Capítulo 1 – El despertar.

Aquella mañana era diferente a cualquier otra, no sólo porque yo no solía beber, ni salir de fiesta, y tenía un ligero mareo constante, unas grandes ganas de echar hasta el hígado por la boca, ni siquiera era el hecho de que aún estaba acostada en mi habitación, que, por supuesto llegaría tarde al trabajo, había otra cosa que la hacía muy diferente a cualquier otra, era la primera vez que escuchaba aquella paz, y no el bullicio de la avenida.

No había ni un solo sonido que inundase la calma de la mañana, solo los pájaros presenciando un nuevo día, y una lejana fuente, a lo lejos.

Abrí los ojos, con resaca, sintiendo el leve ronroneo de un pequeño gato que se acurrucaba en mi pecho.

¡Dios! No podía recordar nada de anoche, después de la exposición me había dejado envolver por las ideas de Colette, y había acabado en aquel bar.

Miré hacia el techo, observando la enorme lámpara dorada con grandes velas en lugar de bombillas, adornándolo. Despreocupada. Apoyando la mano en mi cuello, girando la cabeza, con calma, sin ningún tipo de alarma, fijándome en las telas que adornaban la cama.

¡Oh! Aquella no era mi habitación. ¿Me había quedado en casa de algún amigo de Colette?

Abrí la pomposa colcha y saqué los pies de la cama, cayendo entonces en mi atuendo. Era un vestido blanco de estilo barroco, de seda, parecía ser muy caro.

Puse los pies en el suelo, admirando la enorme habitación en la que me encontraba, parecía una alcoba de una mismísima reina. Tenía de todo, desde cuadros costosos, hasta un hermoso sofá junto a la ventana, que en cuanto me acerqué me quedé altamente sin palabras.

El jardín que rodeaba la casa estaba lleno de flores, una fuente de estilo barroco, blanca, en el centro, y unos amplios terrenos que no parecía haber fin. Había mucho movimiento allí abajo, unos hombres montados a caballo, vestidos de época, se preparaban para partir a algún lugar.

Esto es un sueño – me aseguré a mí misma, caminando por la estancia, buscando mi bolso, mi teléfono móvil, o al menos algo que pudiese reconocer, pero no encontré nada. Tan sólo me detuve junto al gran espejo, junto al ropero, observando mi atuendo. Parecía una princesa, una condesa o algo parecido.

Cerré los ojos, volviendo a repetir esas palabras un poco más, pidiéndole a Dios que me hiciese despertar, pero antes de haber vuelto a abrir los ojos, para comprobar que efectivamente, todo era pura invención por mi parte, alguien abrió la puerta, haciendo que me girase para recibir a mi visitante.

  • ¿Aún anda usted con eso? – se quejó la mujer. Era alta, piel clara, cabello moreno y rizado, recogido en un moño, con una expresión seria y distinguida. Lucía un largo vestido azul, y un gorro extraño en su cabeza – debe darse prisa, el rey no debe enterarse que volvió a irse de fiesta anoche.

  • ¿El rey? – pregunté, con incredulidad. Era más que obvio que seguía en aquel sueño, no había otra explicación.

  • Su majestad necesita verla antes de marcharse a cazar – insistía la morena – llamaré a Pierre para que la ayude a vestirse.

Solo era un sueño – insistía, dando vueltas por la habitación, mientras la mujer se marchaba a buscar a ese tal Pierre que me ayudaría a vestirme.

  • Su majestad – dijo un hombre, entrando en la estancia, dándome un susto de muerte – siento haberla hecho esperar. Tengo lo que necesita, traído directamente desde Paris – dos criadas entraron en la estancia, dejando algunas cajas sobre la cama, dejándonos a solas después - ¿a qué espera? Ábralo – caminé hacia la caja enorme, y quité la tapa, observando un hermoso vestido azul, muy pomposo, con el de seguro parecía una princesa de cuento - ¿le gusta? Lo he diseñado yo mismo. El rey no debe verla en este estado, cámbiese y vaya a su cita matutina con él, ya sabe cuánto odia que le hagan esperar – asentí, escuchando como la puerta se cerraba tras él.

Ni modo, debía seguir pretendiendo que era… quién fuese que fuera, hasta que el sueño hubiese terminado, ¿no es cierto?

Con la ayuda de las criadas, me puse aquel vestido. Aquella ropa era tan aparatosa de llevar, y pesaba tanto, que sentía que iba a desfallecer. Lo que más me costó fue el corsé, ¿cómo podían las mujeres de la época respirar con él puesto?

  • Su majestad – dijo la mujer morena que vi en la mañana – el rey ha tenido que marcharse, los guardias reales lo estaban esperando, pero me ha pedido que le diga, que espera que se reúnan más tarde.

Maldita sea, justo cuando ya me había puesto aquel atuendo tan incómodo.

  • Su majestad – me llamó una de las criadas, entrando en la estancia, dejando a la otra algo preocupada – ha llegado el pastelero con los pasteles de chocolate que encargó ayer en la tarde. ¿Dónde quiere que los pongan?

  • ¿Puedo desayunar al aire libre? – pregunté, algo cohibida, haciendo que todos mirasen hacia mí. Maldición, se suponía que era una reina, tenía que exigir, no ponerme a preguntar – preparen el desayuno en el exterior – la muchacha asintió, marchándose sin más.

  • Le recuerdo, su majestad, que tiene que reunirse con la condesa de Blanch para acallar los rumores del collar – asentí, sin comprender a lo que se estaba refiriendo, y luego miré hacia el espejo, observándome a mí misma, mientras otra de las criadas me maquillaba un poco, para que se me viese buena cara.

En tan sólo un par de minutos salí al jardín, quedándome perpleja con la mesa de más de cinco metros que habían montado, con los más ricos manjares que había visto jamás.

Me senté en la silla de madera, adornada con broches de oro, justo como me indicaba la criada que me seguía.

Probé algunos croisant de chocolate. Estaban deliciosos, realmente era un manjar de reyes. Bebí un poco de zumo, y luego miré hacia la criada que me dijo lo de los pasteles.

  • Mi esposo – comencé, intentando entender más sobre todo aquello – y yo somos los reyes de… ¿España?

  • ¡De Francia! – contestó, extrañada por mi pregunta. Asentí, comiendo un par de pequeños pasteles individuales, rellenos de chocolate con masa de hojaldre – Su majestad, el rey Luis y usted… - comencé a toser, sofocada, de la impresión, al recordar la historia de Luis XVI y María Antonieta.

Un caballero se acercó a nosotras, con una gran sonrisa, sentándose en la misma mesa en la que yo me encontraba, sin tan siquiera esperar invitación por mi parte.

  • Su majestad – me saludó, con cierto aire seductor, como si fuésemos amigos o amantes. Ese tipo era atractivo, tengo que admitir, pero su descaro y desparpajo no iban conmigo, en lo absoluto – acabo de volver de mi misión en el frente, y me preguntaba si… - se detuvo, levantando la vista hacia las criadas. Le hice una señal para que nos dejasen a solas, y luego seguí comiéndome el pastel, ante la mirada atenta de aquel hombre, fijándome entonces en que una de las criadas seguía en el mismo lugar, sin tan siquiera moverse. Se acercó a mí para que el extraño no pudiese escuchar nuestras confidencias.

  • Su majestad se enfadará muchísimo si vuelve de la cacería y encuentra al señor Fersen aquí – aseguraba.

  • ¿El señor Fersen? – repetí, incrédula. Ese tipo era el mejor amigo de la reina, incluso las malas lenguas decían que eran amantes – Lo siento muchísimo – dije hacia el hombre – había olvidado que tengo algunos compromisos, va a tener usted que disculparme – asintió, pero no se movió del sitio.

  • Quizás pueda acompañarla mientras desayuna – asentí, observando cómo se atrevía a servirse un trozo de tarta, como si tuviese la suficiente confianza de hacer algo así.

Sus miradas de interés no me pasaron desapercibidas, pero comenzaban a ser incómodas, y la situación se volvió más insostenible cuando mi criada de confianza se marchó a sus labores, y me quedé a solas con él.

  • El rey no sabe la suerte que tiene de tenerla a usted como esposa, mi señora – lanzó. Sonreí, porque ese tipo de cumplidos ya me los conocía. ¿Qué era lo que pretendía aquel idiota? – no solo por su infinita belleza que no es desagradable a la vista de ningún hombre – cogí otro pastel, mordiéndolo, mientras él sonreía – esta noche se celebrará un gran baile en casa de los marqueses de Pontiagne, espero y me deje invitarla al primer baile.

No dije nada, sólo le observé, él estaba esperando una respuesta por mi parte, peor no iba a tenerla.

  • Hoy está usted, su majestad, mucho más callada que de costumbre – se percató.

  • No tengo por costumbre hablar mientras disfruto de la comida – contesté. Asintió, sin decir nada.

  • Con su permiso – se puso en pie de un salto, colocándose su sombrero – debo irme, espero verla más tarde en el baile.

Se marchó sin más, a paso ligero, mientras yo observaba a aquel distinguido señor.

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