3. Los caminos de la vida (Parte 1).

Gio se llevó consigo la caja de los gatitos una vez que la recibió. No podía permanecer mucho tiempo con ella en la universidad donde estudiaba, pues debido a una política estaban prohibidas las mascotas y los animales ajenos, a no ser los que se utilizaban como conejillos de Indias. La idea de tener un gato después de mucho tiempo le agradaba, y lo demostró mirando en repetidas ocasiones dentro de la cajita mientras se dirigía a la parada del camión, ubicada aproximadamente 1 kilómetro al sur. Los tres gatitos, apretujados, lo miraban con ojos enormes como platos cada vez que se asomaba. Durante el trayecto, la gente miraba con recelo a Gio al ver que le susurraba a la cajita, pero él, acostumbrado a los metiches porque llevaba puesta la bata de laboratorio a todas partes, no prestaba atención a esas miradas acosadoras.

Al abordar el transporte público, Gio colocó la cajita sobre el asiento contiguo. Los mininos empezaron a maullar con fuerza y a rasguñar el interior de la caja al sentir el constante ajetreo causado por el movimiento del camión. Al oírlos, el joven abrió la caja e introdujo la mano para tratar de calmarlos, pero como ellos aún no lo conocían, respondían con rasguños; de hecho, la única que lo atacaba era Michi.

Veinte minutos más tarde, una mujer y su pequeña hija se subieron al autobús. Al pasar cerca de Gio, la niña lo miró con curiosidad debido al ahínco con el que abrazaba la cajita. Mamá e hija se sentaron en el asiento que estaba delante de él; la pequeña iba pegada a la ventana y su mamá a la izquierda. El joven contempló con curiosidad a la niña, quien llevaba puesta una extraña diadema con orejas de gato, accesorio que la hacía lucir más tierna de lo que era. De pronto, el camión pasó por un tope pequeño sin detenerse; todos los pasajeros se balancearon sin cesar. Los gatitos, al sentir el salto, protestaron sin parar, y la niña, como si tuviera un amplificador de sonido, identificó enseguida de dónde provenía el ruido. Se levantó como un rayo de su asiento, volteó hacia atrás y gritó con euforia: “¡Gatitos!”. Su mamá la miró de reojo y, levantando la voz, repuso enojada: “¡Siéntate bien, te puedes caer!”. Mientras hablaba, levantó la mano izquierda para sostener a la niña por las pompas, pero ella hizo oídos sordos y le preguntó a Gio:

—Señor, ¿lleva gatitos en la caja?

—Sí, ¿quieres verlos? —respondió él, algo divertido.

—¡Gatitos, gatitos! —gritaba la niña con emoción mientras se movía de arriba abajo como si fuera un resorte.

Su mamá, enojada, exclamó de nuevo: “¡Ximena, no saltes, te vas a caer!”, y giró la cabeza para ver con recelo a Gio. Él desvió la mirada al no saber qué responder ante esa fría actitud, abrió la caja con la mano izquierda por reflejo y, antes de volver a cerrarla, la niña se sostuvo del respaldo del asiento con la mano derecha para impulsarse hacia arriba lo más que pudo y tener una mejor visión; acto seguido, señaló con la mano izquierda el interior de la caja para que su mamá lo viera. Volteó bruscamente hacia ella y gritó con alegría:

—¡Amá, mira los gatitos, mira, mira!

La mujer repuso, enojada:

—¡Hija no molestes al señor!

Gio, un poco apenado, dijo:

—No se preocupe, señora, no me está molestando. Me da gusto que le agraden tanto los gatos a su hija.

—¡Amá, amá, están chiquitos los gatitos!

Gio metió la mano izquierda a la caja y sacó a un minino tomándolo por el lomo; era Fernando.

—Mira —le dijo a la pequeña.

Fernando se puso nervioso al ver a la niña de frente; solo se le ocurrió estirar las dos patas delanteras y sacar sus garritas en caso de un ataque. La niña, por su parte, no prestó atención a las señales de defensa y acercó su mano izquierda al gato. Este lanzó un zarpazo y le encajó las garras a la niña, quien hizo para atrás la mano y mostró una mueca de dolor, pero sin decir nada. La mujer volvió a insistirle a su hija que se sentara, pero ella no le hacía caso.

Gio miró a la mamá con gesto amable —sin que ella se diera cuenta, pues estaba de espaldas— y le dijo a la pequeña con una sonrisa:

—Te dejo cargar un rato al gatito si le haces caso a tu mamá.

La niña gritóo eufóricamente:

—¡Síííí, síí, síí, wiii!

El joven le acercó al gatito, sujetándole las patas delanteras para que no la rasguñara. La niña lo cargó un breve rato, acariciándolo con mucho cuidado un par de veces. Fernando se tranquilizó un poco y no atacó a la niña en esa ocasión.

Momentos después, Gio anunció:

—El gatito no ha dormido bien. Creo que ya se va a dormir, lo meteré a la caja para que descanse. Recuerda que está pequeño como tú y debe descansar bien para crecer.

La pequeña asintió con la cabeza, le dio un pequeño abrazo al gato, se lo entregó a Gio con ambas manos y dijo: “Hasta mañana, gatito”. El joven tomó a Fernando con la mano izquierda, lo acarició un poco con la derecha y lo devolvió a la caja. La niña se sentó y, el resto del viaje, estuvo mirando la cajita de los mininos a través de una pequeña abertura entre los asientos.

Por fin, Gio llegó a su destino y se bajó en la parada del autobús. Vivía en una pequeña colonia que estaba al lado de un centro comercial; solo había dos entradas a ella: una por la avenida principal, pasando por un puesto de tacos estilo Siberia, y otra en la que era necesario cruzar el supermercado. El joven siempre prefería el segundo camino porque el centro comercial tenía aire acondicionado.

El camino tenía tres partes muy delimitadas una de la otra: primero atravesaba el estacionamiento del centro comercial mediante una calzada principal donde transitaban autos, pero no podían estacionarse; en ambos extremos había maceteros con unas palmeras de aproximadamente 3 metros de alto, separadas un par de metros una de la otra. Al finalizar, la calzada se juntaba con otro camino que corría en plano horizontal, y al terminar estaba la entrada norte del centro comercial. En el camino horizontal se estacionaba una infinidad de taxistas esperando a clientes que salían por la entrada del lado norte. A veces, al pasar las personas frente a ellos les decían: “¿A dónde lo llevo, jefe?” o “¡Pásele, viajes baratos!”, pero la mayoría los ignoraba. Cuando Gio caminó por esta parte, llamó la atención de los taxistas al ver que llevaba cargando una caja de donde provenían pequeños maullidos. El joven solo se rio de la cara que ponían.

La segunda parte del camino pasaba a través del edificio del centro comercial. La puerta principal del lado norte iniciaba en la parada de los taxistas; luego había que cruzar una extensa área de comida, y después el camino se dividía en dos pasillos, cada uno con tiendas a los costados; al final se juntaban de nuevo para salir por la puerta del lado sur. Como había sucedido anteriormente, los transeúntes miraban con curiosidad al joven por la caja con agujeritos que llevaba cargando. Sin embargo, Gio se percató de que un guardia comenzó a seguirlo de cerca, así que decidió caminar al doble de velocidad para evitarlo.

A la tercera parte del camino se ingresaba saliendo por el lado sur. Había un segundo estacionamiento más pequeño y menos llamativo, del lado derecho se encontraba el área de descarga de los remolques. Aquí era posible ver de frente, y por el lado derecho, el inicio de la zona residencial. Del lado izquierdo se alzaba un muro de concreto de unos 3 metros que, conforme uno avanzaba, empequeñecía en dirección al sur. Todos los vecinos creían que lo habían construido para separar la colonia donde vivía Gio del centro comercial. En esta parte, el joven tuvo que rodear el muro para poder llegar a su casa.

La colonia de Gio era muy pequeña. A un costado del muro, una calle separaba las casas del centro comercial; era bien sabido por los lugareños que difícilmente transitaban autos por ella. Al rodear el muro, lo primero que podía verse era un parque pequeño de forma rectangular, con una pequeña cancha de baloncesto en la que había una sola canasta. El joven continuó en dirección al norte y caminó unos 20 metros sobre la calle, hasta la esquina donde iniciaban las casas frente al parque. En este punto se detuvo a meditar. Había un terreno baldío de unos 4 metros de ancho por 12 de largo, cercado por una valla eléctrica; dentro vivían dos perros rottweiler que vigilaban sentados que nadie se acercara. Cada uno tenía su propia casita de madera pintada de negro, con íconos de pentagramas y parches con sus nombres ensangrentados detrás de ellos. Ese terreno pertenecía al viejo Pedro, un hombre al que le gustaba la música que llaman metal. Siempre vestía pantalones de mezclilla de los que colgaban dos cadenas; uno de los extremos de ellas estaba enganchado al cinturón y el otro se introducía en uno de los bolsillos de los pantalones. También usaba camisetas negras con nombres de bandas escritas “en sangre”, chalecos de mezclilla mal cortados de las mangas, anteojos negros y un paliacate con los colores de la bandera de México.

El viejo Pedro vivía solo, con sus tres gatos negros, en una casa contigua al terreno. Aparte de sus dos perros guardianes y un extraño pato que solo aparecía misteriosamente por las noches, la gente hablaba muchas cosas de él. Algunos vecinos afirmaban que hacía rituales nocturnos extraños, razón por la cual protegía tan agresivamente su terreno, para que no lo denunciaran. Los chismes más sombríos decían que en el lugar se habían hallado “huesos humanos” (incluso hubo quien juró ver un cráneo humano), muchas botellas de vodka y billetes ensangrentados tirados por todos lados. Gio creía que sus vecinos exageraban con sus chismes, pero la presencia de los fieros centinelas y sus potentes ladridos lo hacían cruzar con miedo; además, daba la impresión de que quizá podrían salir del terreno (la realidad era que estaban atados a sus casitas y sus movimientos eran muy limitados). El joven terminó de meditar y, antes de correr para evitar asustar a los gatitos y que estos, en su desesperación, salieran de la caja, tomó la precaución de tapar las solapas con su mentón.

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