Capítulo Dos: Balcón

Me encuentro sentada de piernas cruzadas en la sala de mis tíos. Ellos desde la cocina no pierden de vista los movimientos de sus hijos, a su vez, me dan unas cuantas miradas indescifrables. Meto una cucharada de helado a mi boca que saboreo lentamente.

—¿Por qué tío Peter e Irina los ven de esa forma? —cuestiono. Estiro las piernas para descansar un poco.

Oleína traga saliva desviando la mirada a su tazón. Abro un poco los ojos en dirección a Zizzer. Él frota su nariz fuertemente.

—Vamos al patio, pequeña.

Me incorporo y los sigo.

—Si la memoria no me falla, tú mataste a unos cuanto hace años —hace una pantomima—. Mamá y papá nos cuidan de ti, tus genes son tan fuertes como los de Galo.

¿Galo Strett? Fue expulsado de una fiesta organizada por mamá, es el único del que estoy al tanto.

—Asimismo, Galo y Ural tenían un convenio con el estado —resopla—. Politiquerías que no sirven de mucho.

El abuelo Ural administra la granja familiar, el contacto más cercano con un gobernante lo hizo para cuidar el ganado.

—Es todo extravagante, pero la familia profesa, sin excepción, cada una de las supersticiones que nos rodean —dibuja en el aire un aro, incluyéndonos.

—Para finalizar el sermón santo —carraspea mi prima—, aquí hay mucha historia, aléjate y haz silencio durante el trayecto —exige.

Circulamos a través de árboles frondosos, otros secos. Seguimos las marcas hasta toparnos con una mini casa igual a la que acabamos de dejar. Curiosamente no la había visto antes.

Empujo la puerta de madera. Para mí sorpresa, está resplandeciente, incluso más pulcra que su exterior que no disimula el deterioro. Por lo que intuyo es la sala de estar, sillones verdes aclaran las esquinas ahogadas en pintura negra. Un registro en la entrada emula una recepción, y docenas de estantes repletos de libros se extienden pegándose a la pared.

Parpadeo por lo abrumador de la situación. Leer es lo último en mi lista de pasatiempos, pero ver tantos ejemplares me hace querer conocer su contenido.

Empezamos por la pared de la izquierda, documentos que sospecho son importantes están distribuidos por lo ancho y alto de la misma. Fotografías en blanco y negro los encabezan.

Galo Biancheri III corrobora con su firma y presencia haber hecho un viaje económico a las Bahamas el veinticuatro de enero del presente año, descartándolo como sospechoso de los decesos acontecidos en el patio trasero de su vivienda ubicada en el interior del estado… —leo en voz alta la retahíla de información legal.

Zizzer revienta en carcajadas. Me vuelvo sobre mis talones hacia él.

—¡Mi madre creía que él conservaba la marca honorable del linaje! —se mofa y retoma sus risotadas.

—No olvides que papá lo veneraba —Oleína opina por primera vez—, le hizo un altar estrambótico —muerde su labio inferior para ocultar la sonrisa que se asoma.

Las risas son amortiguadas por el bramido de tío Peter. Aparece hecho una furia: orejas enrojecidas, cabello desaliñado y puños apretados.

—Hijo, saca a tus hermanas de mi espacio antes de que los golpee a los tres —Desde aquí veo como sus fosas nasales se dilatan.

Me debato entre llevar el documento o ponerlo en su lugar, pero atemorizada alejo mis dedos del marco de madera.

—Discúlpenos, señor —abandonamos el salón cabizbajos y murmurando.

Peter Biancheri, líder nato de la región norte, esconde cualquier cosa que lo vincule al gobierno, o eso pensaba, su escondite es más evidente de lo que creía.

Sopeso lo que dijo a milímetros de mi oído:

—Bianchi, cuídate la espalda.

Meneo con fuerza la cabeza. Mi familia es peculiar.

Oleína saca de uno de los estantes un juego de mesa y un libro de tapa dura, los coloca en el suelo, donde nos encontramos nuevamente.

Ellos sacan el tablero, no distingo el título, no lo he jugado antes. Me encojo de hombros. Luego pongo mis manos sobre el libro. «Hijos del Ahora», un libro centrado en la mafia y sus derivados, solo eso me dice el sinopsis. Lo abro, de este modo me inmiscuyo en las hojas por más de treinta minutos.

Un suceso me hace fruncir la boca, una mujer de cuarenta años es torturada, tirada en la calle y hallada por su familia en un estado irrecuperable.

Carne quemada, sangre manchándome la camiseta, piedras crujiendo bajo los neumáticos del auto. Puñetazos van de un lado a otro. Empiezo a sudar bastante, un hormigueo recorre mi médula.

Los chicos me miran preocupados, me extienden una taza de Hungría.

—¿Hungría? —examino mi alrededor. La blanca cocina confunde a mis sentidos.

Inspecciono las zonas aledañas. Descubro un asombroso marco cubierto de manchas oscuras. Doy un paso al frente. Está distribuido igual que la de los renegados; también el anaquel de la sala de estar. Rápidamente levanto mi mano izquierda, leo Hijos del Ahora en letras rojas.

Vuelvo a caer en las garras de tan atrapante historia, las horas vuelan, ocurren cosas que me hielan la sangre, otras son como si las hubiese vivido. Quizás papá me las contó de niña, sus grandes hazañas siendo un Biancheri de ojos azules, cuerpo grande, cabello dorado envidiable… Un hombre al que le guardo rencor.

Mi amigo aparece sonriente me atrae a la realidad, en su antebrazo cuelga una frazada. Se esfuerza en convencerme, que debo dormir, descansar, relajarme y de más. Muestro mis manos en rendición. Ya terminé mi primera lectura en años.

Tomo una corta ducha, me visto con mi pijama de estrellas.

—Ya son las dos de la madrugada, Minnie, duerme, por favor —pide después de depositar un casto beso en mi frente.

Me acurruco en la cama individual. Por el balcón se cuela el alumbrado, me veo tentada a salir, pero el cansancio me derriba.

***

No pude dormir, así que me senté en el balcón a las 5 a.m. Esperé pacientemente a Hungría. Cuando no apareció, fui a la cocina a buscarlo, aproveché que no estaba ahí para servirme un vaso de leche fría. Eché un ojo a su dormitorio. Solitario. Por curiosidad, abrí la puerta del baño. Ahí estaba.

Hungría tose tanto que no logra tomar una bocanada de aire. Sin miedo a contagiarme de algo, me siento percatándome de su mirada inyectada en sangre.

—¿Qué te pasó? —Inquiero un poco molesta— ¿Desde cuándo estás así?

Su cuerpo se vuelve a sacudirse. Apunta la repisa situada unos cuantos centímetros sobre el lavabo. Revuelvo todo en busca de una medicina que mencionó una vez.

—Pun-to ro-jo —titubea.

Localizo exitosamente el frasco marcado con un enorme punto rojo. Tiene un nombre imposible de nombrar para un simple mortal. Saco el pequeño vaso de la repisa, lo lleno con agua del grifo para que él beba su medicamento.

De un solo sorbo traga cuatro píldoras. Tarda un rato en estabilizarse, ahora más tranquilo, noto las profundas ojeras bajo sus ojos, sus labios resecos y la palidez cubriéndole la piel. Haciendo fuerza logro que coopere para llevarlo a su cama. Del gabinete junto a esta, alcanzo el termómetro y lo pongo entre sus labios.

—Anoche me sentía mal —dice a duras penas—, y esta mañana vomité de repente —enjuga sus ojos—, cuando por fin pude detenerme, tuve el ataque de tos.

Su voz denota el cansancio producto de su malestar, a continuación, confiesa algo que me corta el aire:

—Cerca de ti me siento enfermo —no me contengo y el sonido hueco de una bofetada retumba en la habitación.

Enojada, le impido hablar encerrándome en el balcón. El sol cubre mi piel morena.

—¿Qué me aconsejarías, aurora? —formulo ante la vasta estrella. Una traviesa nube lo cobija.

—Gracias por nada —me sostengo de las barandas.

Miro hacia abajo. La caída sería espantosa, dolorosa. Balanceo mi cuerpo delicadamente. El suelo me atrae, fiel a la gravedad. Calculando los pros y contra, deslizo una pierna por encima del barandal. Ya cómoda, repito la acción con mi otra pierna. Tenso los brazos para no caerme. Vuelvo a balancearme, ahora admirando la vista del patio delantero.

—¡Minett Antonieta! —Hungría ligeramente más vivaz golpea la puerta que da al balcón—. Quita el pestillo —exige.

Sonrío de lado. Un ardor fugaz surca mi pecho. Es enternecedor que se preocupe. Soy obediente y a regañadientes lo dejo entrar después de ponerme segura.

Por instinto me abraza como si me hubiese perdido, yo intento confortarlo acariciando su espalda.

—¿Querías…? —meneo la cabeza en negación. Él echa la cabeza hacia atrás.

—Estaba admirando el paisaje, no seas pesado —suelto una risilla.

—Hazlo de nuevo y yo mismo te internaré —bromea, o eso es lo que creo—. Para variar, Oleína llamó, tienen problemas.

Los Biancheri pisan fuerte para dejar huella, y muchos líos.

—Además, tiré todo encendedor y cigarrillo que encontré escondido en mi casa.

Y peor aún, una irritable Minett entrará a escena.

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