¿Y Si Digo Que No?
¿Y Si Digo Que No?
Por: Alegría Grey
Prólogo

Minett Bianchi.

La noche de luna llena cae sobre mí. Seguido me veo atrapada por los diversos aromas mezclándose con la humedad; es una inyección de felicidad. En la primera esquina que cruzo, el único farol alumbra la entrada de la panadería favorita de mi madre. Una sonrisa tira de mis comisuras al pensar en las donas de chocolate que mamá tanto adora. Aparco y me adentro al establecimiento, un denso olor azucarado golpea mi nariz.

Mientras me aproximo hacia el mostrador comparto una mirada cómplice con Linda, una mujer de cincuenta años, dueña del lugar y experta en la preparación de un sinfín de postre.

—Tres donas de chocolate, Marina —le ordena a su hija para que busque mi pedido frecuente—. ¿Cómo has estado, Minnie? No es sano que madrugues los fines de semana —me recrimina, una tarea que se ha tomado muy en serio este último año que he trabajado como repartidora.

—Estropea mi horario de sueño, ya me lo has dicho —contesto recibiendo la bolsa de papel que me extiende—. Gracias, la semana que viene a la misma hora —concluyo cerrando la puerta tras de mí.

Vuelvo a la motocicleta retomando mi camino. Desde hace un año hago entregas para distintas empresas, mi propósito es mantener el estilo de vida tranquilo que llevamos mi madre y yo. La salud deteriorada de la abuela Pennyna prácticamente la enfermó, dejándonos una pila de deudas hospitalarias. Es duro estar a la buena de Dios todas las madrugadas los fines de semana; todo sea por la seguridad de Ellie.

Bajo de la moto divisando el edificio. A ella no le agrada verme llegar en un artilugio que pueda matarme, frecuentemente se me escapa un bufido para evitar cualquier posible disputa. Hundo una mano en mi bolsillo trasero y consigo un cigarrillo junto al encendedor. Toso cuando el humo circula por mis pulmones. Exhalo lentamente. Miro mi alrededor cerciorándome de que nadie haya visto mi escena.

Juego con las llaves adornadas por un pin de la promoción. Lleno de aire mis pulmones antes de subir nueve pisos por las escaleras. Me planto justo en la puerta, mi pecho sube y baja intentando estabilizar los latidos de mi corazón. Ya más calmada introduzco la llave y entro al departamento. Avanzo en dirección al refrigerador para guardar las donas, además, necesito un buen trago de agua.

Entorno los ojos sacando la cabeza de la nevera, la echo hacia atrás y mis piernas flaquean en respuesta a la energía que me proporciona el preciado líquido. Limpio mi boca con la manga de mi suéter. Emprendo viaje a mi habitación, quiero descansar y no despertar jamás. Detengo mis pasos a la mitad de la sala, el silencio que circula estremece mis extremidades. En contadas ocasiones la casa ha estado sumida en esta peculiar pesadez, y la más reciente fue durante la muerte de la abuela Penny. Sentimiento de repetición. Moriría si las alarmas en mi cabeza llegasen a cumplirse.

«Aleja los malos presagios ligados a tazas llenas de café, Minett Antonieta». Froto mis manos en busca de un poco de calor, el frío nocturno las ha entumecido. Saco el dinero de la semana y cuento billete por billete. Son más de cien, ahí va la luz y el agua. Como odio los gastos.

—Sí… —celebro levantando los brazos con desanimo.

La vibración de mi celular me alerta, lo extraigo de mi bolsillo y automáticamente la pantalla ofusca mis ojos. Escucho las notas de voz en el grupo que comparto con mis amigos. No sé qué haría sin ellos, aún no consiguen apaciguar mi dolor, pero aprecio la intención.

Hago una mueca de asco. Un correo aparece en la pantalla, tiene el título de siempre, que consiste en: Minett Bianchi, asista a clases, apruebe sus asignaturas y ¡No vuelva!

Son unos amargados los del comité educativo.

—Entiendan, nací para otra cosa que no es…—soy interrumpida por el grito proveniente del dormitorio de mi madre.

«Maldición, que no sea Led de nuevo, te lo ruego».

Antes de llegar a su habitación detengo la carrera en el umbral. Una sensación está impidiéndome avanzar, ni siquiera puedo tocar la manija. Gruño y golpeo la puerta desinteresadamente en si sorprendo o no a alguien en paños menores. Abro los ojos hasta al límite, mamá sostiene su pecho y entrecorta potentes bocanadas de aire. Tanto que su pecho sube y baja estrepitosamente.

—¡Mamá! —La mirada que clava en mí no la había visto jamás, está cargada de repulsión.

—¡Aléjate de mí, sucio animal! —el agujero en mi pecho desbloquea las lágrimas y las despacha en mis ojos.

—Por favor, no hagas esto de nuevo —suplico. Durante un instante el reflejo de Penny flota frente a mamá.

Pretende salir de la cama y soltar las sábanas, consigue caer y darse en la nuca. Ignoro la evidente advertencia acercándome lo suficiente para entender la situación. Oculto mi pretensión de tomarla de brazos antes de que colapse. En una acción tardía vocifera tan fuerte que tengo que cubrirme los oídos.

Esa es mi señal, debo llamar a emergencias. Marco lo más rápido que me permiten los nervios. Ellos no preguntan por mi madre, solamente les doy la dirección.

Mi corazón martillea en mi pecho. Reacia a dejarla sola, corro a abrir la puerta. Las expresiones que se cargan no dicen nada bueno. Con una camilla y su respectivo bolso que hace ver a la chica como una tortuga, pasan a su habitación. Administran cosas raras, lo único que logro identificar es la intravenosa.

—Está coagulada, hay que ir ya al hospital.

Su compañero obedece y yo voy detrás de ellos cual perro buscando comida. La ambulancia huele a metal y alcohol. Ellie sigue gritando, gritándome majaderías. Lo frenética que está nos obliga a atarla. Reconozco un botecito de calmante fluir por la jeringa y salirse un poco, creo que es procedimiento de rutina.

—Desaparece, Minett, no te pido más —me jala por las solapas mi camisa—. Penny te hizo alguien mejor, te quitó el peligro de encima, pero —tose sangre sobre mí, en mi cara se lee un mohín—Ella ya no está con nosotros y ahora sufriremos las consecuencias de no haberte cortado el oxígeno a las tres semanas.

Oigo un desagradable crujido a mi izquierda, bajo la cabeza y noto un alambre sobresalir por la tela. «Rompió el aro del sujetador».

—Mamá, cálmate, estaremos bien —murmuro. Mi cerebro me ayuda haciéndome tomar el celular y teclear “ayuda, hospital central” en el grupo.

Mis amigos no tardan en responder, sin embargo, no les doy la debida atención. Mamá no me puede hacer esto de nuevo, no quiero rogarle al cielo y terminar como una tonta desilusionada.

Los camilleros no me ven cuando abren las puertas de la ambulancia y se la llevan. Pestañeo unas diez veces. Reacciono saltando de ahí y flexionando las piernas en la caída. Acelero el paso. Juraría que las miradas de absolutamente todos caen en mí, luego agachan la cabeza temerosamente.

Trago saliva. Ya no la escucho, el pitido me tira al suelo,

—¡No! — digo acercándome, ella aún suspira, aunque suena muy forzado.

—Minnie, tú no merecías a la abuela —así, sin más, me escupe y el aparato suena en un penetrante sonido plano.

Me aparto porque… Demonios, esto no está sucediendo, Ellie Biancheri no acaba de morir, la mujer que modificó mi apellido con la intención de mantenerme a salvo me insultó hasta su último aliento.

—Cariño, aquí estamos, no estás sola —susurra en mi oído Aleka.

No sabía que me estaba sosteniente y el resto de ellos nos rodea en un abrazo lúgubre.

—Te ayudaremos con los trámites —afirma Sadisha.

—Pero hay malas noticias —Hungría se muerde la lengua—. Nos iremos.

Fantástico, el infierno no termina. Las palabras de Aleka dejan de consolarme. Salgo de su agarre y escondo el rostro entre mis manos.

—¿Y si digo que no? ¿¡Qué pasaría!?

Maldigo a quien deba. A quien haya roto mi corazón por la muerte de mi madre, a ellos por huir después de tanto, por sus ansias de dejarme aquí.

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