Los adioses 2

Preguntando por las casas que estaban en renta un amable señor me llevó con una conocida suya. La mujer, al parecer, tenía tierras en aquella zona y varios inmuebles de alquiler; los había recibido como parte de una herencia que le dejó su padre. Se llama Pamela y cuando nos recibió en el patio de su casa se portó de forma cordial. Nos dio la bienvenida a su país, nos ofreció agua y luego nos llevó a conocer la casa en cuestión, que no estaba muy lejos de la suya. Me hizo firmar unos papeles que ella también firmó luego de contar con atención los billetes. Con eso tenemos, dijo, y añadió que cualquier duda o percance lo aclarara con ella. No tenía cobradores, ella misma visitaba puntual a sus arrendatarios los días 3 de cada mes; cualquier persona que quisiera cobrarme en su nombre era, con total seguridad, un estafador. Entendido, dije yo, y le di las gracias.

          La casita nos gustó por el jardín, amplio y lleno de plantas. La zona donde se encuentra es silenciosa, tranquila. Tiene una sola puerta de entrada, que fácil se puede atrancar por las noches. Al entrar noes encontramos con una sola recámara reducida, pero donde cabe perfectamente la cama matrimonial; allí mismo se encuentra el único baño de toda la pieza. Y luego la pequeña cocina, con una barra, y del otro lado de la barra un sofá y una mesa. Eso era todo. Las ventanas, que son cuatro, están cubiertas por una herrería de acero que parece irrompible, y las traseras dan a una calle por donde rara vez pasa alguien y por donde se ve un camión abandonado, de chatarra, oxidado.

          Improvisamos unas cortinas con colchas. Incluso a kilómetros de nuestro antiguo hogar teníamos la horrible sensación de estar siendo vigilados. Lavamos el baño con jabón, cloro y otros productos de limpieza. Al llegar lo encontramos limpio, pero uno nunca sabe.

          Antes de dormir, de acostarnos más bien, porque ninguno de los dos tenía sueño, decidimos desempacar las maletas y ordenar las cosas. Primero la mía: mi chaqueta de cuero, tres playeras negras, tres camisas (una a cuadros roja con negro, una gris y una hawaiana). Dos jeans color negro y unos azul marino. Un par de zapatos, tres pares de tenis (contando los que traía puestos), cinco pares de calcetas y cinco bóxers. Mi pijama de Mickey Mouse que a Irlanda le da risa. Un bloc de dibujo, lápices, colores, plumas, tinta. Pinceles, óleo, acuarelas y dos lienzos de tela enrollados. Cepillo dental, pasta, peine, cera, desodorante y shampoo. La Poesía Completa de Borges y Retrato del artista adolescente de James Joyce. Fotos: mamá en su cumpleaños, papá asando carne en una casa de Cuernavaca, yo de bebé, mis amigos y yo sentados en la mesa de un bar (esa no debí traerla, pero no me pude resistir). 

         Turno de Irlanda: una chamarra térmica —la que usa cuando va a Chicago—, otra esquimal con el gorro peludo. Cuatro medias de tonos oscuros. Cuatro shorts de mezclilla (uno es negro). Playeras para dormir de tonos pastel. Playeras para salir a la calle. Shorts cortos para dormir. Cuatro blusas, cuatro jeans Levi's (los de otra marca los dejó porque se desgastan rápido). Unas botas. Tres pares de tenis. Diez pares de calcetas y diez calzoncillos. Productos de higiene personal: shampoo, acondicionador, jabón, rastrillos, cepillo dental, hilo dental, enjuague bucal. No trajo maquillaje. 

          Y ropa interior negra. De encaje.

          Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, desde que nos conocimos, nunca habíamos hecho el amor. Nos besamos, en alguna ocasión, en una fiesta, algo ebrios, torpemente, a escondidas de su novio, mientras él estaba en la otra sala, bebiendo y aspirando una línea de coca. Por aquel entonces las miradas que nos lanzábamos tenían una intensidad brutal. Desde entonces nos sonreíamos en las reuniones, en las que sobraba el alcohol, y nos mensajeábamos todos los días. Nos compartíamos el cigarrillo, siempre frente a su novio que nunca dijo nada. Luego pasó lo que tenía que pasar. Fuimos al cine, a los cafés, los bares. Nos besábamos en el Pointer azul, con furia, con fuerza, pero nunca cogimos. Una tarde la pinté. Estábamos escondidos en las ramas de un árbol. Ese lienzo resultó bastante interesante: el viento secaba la pintura y me obligaba a dar pinceladas veloces, improvisadas casi, una sobre otra. Las luces que se filtraban entre las hojas iluminaban al azar partes del cuerpo y el rostro de Irlanda. En la pintura aparece muy feliz. Le regalé el cuadro (era mi forma de decirle que la amaba) y ella lo colgó justo a un lado de su cama, para mirarlo al despertar (era su forma de decirme que estaba enamorada). 

          Me perdí en mis pensamientos, mirando fijamente la lencería negra, y cuando volví a la realidad descubrí que Irlanda me estaba viendo. Luego se lanzó sobre mí y caímos en la cama. Sobre las maletas desechas y la ropa y las cosas dimos vueltas, al tiempo que su lengua irrumpía danzante y escurridiza en mi boca.

          Lo hicimos muy suave, al principio, y luego muy duro. A la mitad le puse la ropa interior de encaje y no se la quité hasta el final. Yo no quería terminar, yo no sabía si Irlanda se había venido ya, y cuando lo hice, es decir cuando me vine, sentí que se me salía hasta el alma. Cuando la abracé a Irlanda, empapada en sudor, le temblaba el cuerpo. A mí me pesaban los párpados y debían ser altas horas de la madrugada. 

          Quizá afuera se había acabado el mundo. Quizá estallaron mil bombas y se desató la Tercera Guerra Mundial, pero ni Irlanda ni yo nos dimos cuenta. 

          Creo que se llama San José o San Marcos o San Carlos (no lo sé y poco me importa) el lugar donde estamos. Sólo sé que está seco, que las casas menos afortunadas están hechas de lámina y madera (la nuestra no). Hay un camión abandonado, que todos los días se oxida, un camión fantasma, de tres remolques, que por la noche me da miedo. También hay un motel de lujo no tan cerca de aquí. La gente es sencilla y hospitalaria. No he visto pandilleros, por fortuna. Hay trabajadores de la construcción y aunque no me gusta nada el cómo miran a Irlanda cuando caminamos, nunca le han dirigido la palabra o faltado al respeto y lo más seguro es que así miren a todas las mujeres. Los trabajadores de la construcción no parecen pandilleros, lucen más bien como padres de familia, cansados y aburridos. Hay una estatua que representa a una persona del sexo masculino. La estatua no mide mucho y está abandonada, hecha de cobre o quizá de latón, no estoy seguro. Debe tratarse de un personaje histórico, una suerte de Benito Juárez chileno. Hay casas limpias y frescas, con muebles sencillos pero funcionales. La nuestra es así. Tenemos por vecinos a un señor soltero, que va al trabajo en bicicleta, a una señora, ama de casa, con dos niños alegres, que  por la tarde tiende las sábanas. Entonces no veo más ni a la señora ni a los niños felices, aunque los oigo. 

          Hoy he pintado un cuadro inspirado en la señora de las sábanas. De hecho, ahora que lo pienso, voy a titularlo así, La señora de las sábanas. El día, en cuestión de clima, estuvo inestable. Salía el sol, por ratos, luego las nubes lo cubrían y todo se volvía gris. Caía una ligera llovizna. El sol volvía a salir y llenaba todo de brillo. Ese contraste me gustó y plantado allí, en el jardín, saqué el lienzo y los pinceles y el óleo.

          El cuadro es así: el cielo no aparece, pero puede intuirse que está nublado, aunque entre las nubes el sol logra filtrarse, bañando la escena. Lo que más se aprecia en el cuadro son las sábanas tendidas, sábanas blancas y de colores, que el viento mueve de forma caprichosa. Hay una sombra que se proyecta en las sábanas, la silueta de una mujer que está detrás, y no se sabe (el espectador no sabe, el pintor no sabe, ni la mujer sabe) si esas sábanas se están tendiendo, es decir, colocando, o están por destenderse. Nadie lo sabe ni lo sabrá porque el tiempo ha sido petrificado. Tarkovsky mencionó alguna vez que hacer cine es esculpir el tiempo. Pintar, por otro lado, es petrificarlo, aunque no por ello una pintura carece de dinamismo. 

          A Irlanda le gustó mucho el cuadro, aunque a Irlanda, para ser sinceros, le gusta todo lo que pinto. Me dijo que un día, en algunos años, se subastará en miles de dólares. 

          La verdad es que no lo sé. Todas mis pinturas las he hecho siempre con incertidumbre. También en ellas hay esfuerzo, técnica, inteligencia, emoción, expresión, fuerza y muchos sueños, pero sobre todo incertidumbre. No debo ser el único pintor que trabaja en estas condiciones, suspendido en hectáreas de interrogaciones, en un bosque de dudas. Solamente los pintores consagrados, Picasso, digamos, un Picasso ya anciano y con disfunción eréctil, pintaba no con incertidumbre, sino con su cara opuesta, es decir, la certeza. La certeza de que el cuadro en el que trabajaba iba a valer millones de dólares.

          El resto no sabemos. La obra es, en parte, renuncia y esperanza.

          Al día siguiente fuimos a la tienda de autoservicio. Estaba a diez minutos caminando y era lo más parecido que teníamos por aquella zona a un supermercado. Irlanda estaba muy alegre —habíamos follado todo el día, después de comer, tres veces; dos en la ducha y una antes de dormir—, buscaba maquillajes y yo quería comprar cigarrillos. 

          Fue en el autoservicio donde conocí a Solange. Solansh, nos comentó, es como se pronuncia. Irlanda se encargaba de armar, en la medida de lo posible, una despensa decente, mientras que yo me decidía por cuáles cigarrillos  llevar. Había los habituales: Marlboro clásicos, Lucky Strike, Pall Mall, pero yo buscaba algo más nacional. La cajera me recomendó unos cigarrillos alargados, marca Belmont. El empaque era de lo más simple y eso me gustó.

          Cuando le pagaba para poder salir y fumarme uno me preguntó que de dónde era. De México, dije yo. ¿Viniste de vacaciones? No, respondí, si te lo cuento no me lo creerías. ¿Cómo es México? Me lo pensé muy bien y contesté: es caliente, aunque también, depende la zona, es muy frío, y la gente come mucho chile, más que en Chile incluso. Es justo como lo imaginé, dilo la chilena, y me pareció que los ojos le brillaban. Me contó que en sus planes estaba el ir a México a estudiar. No ahora, claro, pero sí pronto, cuando entre a la universidad. Me contó que tiene una tía adinerada, viviendo en Egipto y que ella cubriría los gastos. Uno huyendo de México y tú para allá vas, dije. Así que estás huyendo, contestó. Asentí tristemente. Al poco rato se acercó Irlanda con las cosas y dijo que por ningún lado encontró maquillaje. Entonces Solange le dijo que si quería ella podría conseguirle algo de maquillaje, no tan costoso pero de buena marca, que volviéramos al día siguiente. La chilena fue amistosa. Se intuía en su persona una gran facilidad para socializar. Ella e Irlanda se cayeron bien.

          Por la noche, cuando ordenábamos la ropa y las demás cosas de la maleta, Irlanda vio la foto que yo no quería que viera, pero que tarde o temprano tenía que mirar. En ella salimos mis amigos y yo en un bar. En la mesa hay muchas botellas verdes, vacías y un cenicero lleno de colillas. La foto la tomó Irlanda, por eso no aparece. Está el Sapo abrazando a Richi, luego estoy yo empinándome lo que queda de una cerveza mientras abrazo a Javier y a un lado, sentada y sonriente, está Alejandra, la mejor amiga de Irlanda. Era la primera noche que salíamos de fiesta los seis, la noche en que Javier le presentaba, de forma oficial, su novia a toda la manada. Creo que todos nos caímos bien. Ninguno, de eso estoy seguro, imaginaba el desenlace. 

          Irlanda me cuenta que Javier, las últimas semanas, se estaba portando extraño, como si presintiera el fin. 

          Pienso en la noche fría de tequila y cervezas, aquella noche sin estrellas junto a la piscina, cuando Irlanda y yo decidimos fugarnos. 

          Javier comenzó a volverse más detallista, como si tratara de conquistar, otra vez, a su chica. 

Pienso en aquella frase detonadora. Toda gran decisión comienza así, como una frase y esa frase comienza como una broma. "No estaría mal largarnos de este pinche país y m****r todo a la chingada".

          Irlanda me cuenta que Javier la llevó al cine. Le compró la ropa que a ella se le antojara. Le hizo el amor en todas las formas, en todas las posiciones. Era como si quisiera devorarme, me cuenta, mientras nos fumamos en la mesa el cuarto Belmont de la noche. Pero él ya no me podía devorar, ya no me entregaba como antes a él. 

           Pienso en la última noche que vi a Javier, aquella noche de la fiesta en la alberca. Pienso en lo que me dijo, mirándome a los ojos, que quería hablar conmigo. Pero su mirada estaba perdida: estaba triste y bebió de más y para bajarse la embriaguez aspiró una línea de coca. Irlanda y yo tomamos poco, como habíamos acordado, como era nuestra costumbre, para charlar largamente en la madrugada, mientras Javier dormía. Yo mismo me encargué de recostar a Javier en el sofá. Estaba triste y muy ebrio y me preguntó a secas que si me gustaba su chica. No contesté. No te culparía, hermano, me dijo, tiene una sonrisa linda y es una buena chica. Claro, Javier, dije yo, claro que es hermosa. Entonces Javier empezó a llorar y se abrazó a mis piernas. Yo me quedé helado, quieto, en silencio, sintiéndome realmente bastardo, hasta que quedó dormido. 

          Una vez después de hacerlo en un motel —me cuenta Irlanda— Javier me preguntó que si a mí me gustabas tú. ¿Y qué le dijiste? pregunto. Que no, obvio. 

          Pienso en cuando vi a Irlanda sola, con los pies metidos en la alberca, pienso en el momento justo en que me acerqué a ella con una botella de tequila y le dije que nos fuéramos a Chile. 

          Irlanda prepara dos tazas de café. Aún lleva el cigarrillo entre los dedos. Usa un short deportivo muy corto que deja ver sus piernas flacas y que me encanta. Jamás, en ese momento lo presiento, voy a cansarme de su cuerpo. Estoy condenado a ella.

          Pienso en la carta que le dejé a Javier, disculpándome, pidiendo que no nos busque, por su felicidad, por la mía y por la de Irlanda. "Fuimos amigos el tiempo que tuvimos que serlo. No es cinismo, es franqueza. Hoy el destino nos depara otra cosa". Pienso en el padre de Irlanda, aquel señor bigotón, eternamente enfurecido, y pienso en los detectives gordos y canos que ha de contratar para encontrarnos. 

          Pero el mundo es grande, la vida breve, y mientras Irlanda me ame no faltará lugar para escondernos. Y para cuando esos malditos detectives lleguen a Chile, Irlanda no será Irlanda, sino Frida; yo no seré Gustavo sino Diego, y estaremos lejos, lejos, lejos.  

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