2. Pequeña familia gatuna (Parte 1)

Una pequeña familia gatuna yacía en una cajita —en cuyo fondo había un cojín rojo con un bordado de hilo color oro que decía “En Dios confío— al lado de un sofá reclinable. La madre era una gata tricolor (naranja, gris y blanco) de tamaño mediano y el padre era un gato gris, regordete y con la panza blanca; tenía la costumbre de colocarse junto a la hembra, y constantemente restregaba su hocico con el de ella (tal vez era una señal de cariño). En ese momento se hallaban unas bolitas de pelo mamando del vientre de la gata: ¡eran cuatro mininos recién nacidos! El primero era un macho, con un pelaje negro como la noche. Le seguían dos hembras tricolores; la única diferencia entre ellas era que uno de los pelajes tenía manchas negras y el otro era color gris. Por último, estaba el gato más pequeño en tamaño; su pelaje era blanco en la mayor parte del cuerpo, a excepción de la punta de la cola y las orejas, que tenían un color crema. Sus diminutas orejas apenas sobresalían de la cabeza y sus ojos permanecían cerrados. Cada vez que los gatitos se movían, se arrastraban por el piso al tiempo que lanzaban maullidos lastimeros y buscaban instintivamente el regazo de su madre.

La familia gatuna solía salir casi todos los días de su pequeña caja de cartón —que tenía uno de los extremos recortados para facilitar el paso de los felinos— para jugar. Los padres gatunos transportaban a sus crías de una en una sosteniéndolas por el cogote. Las colocaban frente a su pequeña casa; luego, el padre se movía a medio metro de la cajita y la madre se sentaba detrás de los mininos, maullando un par de veces. La dueña de la familia gatuna interpretaba eso como “Vayan con su padre”, porque enseguida los gatitos empezaban a gatear torpemente en dirección a él, mientras este los miraba ansiosamente esperando a que llegaran a su destino. Si en el trayecto uno se desviaba, la madre lo cargaba y lo ponía de nuevo en la ruta; siempre estaba al pendiente detrás de ellos. Al concluir la pequeña caminata, la gata se acercaba a su pareja y frotaba su hocico contra el de él; más tarde, ambos bañaban a sus crías a lengüetazos, volvían al lecho transportando a sus pequeños para que pudieran comer y, por último, dormir. La dueña siempre se preguntaba qué pensaban sus gatos, pero estaba segura de que, si pudieran decirle algo en ese momento, sería: “Somos muy felices; nos gustaría que estos instantes duraran para siempre”.

Los días pasaban rápidamente y los mininos iban creciendo. Primero abrieron los ojos; después, sus pequeñas orejas comenzaron a erguirse, tomando la forma puntiaguda característica de su especie. Los recorridos que hacían con sus padres terminaban más pronto, y ya no necesitaban que los cargaran para poder salir de la “casita”. Sus maullidos se fueron haciendo más fuertes; poco a poco dejaron de mamar del pecho de su madre y reemplazaron la leche por pequeñas croquetas. A pesar de su crecimiento, los gatitos eran muy juguetones. Solían entretenerse con una pequeña pelota de estambre envuelta en plumas; sin duda, ese era su juguete preferido. Otras veces les gustaba perseguir cintas y distintos objetos que les llamaban la atención, y luchaban con ellos. Sin embargo, su juego favorito era algo parecido a las escondidas: los gatitos corrían como locos para esconderse en los alrededores, mientras uno de ellos se quedaba quieto unos 10 segundos; después iba a buscar a sus hermanos y, al encontrarlos, entablaban una especie de combate. Si el minino ganaba, el perdedor debía volver a la cajita; si perdía, le daba una segunda oportunidad al ganador para que se escondiera. Normalmente, el juego acababa cuando a la pequeña gata tricolor de manchas grises le tocaba buscar; ninguna de las crías podía ganarle en un combate. Además, cuando ella se escondía, el juego no tenía fin hasta que su madre los llamaba. Por lo general, cuando terminaban una partida, decidían jugar a otra cosa.

Una pareja joven habitaba junto con la familia gatuna. La esposa se llamaba Ellie; era una chica de buen ver y mediana estatura, con un gusto extravagante para vestir. Tenía el cabello amarillo, a pesar de ser de tez morena (siempre elegía ese tono, pues creía que la gente con clase era rubia), y unos labios carnosos como las artistas de televisión. La gente solía decir a sus espaldas: “De seguro se inyecta colágeno”. A Ellie le encantaba pintarse la boca de color rojo —el más intenso del mundo— y los vecinos la apodaban la “Chica gato”, por el simple hecho de que la mayor parte de su ropa hacía referencia a estos felinos. Su esposo se llamaba Steve y lucía mucho mayor que ella, aunque ambos eran casi de la misma estatura; tenía la tez morena y una nariz ancha como la de un cerdo (cuando respiraba, sus fosas nasales se ensanchaban hasta alcanzar el diámetro de un pequeño limón). Usaba un peluquín rizado estilo afro que era su mayor orgullo porque, gracias a él, la gente solía decirle que parecía una estrella afroamericana de los años 80; además, le ayudaba a ocultar su mayor secreto: estaba calvo en la parte superior del cráneo.

Steve tenía un cuarto exclusivo para su peluquín, acondicionado en cuanto a humedad, temperatura y otros parámetros, para evitar maltratarlo. A él no le agradaban mucho los gatos; siempre prefirió más a los perros, pero como era algo mandilón, cedió ante los caprichos de su mujer y optó por dejar que ella tuviera gatos cuando las circunstancias lo ameritaron. A pesar de ello, Steve se dejaba embriagar por las enternecedoras escenas que protagonizaba la familia gatuna, sobre todo porque Ellie y él no habían podido tener hijos; disfrutaba mucho ver el crecimiento de los mininos, aunque en otras ocasiones se molestaba mucho con ellos. Por ejemplo, una vez, mientras dormía en la sala, la gatita tricolor con manchas grises trepó por el sillón y fue a parar encima de su cabeza; el peluquín le pareció un lugar cómodo para hacer sus necesidades y, por supuesto, Steve lo consideró un grave pecado. También se molestó cuando las crías empezaron a usar su sofá favorito para afilar sus garras, destrozaron el cable del cargador de su celular y empezaron a vagar por toda la casa; se quejaba al encontrar su ropa llena de pelo de gato.

La historia que sin duda fue la cereza del pastel, aconteció cuando los gatitos tenían seis semanas de nacidos. Steve y Ellie organizaron una fiesta en su casa por la tarde; ella se esmeró mucho y preparó un pollo rostizado para el deleite de sus invitados. Lo colocaron en la mesa del comedor y se pusieron a limpiar la casa, confiados en que nada podría salir mal. No obstante, los mininos, sintiéndose atraídos por el aroma del suculento manjar, treparon a la mesa y, al no notar protestas de nadie, engulleron gran parte del pollo. Minutos más tarde, la pareja los descubrió “con las manos en la masa”. Steve, rojo de ira, parecía un tomate gigante debido a la redondez de su rostro. Al verlo Ellie, de inmediato se interpuso entre él y los mininos para resguardarlos. Steve estaba irreconocible, gritaba toda clase de majaderías por lo sucedido, pero Ellie defendió a capa y espada a las crías, alegando que estaban chiquitas. Luego se ofreció a arreglar el desastre comprando pizzas y limpiando. Steve, enojado, se fue a la terraza y no le dirigió una sola palabra en todo el día.

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