Capítulo 2. El baile.

Paseaba por los jardines, intentando bajar aquella gran comilona de pasteles, observando maravillada el lugar. Papá lo hubiese adorado, pues le encantaba la jardinería.

La fuente de angelitos era realmente bella, me quedé mirándola por horas, con aquel relajante sonido de agua que cae, casi me quedo dormida de pie, cuando una voz, frente a mí, me sacó de mis pensamientos.

  • Su majestad – era una mujer pelirroja, con el rostro blanco y labios rosados, pendientes grandes, y un vestido blanco con perlas blancas adornando puntos estratégicos de este – en el palacio me dijeron que estaba usted aquí – asentí - ¿Cómo fue el reencuentro con Fersen? Le insistí en que no viniese a buscarla sin una misiva, pero insistió en que ardía en deseos de verla.

  • ¿y usted es? – quise saber, porque me estaba mareando ya.

  • La condesa de Polignac. ¿Acaso no me reconoce, su majestad? Es cierto, he cambiado mi peinado, quizás por eso, no lo hace.

La condesa de Polignac era la mejor amiga de la protagonista, la que la ayudaba a salir de los marrones en las que se metía, con su esposo.

  • Me ha pedido el primer baile en la gala de esta noche – contesté, interpretando bien mi papel.

Las criadas me vistieron con un largo y pomposo vestido blanco y dorado, de seda, con chorreras y lazos por todas partes, un extraño peinado en mi cabeza, un colgante ostentoso de diamantes a conjunto con mis pendientes, el anillo y la pulsera y unos tacones dorados con purpurina en los pies.

  • Confío en que lo haya rechazado, su majestad – la miré, sin comprender – su alteza real, el Rey Luis XVI estará allí, celebrando con toda la corte real el regreso de nuestras tropas al frente – declaraba. Asentí.

  • No pensaba bailar con Fersen – contesté, sin más. No era mi tipo.

  • Su esposo ha reforzado las medidas de seguridad, para evitar que ese sujeto vuelva a molestarla. No quiero tomarme el atrevimiento de decirle lo que debe hacer, su alteza, pero debe tener cuidado – asentí, agradecida. Parecía ser una buena amiga – Cambiando de nuevas, he oído que Pierre confeccionó su vestido de esta noche – asentí, sin decir nada más – seguro que son dignos de su belleza.

  • Gracias, condesa – contesté, sin más.

Por supuesto, con la noticia del baile de aquella noche, el rey se disculpó conmigo, a través de aquella mujer morena de la que aún no sabía su nombre, y me aseguró que nos encontraríamos en el baile real, que había cambiado forzosamente su lugar de celebración, y lo haría en el palacio. Ni siquiera sabía qué había sucedido.

Me sentía como una princesa de cuento en aquel lugar. Las cortesanas me abrían paso a medida que yo pasaba, cosa normal, pues yo era la reina María Antonieta de Austria, esposa de su majestad Luis XVI, el delfín.

Gracias a mi acompañante pude desenvolverme con bastante acierto, mientras bebía champagne del caro y picaba algunos de las frutas de la mesa de aperitivos.

  • Su majestad – dijo una voz varonil, detrás de nosotros, haciendo que ambas mirásemos hacia Farsen, ese tipo al que el rey odiaba por tener esa amistad tan cercana con su esposa – me concederéis este baile, ¿verdad? – levantó la mano, para que lo aceptase, pero lejos de hacerlo, tan sólo me di la vuelta, y seguí a mi amiga hacia la terraza, con tan mala suerte que aquel tipo me retuvo, agarrándome de la muñeca. Me gire a mirarle. ¿Cómo se atrevía ese tipo a hacer algo como aquello? – mi reina, ¿es que acaso vuestros sentimientos han cambiado? – quiso saber, mientras yo me soltaba de su agarre, sin tan sólo pronunciar palabra, y él me seguía hacia el exterior – mi reina…

  • El rey vendrá esta noche – admitió la condesa, haciendo que él se sorprendiese, pues su majestad nunca asistía a ese tipo de eventos.

  • Entiendo, mantendré las distancias entonces, mi reina – contestó, dándose la vuelta, marchándose sin más.

Gracias a la condesa pude zafarme de aquella, porque no sabía bien cómo decirle a alguien de aquella época que se buscase a otra chica, que yo no estaba interesada. Aquel sueño estaba durando más de lo esperado, necesitaba despertar, a la mayor brevedad posible.

  • Gracias, amiga – agradecí, para luego admirar la hermosa de la noche, escuchando a lo lejos los violines que sonaban en el interior, el baile ya había comenzado, así que debíamos volver a entrar.

Polignac encontró pareja en seguida, el duque de Cornuage la invitó a bailar, y ella sonrió, aceptando aquella invitación. Me fijé en la forma en la que bailaban, como un baile grupal, que terminaba en pareja. Parecía ser realmente difícil de bailar, casi agradecía que nadie me sacase a bailar a mí, gracias a la intimidación que mi persona les creaba.

Di otro sorbo a mi recién rellenada copa y me giré con la intención de marcharme de nuevo a tomar un poco de aire, chocándome con alguien en quién ni siquiera caí.

  • Disculpe, lo siento muchísimo, yo … - me quedé sin habla tan pronto como nuestras miradas se cruzaron, ni siquiera limpié el champagne que se había derramado en su impoluto traje oscuro, o pude decir nada más. Era la primera vez en mi vida que un hombre me dejaba sin palabras.

Sonrió, como si tal cosa y yo sentí como se me secaba la boca.

¡Dios! Aquel hombre era tan apuesto, tan atractivo y tan misterioso a la vez que me estaba volviendo loca.

  • Mi reina – saludó él, como si ya me conociese de antes. Era normal, todo el mundo me conocía, yo era la reina María Antonieta, al menos, en aquel extraño sueño lo era. Me cedió la mano, y la cogí en seguida, siendo conducida después al centro de la pista, comenzando a bailar aquel extraño solo de violín, tan rítmico y bonito que me transmitía un sentimiento de paz en cada acorde.

Bajaba la mirada, no porque la suya me intimidase, que también, sino porque necesitaba concentrarme en los pasos que él daba para estar a la altura. Sonrió, sin poder evitarlo.

Aquel hombre me intimidaba, y eso era algo raro, nunca antes había sido de esa forma, jamás me había sentido de esa forma frente a alguien del sexo opuesto.

  • Esta noche estáis más despistada que de costumbre – dijo él, levanté la vista hacia él y por poco no me caigo al hacer el siguiente paso, pero aquel hombre tenía buenos reflejos y me sostuvo entre sus brazos justo a tiempo. Me miró, extrañado, mientras yo bajaba la vista con rapidez, fijándome en el extraño colgante que adornaba su pecho, de oro macizo y con el emblema real en él – Veo que lleváis puesto el collar que Pierre trajo de Paris – levanté la vista para observarle, de nuevo – deberíais dejar de derrochar el dinero del pueblo francés, su alteza – me regañó, dejándome altamente sorprendida, ¿cómo se atrevía a hablarme de ese modo? – ¿Por qué seguís tan callada? – quería saber, ni siquiera contesté, volví a mirar hacia otro lado, fijándome en nuestros pasos, la canción estaba a punto de terminar, podía sentirlo - ¿Estáis molesta? Disculpad que haya pospuesto nuestra cita de la mañana, mi reina – le miré con incredulidad, empezando a comprender quién era aquel hombre que tenía delante. Era el mismísimo Luis XVI, rey de Francia y esposo de María Antonieta. Dejé de bailar en ese justo instante, haciendo que él me mirase, algo preocupado.

Tragué saliva, aterrada, agradeciendo a los cielos que la canción terminase en ese justo instante, pues así me daba la excusa perfecta para huir.

  • Disculpad, su alteza – le dije, para luego darme la vuelta, con la intención de marcharme, pero él fue más rápido y dijo algo más, antes de que me fuese.

  • Tengamos la reunión ahora – aceptó, como forma de pagar por su plantón durante todo el día – tenemos compromisos con nuestros hombres, pero … podemos tener un pequeño encuentro en la biblioteca, lejos de los curiosos, por un corto periodo de tiempo.

Le miré, sin comprender, no sabía a lo que se estaba refiriendo con aquellas palabras, pero ni siquiera pude contestarle, pues observé como se perdía de vista, caminando por el largo pasillo que daba al otro lado del palacio, cruzándose por el camino con uno de sus sirvientes, susurrándole algo al oído, mientras el otro asentía.

  • ¿Se ha enfadado mucho por comprar las joyas? – quiso saber mi amiga, justo detrás de mí, dándome un susto de muerte.

  • ¿Dónde está la biblioteca? – quise saber, haciendo que ella me mirase sin comprender – quiero coger un libro para leerlo más tarde en mis aposentos – mentí. Ella sonrió.

  • Está muy rara hoy – se quejaba la condesa – está al final del pasillo, a la izquierda – sonreí, y luego inicié mi travesía. Al encuentro de aquel rey con el que estaba casada, al que ni siquiera conocía, pero que estaba muy dispuesta a hacerlo, más después de lo que había sentido nada más verle.

Creo que ya en aquel entonces me di cuenta, a pesar de no querer reconocerlo, me había enamorado a primera vista del rey. Era más apuesto de lo que había esperado, y más misterioso.

  • Disculpe – me detuve junto a las armaduras que había junto a la puerta del pasillo que llevaba a las cocinas – he olvidado cómo se va a la biblioteca.

  • Tiene que coger aquel pasillo – me señaló hacia el que había un poco más adelante – tuerza a la izquierda y al fondo la encontrará, su alteza – me hizo una reverencia y me dejó marchar.

A cada paso que daba sentía que mi corazón latía más y más rápido, justo había llegado, cuando alguien me retuvo, agarrándome de la mano, metiéndome en la habitación que había a la derecha. Y al levantar la vista, aquel pesado de Fersen estaba allí, agarrándome de la cintura, atrayendo mi cuerpo hasta él. Apoyándome contra la pared, aferrándose a mi cuello, mientras yo intentaba soltarme, sintiendo entonces sus labios sobre los míos.

  • Mi reina – susurró, desesperado, volviendo a besarme, con impaciencia, mientras yo intentaba apartarle, con todas mis fuerzas, en vano. Aquel hombre era más fuerte que yo.

Decidí cambiar de estrategia, agarré sus manos y las alejé de mí, tras un rato intentándolo, y en cuanto lo hube logrado, le crucé la cara, dejándole sorprendido, saliendo entonces de la habitación, asustada, mientras él me seguía, intentando entender por qué me resistía a sus besos.

  • Mi reina – insistía aquel pesado, mientras yo levantaba la mano, para que no se acercase más, asustada – vuestros sentimientos… ¿han cambiado?

  • Estoy casada – contesté, más alto de lo normal, pero era lógico, puesto que estaba aterrada con lo sucedido. Jamás pensé encontrarme en una situación parecida – con vuestro rey.

  • Eso nunca os importó antes, su alteza – aseguró él, intentando acercarse de nuevo a mí.

  • Alejaos de mí – imploré, haciendo que varios criados corriesen en mi ayuda, preocupados de verme en aquel estado.

  • Mi señora…

La puerta de la biblioteca se abrió y el rey salió de ella, observando el altercado. Su sonrisa desapareció al ver a Fersen, y su mirada fue de él a mí. Lucía extrañado de verme tan asustada, huyendo de él.

  • Su alteza – reconoció Fersen, haciendo una reverencia, pero él ni siquiera miró hacia él, tan sólo tenía la vista fija en mí – siento muchísimo haberlo importunado.

  • Fui claro la última vez – contestó, en cuanto se hubo recuperado, fijando la vista en él – no os quiero cerca de la reina.

  • Disculpad mi atrevimiento – se disculpó, para luego marcharse, sin más, pues sabía que, de lo contrario, si oponía resistencia, la guardia real lo sacaría a patadas.

  • ¿Cómo se os ocurre traed a vuestro amante a palacio? – preguntó él, altamente molesto.

  • ¿Perdón? – dije, casi sin pensar. Aquel estúpido estaba recriminándome por algo. Estaba en su derecho, pero no me parecía ni el momento ni el lugar, y menos sin ser mi amante, ese tipo no me caía bien, en lo absoluto

  • Discreción – espetó, tragué saliva, sin saber qué decir – me hacéis creer que estáis enfadada conmigo para luego correr a los brazos de vuestro amante, esto no voy a perdonároslo, su alteza.

  • Hablemos de esto en la biblioteca – pedí, agarrándole de la mano tirando de él hacia el interior de la estancia, ante la mirada de los empleados y la suya, que no entendía cómo me había atrevido a tocarle. La esposa con la que se casó no lo había tocado ni una sola vez después del matrimonio ante los ojos de dios – estáis equivocado, su majestad – contesté, soltándole, tan pronto como estuvimos a solas – ese caballero no es mi amante.

  • Discreción – volvió a repetir, como si no creyese en mis palabras – en eso quedamos, su alteza.

  • Le repito a su majestad que no tengo ningún amante – contesté. Él sonrió, como si aún no pudiese creerse mi negativa.

  • Entre vos y yo no hay secretos, mi reina – me dijo – no hay mentiras, ni negamos lo evidente. Este matrimonio ni siquiera se ha consumado… - abrí la boca, sorprendida, ni siquiera podía dar crédito, y él no entendía mi actitud – vos y yo estamos juntos en esto.

  • Intuyo entonces… - comencé, tragando saliva, apoyándome sobre el escritorio, rodeada de todos aquellos libros, aterrada por lo que estaba descubriendo, algo que ni siquiera estaba en los libros de historia - … que su alteza también tiene amantes.

  • Por supuesto – aseguró, dejándome tan noqueada, que tuve que aferrarme a la mesa para no caerme de ella. Sentía como si un balde de agua fría cayese sobre mí. Hace un momento pensaba que estaba casada con el hombre más apuesto del mundo, pero recién acababa de comprender que no era mío. Sólo era un engaño para la nación, nada más – pero eso no es ningún secreto para usted, mi reina – asentí, para que él no creyese que no lo sabía, a pesar de que no lo estaba consiguiendo, él estaba altamente confuso con mi actitud.

  • Pospongamos nuestra reunión – pedí, con la vista fija en una de las estanterías, fijándome en un libro en particular, uno que me resultaba extrañamente familiar. Él asintió, dando un par de pasos hacia atrás, dándose la vuelta, marchándose sin más, mientras yo seguía en el mismo lugar.

Recién entendía la razón por la que María Antonieta necesitaba evadirse en fiestas de la alta sociedad, despilfarrar su dinero para llamar la atención de su esposo, y un gran número de amantes con los que olvidar su desgracia. No sólo fue obligada a casarse con un hombre al que no conocía, separada de su familia y amigos, de su hogar, y obligada a vivir en un país dónde era repudiada, si no que … además, el rey, le era infiel, y ni siquiera habían consumado el matrimonio. Eran como dos desconocidos viviendo en la misma casa.

Quería despertar de aquel sueño, de una vez. Pero por el momento, iba a centrarme en el libro que acababa de visualizar.

Caminé hacia la estantería, y saqué el libro del stand, pegando un ligero respingón, aferrándome a este, en cuanto aquella estantería se echó a un lado y dejó ver una antigua puerta de madera.

Era una entrada secreta, de eso no me cabía ninguna duda.

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