color carmesí que cubría por completo el suelo; algunas se encontraban sin piel, trozadas a la mitad y con la cabeza a medio cortar, mientras que a otras les colgaban los intestinos como si se trataran de piñatas a medio rellenar. El ronroneo de las seguetas eléctricas destrozando huesos, separando tendones y cercenando nervios, combinaba con aquel ambiente escalofriante en el que coágulos y pequeños trozos de carne adornaban el azulejo blanco de los muros, siendo parte de un acto mórbido que a los empleados les parecía del todo mundano.

      Allí no había ningún aparato mágico del que su padre le había hablado, y después de encarar la verdad, Sill ni siquiera tuvo tiempo de sentirse mal por el engaño. Sus negros ojos percibieron toda la brutalidad que se regocijaba en aquella habitación, en donde se llevaba a cabo un sanguinario ritual en el que el humano sacrificaba al animal para cumplir un capricho más de su existencia. Fue demasiado. Demasiada crueldad, quizá; demasiada sangre y carne regadas por todas partes. Fuera lo que fuera, el chiquillo se perturbó descomunalmente con lo presenciado. El horror se lo comió de la cabeza a los pies. Entero, su cuerpo se empapó de un helado sudor que parecía ser más bien ácido carcomiéndole la piel. Las lágrimas empezaron a escurrirle y un agudo dolor en el pecho lo secundó.

      Todo había sucedido en menos de un minuto.

      Los carniceros estaban en lo suyo cuando el niño entró de repente. Pocos fueron los que se dieron cuenta de su presencia; desconcertados, lo vieron detenerse y poner una cara ahogada en total aflicción.

      Sill pegó un chillido, corriendo en total frenesí. 

      —¡Hijo! —gritó Jeff, sorprendido por verlo ahí metido. Tiró las herramientas que sostenía y fue detrás de él para detenerlo.

      Todos pararon sus labores, siendo partícipes de una pausa en la que reinaron las dudas y la confusión.                  

      El chiquillo quedó tan trastornado que perdió una parte de su conciencia, estremeciéndose lo suficiente como para correr como un maniaco y estamparse con furor en una de las plataformas que los carniceros usaban para destazar a las reses.

      Un bullicio dio fin al suceso. Los empleados lo rodearon, viéndolo tumbado pecho arriba, con la cabeza sangrándole y hundido en un peligroso sueño del que algunos temían que no fuera a despertar.

      Jeff se metió rápidamente al centro del círculo, cargando a su hijo y mojándole el cuello con el llanto de su impotencia. Se sentía tan miserable, tan culpable…, tan estúpido; como si lo hubiera hecho a propósito, o peor aún, como si alguien se lo hubiera advertido y a él no le hubiera importado. En plena consternación, miró el rostro dormido de su pequeño, prometiendo que nunca más le volvería a mentir.

                                                                    3

El viento frágil y tenue hacía danzar las cortinas de poliéster, colándose por la ventana para hacerle compañía a las sombras que rodeaban uno de los dormitorios del hospital en el que Sill estaba internado.

      Afortunadamente el traumatismo no provocó ninguna perforación en su cerebro, logrando que el cirujano se encargara de limpiar la pequeña hendidura en el hueso del cráneo para suturarla. Los especialistas determinaron que el impacto que el chiquillo tuvo sobre la plataforma, no fue lo que provocó su desmayo, sino el bloqueo emocional que experimentó luego de ver lo acontecido.

      La mañana se había ido y en el apogeo de la tarde, Jeff permanecía a su lado, sentado sobre una incómoda silla y atravesando por una de las esperas más agrias por las que había sido obligado a pasar. Con premura veía a su hijo que yacía pecho arriba y con el rostro un poco inclinado hacia la izquierda. El lado derecho de su cabeza había sido rapado para la operación y cubierto por un bulto de gasas que eran sostenidas por las vendas que rodeaban su cráneo. ¿Qué iba a obtener de todo esto? Una sanción por llevarlo al rastro, una discusión con su esposa y el atosigamiento permanente de su conciencia, pero nada se compararía con lo que le deparaba al niño, quien quizá llegaría a padecer daños mentales y toda clase de cambios en su comportamiento que podían alejarlo del éxito que le esperaba; de aquel triunfo que su noble padre predecía constantemente y al que se aferraba como si le perteneciera a él mismo.     

      De pronto los ojos de Sill se abrieron con exaltación, como si gritaran y quisieran saltar, dejando así los puros huecos. Parecía que lo habían rescatado antes de morir ahogado.

      Jeff se levantó apresuradamente, retirándose la boina que llevaba puesta. Tembloroso se acercó a la cama, hincándose en el piso para tentar la mitad del cuerpo de su hijo que permanecía descubierto por la sábana blanca. Temía toparse con un niño distinto; le preocupaba tanto que no lo reconociera o que empezara a pegar mil gritos.

      —Sill, ¿cómo te sientes? ¿Puedes hablar?

      El infante miró hacia todos lados con la boca semi abierta y soportando el terrible dolor de cabeza. La pérdida de sangre había empalidecido su tez tostada y parecía bastante debilitado.

      —¿Qué pasa, hijo? ¿Te encuentras bien? —continuó asaltándolo con más preguntas.

      El chiquillo reconoció que se trataba de un hospital y se preocupó por saber cómo había llegado ahí. Confundido, pasó la mano derecha por su cabeza, tocando las vendas y las gasas que cubrían el lado de dónde provenía el agudo dolor que sentía.

      —Llamaré al médico. Espera aquí —dijo Jeff, poniéndose de pie.

      El recuerdo del rastro apareció de pronto en la mente de Sill. El cuarto de instrumentos, los corrales, las reses siendo mutiladas; todo el horror y el pánico surgieron con el resto de las imágenes que se fueron esclareciendo.

      —¡Papá! —exclamó al fin con una voz quebradiza.

      El hombre de la boina se giró, viéndolo.

      —Papá… Yo vi a las vacas. Vi que las mataban —miró molestamente a su padre, arqueando las cejas sin quitarle de encima la mirada—. Yo no vi ningún aparato mágico.

      —Sill… Hijo, lamento haberte mentido. Yo no quería que cuando te enteraras, tu vida pudiera verse afectada —sus ojos se enrojecieron, sosteniendo la angustia—. Es horrible admitir que la forma en la que descubriste el engaño te dio más problemas de los que yo te pude haber causado, si únicamente te hubiera dicho la verdad.

      —Por eso mentir es malo —respondió Sill con un tono de inocencia.

      —Lo acepto, pero dime, ¿por qué saliste de la habitación? ¿Por qué me desobedeciste?

      —Porque quería conocer el aparato del que me hablaste, pero después visité el lugar en donde las vacas vivían y… —se silenció de repente, mirando con preocupación a su padre—, no me gustó estar ahí. Ya no quiero volver a ir.

      —No lo harás, hijo. Eso ya pasó y ahora estás aquí, conmigo. Aunque podemos hablar de eso cuando quieras.

      —No lo sé.

      —Está bien. Descansa. Yo iré por el doctor para que te revise.

      —Papá… —lo detuvo una vez más—. ¿Por qué comemos vacas?

      Jeff tragó saliva.

      —Pues, las vacas y otros animales como los cerdos, las ovejas y los pollos son nutritivos, saben muy bien, son fáciles de atrapar y de criar. Por eso es que nos alimentamos de ellos.

      —Ya entendí.

      —Ahora vuelvo —se despidió, saliendo del dormitorio.

      Sill se mantuvo repasando las palabras de su padre: «…las vacas y otros animales como los cerdos, las ovejas y los pollos son nutritivos, saben muy bien, son fáciles de atrapar y de criar.» Su alta capacidad de análisis lo llevó a cuestionarse si había otros animales que fueran comestibles también. Le resultó curioso imaginarse comiendo albóndigas de oso o un estofado de león, y eso lo hizo sentirse confundido. Si las personas solamente podían comer animales de granja, ¿por qué cuando su familia iba al campo solía asar ratas o víboras? Comer otros animales no parecía ser peligroso. De pronto empezó a fantasear con un restaurante enorme en el que trabajaban decenas de cocineros, con bastantes comensales contentos y satisfechos por las exóticas comidas que se servían, como hamburguesas de jirafa, cócteles de delfín y sopas de perro. Pensar en algo como eso le causó gracia. Una risilla fue partícipe de la extraña fantasía. Hasta que entre tanto, se imaginó a sí mismo asistiendo al lugar y pidiendo algún platillo que llevara carne de humano. ¿Comer humanos? Una idea anormal para la mente de un chiquillo convencional. Así es, pero para Sill no. Un niño curioso e inteligente como él, era capaz de pensar en cosas así de extrañas.

                                                                 4

La palma de la mano de una mujer iracunda golpeaba el muro de uno de los pasillos del hospital, pausando de vez en cuando el agresivo movimiento con dramáticos quejidos. La señora Beck gritaba y se ruborizaba. Estaba bien decidida a descargar todo el coraje que le carcomía saber que su hijo menor había sido lastimado.

      Jeff, por su cuenta, luchaba por ser tolerante a la actitud tan difícil que su esposa había tomado. Sentía que la mesura se le resbalaba de las manos cada que ella lo veía con sus ojos vueltos dardos, y él recibía la amenazadora mirada como si tuviera una enorme diana pintada en el rostro.

      —¡Cuatro años, Jeff! ¡Tu hijo tiene solo cuatro años! ¿En qué estabas pensando cuando lo dejaste metido ahí? —exclamó ella, exagerando el tono de su preocupación para luego secarse las lágrimas con su suéter.

      —Cariño, yo te dije que no podía llevarlo. Si lo hice fue porque no había otra opción.

      —¿Traumarlo fue lo mejor que pudiste hacer? —lo encaró, mirando hacia arriba y torciendo la boca con desagrado (el noble hombre detestaba esa rabieta) —. Seguramente tú fuiste el que le dijo que no había problema si salía a explorar.

      —¿Por qué piensas eso? ¡Él lo hizo por su propia cuenta! Es un niño, es curioso, ¿qué más debes suponer? ¡Él jamás te ha importado! Y lo sabes. No tienes un hijo, tienes dos. Y el otro, el que siempre ha sido un fantasma para ti —señaló hacia la habitación en la que Sill dormía—, está esperando a que lo apoyes y lo ames como debe ser ¡porque está cansado de que ni siquiera te tomes el tiempo de explicarle por qué el cielo es azul!  

      La señora Beck mantuvo la boca abierta, tragándose las lágrimas que corrían por su mirada saturada en resentimiento y atragantándose con las palabras vestidas de realidad que su esposo le había dicho. Tremendamente afligida se sentó en una de las bancas que estaban a orillas del pasillo.

      —Sill es un niño increíble —le dijo Jeff más calmado. Se había acercado a ella, sentándose a su lado. Sabía bien que a su esposa jamás le había interesado que su hijo menor tuviera un nivel de inteligencia un poco superior al de la mayoría—. Sé que esto no intervendrá demasiado en su desarrollo.

     —Es tan pequeño aún —mencionó ella con la voz tremendamente rota.

     —Él va a estar bien. Ya lo verás. Aunque te resulte increíble, nuestro pequeño tiene una mente poderosa.

     Esa noche ambos se quedaron a dormir en el hospital.

     Por la mañana, el señor Beck partió a casa, alistándose para su segundo empleo. Cada domingo salía a vender carne seca. El rastro le proporcionaba la carne fresca a un precio menor y el hombre compraba grandes cantidades de vez en cuando para salarla y ponerla a secar. Los costales en los que la empaquetaba permanecían en su sótano, listos para la venta y consumo de su familia.

      Por esa ocasión, Sill no pudo acompañarlo.

      El doctor asignó el día de la cita en la que le debían retirar los puntos de la sutura. Antes de que la señora Beck le diera las gracias y se despidiera, el hombre le indicó que su hijo había salido bastante bien en las pruebas de coeficiente intelectual, pero lo más considerable era que acudiera a un centro de salud mental para que verificaran que no hubiera señales de algún trastorno psicológico. La mujer únicamente se mostró indiferente y se marchó. Por supuesto que no lo haría. Eso era independiente a los servicios que cubría su seguro y ellos no tenían el dinero para cubrir un gasto como ese. Encomendada con las palabras de su esposo, no volvió a preocuparse más por ello.

      Al atardecer, Jeff llegó a casa. Estaba tremendamente fatigado y hambriento. En cuanto entró, notó que su hijo mayor ya había terminado de repartir la entrega que le habían asignado el día anterior; ahora se encontraba echado en el sillón, como era su costumbre, con una lata de refresco en la mano y esa constante repulsión que resguardaba en sus ojos. La señora Beck apareció en la sala, saludó a su esposo y dejó un plato con comida sobre la mesa del centro.

      —Aquí tienes —dijo, dirigiéndose a Ritho.

      Él le dio las gracias. Hacía tiempo que ya no cenaba en el comedor. A Jeff no le gustaba para nada la idea, pero la señora Beck parecía no tener problemas con ello. «Mi hijo es casi un adulto y ya puede hacer lo que se le venga en gana», solía decirle.

      Por ahora el noble hombre no tenía muchas ganas de frustrarse con ver el infortunado rumbo que la vida de su hijo mayor iba tomando, así que continuó caminando hasta llegar al comedor. Allí vio a Sill coloreando sobre la mesa. La señora Beck le indicó que recogiera sus cosas, mientras colocaba algunos platos y cubiertos para comenzar a servir la cena. El chiquillo obedeció inmediatamente.

     Jeff lavó sus manos en el fregadero, sentándose con un grado de satisfacción paulatino. Se sentía bien. Frente a él fue servido un filete crudo y una generosa porción de ensalada de papas. Antes de empezar a engullirlo, notó una cara de desagrado en su hijo menor.

     —¿Qué pasa? ¿No tienes hambre? —le preguntó, preocupado.

     —Sabes que anoche se comió solamente el puré de zanahoria —intervino la esposa, empleando un empalagoso tono de desagrado—. En el desayuno probó los pedazos de pan que acompañaban la comida del hospital y desde hace unas horas ya no ha querido comer más. No sé qué le pasa.

     —¿Al menos ya intentaste preguntarle por qué no quiere hacerlo? —preguntó Jeff, cansado de la engreída actitud de su mujer.

     —¡Ya sabes que a mí nunca me quiere decir nada! —replicó ella, cruzando los brazos y mirando indignadamente a Sill.

     En sí, el niño no tenía problemas con toda la comida, pero luego de haber pasado por la experiencia en el rastro, le costaba estar cerca de los alimentos que contenían carne de animal. Mugidos aterrorizantes empezaban a resonar en sus adentros mentales cada que estaba frente a ellos. Asco. Un tremendo asco se filtraba en él, apoderándose de su apetito y condenándolo a hacer todo lo posible por no engullirlos.

     —¿Qué pasa, hijo? Tú adoras el filete asado —le dijo su padre.

     Sill sonrió forzosamente, acercándose más al plato. Lentamente tomó el tenedor y picó el filete, quitándole una porción del tamaño de una migaja. Se mantuvo viéndolo, mientras recordaba a los empleados recortando los cuerpos muertos de las reses, al suelo cubierto por sangre y al hedor de los desperdicios. En un solo movimiento envió el trozo a su boca, imaginando que esa misma carne podría pertenecer a su propia madre. Aquel enfermizo pensamiento lo hizo retorcerse de repulsión. De inmediato escupió el bocado y salió corriendo de ahí.

      —¡Sill! ¡Espera! —Jeff trató de detenerlo.

      La señora Beck únicamente se molestó con dejar salir unas cuantas lágrimas de angustia.

      Ritho que seguía cenando, vio cómo su hermano atravesó la sala y abrió la puerta para largarse. Sin demostrar interés alguno por ello, continuó en lo suyo.

      Jeff corrió, sintiéndose sumamente molesto al notar que el muchacho no se había atrevido siquiera a preguntar lo que sucedía. Tenía tantas ganas de sacarle la curiosidad a golpes, pero no era el momento adecuado para hacerlo. Con una marea emocional zarandeándole la mente, salió de la casa, yendo tras su hijo menor.

      Afuera, los aposentos de la madre naturaleza se empezaban a vestir con los mantos de la penumbra. La luna se asomaba atizando el firmamento y el viento se embravecía, haciendo susurrar a las ramas. En toda la majestuosidad del nacimiento de aquella noche, Sill recorrió velozmente el camino de tierra que iba directo a los bosques. Tenía solo cuatro años y la rapidez con la que se movía le generó nauseas. Aun así persistió, esperanzándose por que la bruma fuera lo único que le pillara. No tenía idea de a donde quería ir. Solamente añoraba escapar y quedar fuera de todo lo que le recordaba la terrible experiencia que había pasado en el rastro.

       El aire frío chocaba con sus mejillas, borrándole de poco en poco el terrible asco que lo ceñía. La cabeza estaba a punto de estallarle y trabajosamente podía continuar respirando. El sonido de los árboles y uno que otro pájaro solitario lo hizo detenerse. Allí, a unos cuantos pasos más, iniciaban los bosques.

      Antes de que se atreviera a pensar si era buena idea o no irse a meter en ellos, una voz se escurrió entre el chasquido de las hojas, mientras la luna desde arriba fue testigo del encuentro.

      —¡Qué maravilloso es saber que eres alguien especial! —exclamó Jeff, riéndose para atenuar sus aires de sabiduría.

      El chiquillo volteó, bajando rápidamente la mirada.

      —Pero todo eso se vuelve difícil cuando las personas con las que no tienes nada en común, son seres que amas —dijo el hombre, demostrando nostalgia y aflicción—.  Solo basta un poco de tiempo para que te des cuenta de que ellos siempre serán los extraños.

      —Me siento mal, papá —intervino Sill, sollozando.

      —¿Qué sientes exactamente? Dímelo —le preguntó, tomándolo de los hombros y mirándolo atentamente a los ojos.

      —La carne me da asco. Me recuerda lo que pasó… Siento como si…, como si te comiera a ti o a mamá —respondió con la mirada enrojecida por las lágrimas que no podía contener al pensar en las reses cortadas en pedazos.

      Jeff lo abrazó, consolándolo a mitad de la penumbra.

      —Todos hemos pasado por cosas terribles, Sill. Situaciones que nos van cambiando con el tiempo. Tú eres un buen niño, así que lo que debes hacer es escoger un camino.

      —¿A ti también te pasó algo malo?

      —Me han pasado muchas cosas malas, hijo, pero lo importante es que siempre he hecho algo por solucionarlas. No creo que lo correcto sea forzarte a comer carne, así que tendrás que convertirte en un vegetariano.

      —¿Un vegetariano? ¿Qué es eso?

      —Así se le llama a las personas que no comen carne. Hay varios tipos, incluso están los que no tienen problemas con consumir leche o huevo.

      —Aún me gusta la leche.

      —Perfecto. Desde ahora solo le quitaremos la carne a tu dieta, ¿está bien?

      —Sí, papá.

      —Sill —Jeff se agachó, mirándolo delicadamente—, si te vuelves a sentir mal por algo, únicamente tienes que decírmelo. Yo veré la forma de ayudarte y si no puedo hacerlo, buscaremos a alguien para que lo haga.

      —¿A quién?

      —A un doctor.

      El niño optó por no decir más. Prefirió guardar todas sus preguntas para decírselas a su padre al día siguiente.

      Mientras, en el silencio de la oscuridad con la que era abordada la noche, ambos caminaron de vuelta a casa, callados y concentrados en sus propios pensamientos.   

      Durante el recorrido, Jeff no pudo dejar de sonreír con la ironía que la misma vida había usado para sorprenderle. Justamente él había sido el hijo único de dos vegetarianos, y se alegraba de que así fuera, pues siempre se quejó de la alimentación tan egoísta que le habían dado. Desde que era bebé lo obligaron a comer frutas y verduras en papillas que supuestamente complementaban su nutrición con leche de almendras. La falta de alimentos de origen animal hizo que creciera como un chico débil, flaco y desnutrido que enfermaba cada vez que se paraba bajo unas cuantas gotas de agua, que siempre estaba somnoliento y que no podía jugar sin temor a lastimarse porque sus heridas tardaban demasiado en sanar. Jeff siempre detestó la ideología de sus padres y cuando inició su adolescencia decidió probar la carne, siendo derrotado por su místico sabor. Enviciado por ello, le dijo a sus progenitores que se convertiría en un omnívoro, pero ellos lo rechazaron, ordenándole que mientras viviera bajo ese techo, no tendría el derecho de devorar ningún animal. A los quince años no pudo soportarlo más y prefirió irse entonces. Vivió en la casa de algunos de sus amigos durante unos meses y luego se dirigió al campo. Cuando dio con el rastro, consiguió un puesto como carnicero y le pidió al dueño que le permitiera dormir ahí en lo que obtenía el dinero suficiente para pagar el alquiler de alguna habitación. Después de eso, su vida dio un giro completamente. Jeff sufrió mucho para obtener lo que quería, pero terminó haciéndolo y eso le satisfacía considerablemente.

     Ahora que ya era un adulto, presenciaba la resurrección de su historia.

     Antes de acostarse, se quedó mirando un rato por la ventana de su dormitorio. Recordar su pasado lo hizo imaginarse a sí mismo, hace veinte años, corriendo en aquellos sombríos prados; corriendo para despojarse de los lazos familiares; corriendo para disfrutar de las creaciones de su propia mente.

      Esa noche repasó frase por frase la profunda despedida que les hizo a sus progenitores, inmortalizada en una carta que dejó debajo de una de las figuras con imán que estaban sobre la puerta del refrigerador.

A mis padres, vegetarianos fríos.

Me aventuro al pasado, arriesgándome en el presente. Yo, fiera de mis sueños, estribo de mi conciencia. Sé que ahora estoy atrapado en la cima de la vida, con el orgullo herido, pero he visto una salida. Solamente busco esas sombras ocultas bajo el tapete del rechazo, allí se encuentran escondidas. Ustedes han hecho que me sienta como un minutero de un reloj descompuesto a media calle, llevando segundos a la hora y horas al segundo. A ustedes, extremistas de por vida, les digo que no quiero ser uno más; porque si siempre me han negado mil cosas buenas, eso me hace enterrarme en sus tumbas abiertas.

     Lo más bello del mundo, del existir suyo y mío, es la realidad profunda que no se brinda ni se fía. Desde hoy ya camino por la vereda oscura, poniendo el pie en un peldaño hueco, en el eslabón mal construido… Desde hoy sé que lo que he hecho es simplemente mi destino, mi caminar.

     Espero que por primera vez puedan esforzarse por comprender estas palabras.

                                                               

Se despide, Jeff.

                                                                      5

Con el paso del tiempo, Sill Beck se fue acoplando cada vez más a su vegetarianismo. Su padre le daba todo lo que necesitaba para crecer fuerte y feliz, mientras que su madre se quejaba constantemente de eso, invitándolo sutilmente a que volviera a ser «normal». Sus compañeros de clase lo empezaron a tratar como un chico extraño, aunque eso no se debía solamente a su alimentación. Poco a poco aquel niño de ojos negros fue adoptando ideas realmente anómalas que lo fueron convirtiendo en un individuo un tanto antipático.

     La vivencia del rastro le dejó toda clase de amarguras. De vez en cuando padecía de insomnio y era perturbado por la constante aparición de las imágenes de las reses siendo descuartizadas. Muchos de sus sueños eran como pedazos de recuerdos que se esforzaba por mantener bloqueados, pero que salían algunas veces para torturarlo. Entre todo ese sufrir, empezó a reflexionar al respecto. «Los humanos comen animales porque saben que ellos mismos no son animales. Los humanos no comen humanos porque saben que son humanos.» Entonces, pensó en los hombres que había visto en el matadero, dedicándose a irrumpir la vida tranquila de las vacas para llevarlas directo a una siniestra muerte. «Los humanos malos que castigan a los animales no se sienten mal por hacerlo. Tal vez si me siento así es porque soy más bueno de lo normal.»

Adentro de la psique, en donde se había formado el Reino Mental, todos los elementos seguían con el curso de su desarrollo. La Torre de la Personalidad se había convertido en un monumento conformado por cientos de piezas de diferente forma y tamaño que día a día se dedicaba a lanzar, desechar o ensamblar en sí misma, convirtiéndolo todo en una construcción infinita creada para modificar la forma de ser de Sill. Las Bestias, las emociones, continuaban creciendo y bebiendo el agua de la Fuente de la Razón; aunque ellas no eran las únicas que la requerían para evolucionar. También las luces la necesitaban y cada que la mente temblaba, luchaban por llegar hasta ahí.

      La primera que lo lograba, se mantenía adentro, soportando el ardor que el agua le producía, hasta que salía convertida en un Pensamiento. Así, las luces se transformaban en Pensamientos y luego pasaban a ser Ideas. Todas lo habían hecho alguna vez, a excepción de una.

      Después de lo que había pasado en el rastro, el Reino Mental se vio afectado también. Los temblores aparecieron más seguido, dando origen a cientos de Ideas y Pensamientos que desaparecieron para abrirle paso a otras más.

       En una de esas ocasiones, quizá cuando Sill cumplió los ocho o nueve años de edad, el lugar experimentó la peor sacudida de su historia. El estremecimiento aterrorizó a todos los seres que habitaban ahí. El agua de la Fuente de la Razón se mantuvo burbujeando por el inmenso calor que la hacía hervir. A pesar de eso, un grupo de luces se interesó por sumergirse, aunque no fue necesario que lucharan entre sí para lograrlo. En cuanto se acercaron al pilón y las gotas les salpicaron, retrocedieron de inmediato. El temblor continuó calentando el líquido cada vez más, fue entonces cuando una de las luces (aquel primer huésped que tuvo la mente) se metió de un salto, manteniéndose ahí, totalmente libre de dolor. Todos los habitantes quedaron atentos a la situación, completamente quietos y silenciados por su perplejidad. Cuando el inmenso lugar dejó de sacudirse, la luz continuó intacta y el resto de los seres se asombraron infinitamente por ello, tanto, que ninguno se opuso a hacerle una reverencia como señal de reconocimiento. Las Bestias, las Ideas, los Pensamientos y toda clase de Fantasmas se arrodillaron. Con tal acto, la luz empezó a brillar.

      «¿Qué me sucede? ¿Estaré alcanzado mi transformación?», pensó mientras sentía como su cuerpo iba cambiando en un ser que nunca antes se había visto. Así era; nadie había tenido la oportunidad de mutar de esa manera porque el elegido para hacerlo era solo ella. Una Filosofía, en eso fue en lo que se transformó y con ello llegó la responsabilidad de liderar aquel reino. 

¿Qué había pasado con Sill realmente? Afuera, el perspicaz niño al fin había dado con la concepción que enlazaba gran parte de lo que había surgido en el rastro. «Es posible… —pensó, tomando las reflexiones constantes que había hecho acerca del consumo de la carne y su relación con la vida humana—, que la gente que come carne nunca haya visto cómo se la quitan a los animales; aquellos a los que no les interesa eso simplemente no tienen corazón. Yo pienso que no deberían castigar a los animales comiéndoselos. ¿Qué habrán hecho ellos para merecer algo así? Los sujetos malos son los que deberían ser castigados de esa forma. Incluso podría creer que ellos son las vacas que deberían alimentar a la humanidad.»

      Esos fueron los orígenes de aquel idealismo que modificó considerablemente su existencia. Eso fue lo que él mismo reconocería mucho después como la Filosofía del Animal.

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