La última novela
La última novela
Por: Jos Hernández
Los adioses 1

 No me gusta cómo esos malditos chilenos hijos de puta se le quedan viendo a Irlanda. Para ser sincero, me da muy mala espina. La miran como lobos, babeantes. Casi me la incendian a la pobre con sus miradas de fuego. Saben que no somos de aquí. Leen nuestras miradas sorprendidas de no haber visto nunca estas calles, estos paisajes. Huelen nuestro aroma a mexicanos. Porque sí: Irlanda y yo apestamos a mexicanos. Más yo, porque mi papá y mi mamá son mexicanos y todos mis ancestros son mexicanos. Irlanda tal vez apeste un poco menos, porque su abuelo llegó a América hace muchos años. Primero estuvo en Argentina, luego en Brasil y luego se le ocurrió ir a México a reproducirse... Por ahora, esos malditos chilenos sólo nos olfatean y nos observan, con esa mirada clavada de  perros idiotas, perros de las calles de Chile, perros hostiles que aún no se deciden a ladrarte. Hijos de puta. Miran a Irlanda con deseo. Dudo que se atrevan a hacernos algo.

          No es mi culpa que las mujeres de su país sean feas.

          Quizá estoy exagerando un poco. Las mujeres chilenas no son feas. Ahora que lo pienso, la chica que trabaja en el autoservicio ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Valeria? Sí, Valeria. Pero ese es su segundo nombre. ¿O era Valentina? Antes de ese tiene otro ¿Sol? ¿Soledad? ¿Solange? Sí, Solange, así se llama. ¿Cómo se supone que daba pronunciarlo? Dime Sol, me dijo para facilitar las cosas. Sol es muy bonita y es chilena. Realmente es muy bonita.

          También Irlanda es muy bonita. Hermosísima. Como Irlanda pocas mujeres sobre la Tierra, pocas, si no es que ninguna. No en vano la he elegido como compañera de mi vida. Quiero decir que he determinado envejecer con Irlanda y tener con ella dos o tres hijos; prepararle un buen desayuno en las mañanas, con café y jugo de naranjas frescas, tocino y huevos; darle una nalgada cada que se levante a destaparme otra cerveza... Vaya madre más hermosa que le he encontrado a mis hijos. Tendrán el cabello negro y muy chino, la piel blanca y la sonrisa amplia. Como la sonrisa de Irlanda pocas cosas en este mundo, su sonrisa descarada riéndose de mis malos chistes. 

          Sol es un poco más llenita, aunque no por mucho. Tiene apenas diecisiete años pero aparenta muchos más. Debe ser la madurez que hay en las personas que trabajan desde que son muy chicas. Sus ojos son del mismo color que su cabello lacio: avellana.

          Yo bien pudiera casarme con las dos. Vivir con las dos. Tener hijos con las dos. Unos con el pelo chino y muy oscuro, con la sonrisa amplia; otros con la mirada de miel, color avellana y el cabello castaño. Hijos que se digan primos. O hijos que se digan entre sí hermanos. Eso estaría mejor. Evitaríamos distanciamientos, posibles bandos. Seguro que de vez en cuando habría peleas, pero el amor todo lo resuelve. Yo trabajaría como condenado y pintaría cuadros como condenado para venderlos a precios altos, y las amaría a las dos.

          Espero que Irlanda jamás lea esto o me deja marcada toda la mano en la jeta y se regresa para México ese mismo día.

          Haría mejor en mudar al infierno todo lo que escribo. Ocupar el papel de mis textos en hacer una piñata, colgarla en la puerta de entrada de la casita y así recordar a mi México. Una piñata en forma de burro, aunque en México eso jamás sucede. Hay piñatas en forma de zanahoria, eso sí, o de algún personaje famoso de la política o el espectáculo, incluso hay piñatas en forma de Bob Esponja —un Bob Esponja deformado, demacrado por el sol, que inspira más temor que simpatía—, pero piñatas con forma de burro eso sí nunca. En México las piñatas habituales son una esfera con picos. Esferas como si tuvieran espinas, espinas que las protegen del mundo externo, de nosotros en las fiestas o en las posadas con nuestros palos aniquiladores. Pero, es curioso, apenas uno las toca se da cuenta de que lo más frágil de la piñata es lo que más resulta amenazador: los picos. Vaya alegoría. Alguien debería escribir un ensayo o un poema sobre los mexicanos y sus espinas frágiles. 

          Alguien, yo no. 

          Recuerdo el día en que finalmente partimos hacia Chile. Era temprano, las seis de la mañana, la hora ideal para comenzar un nuevo día largándose de un país. Cuando el avión se alzó sobre la Tierra yo sentí que me arrepentía y que me moría, que acababa de cometer la pendejada más grande de mi existencia. A los segundos siguientes me sentí, cuando el avión alcanzó su altura ideal, que nacía de nuevo y que la pendejada más grande de mi existencia podría traerme grandes aventuras. 

          Al aeropuerto nos llevó un taxista eficiente pero metiche, que más que servicios de transporte parecía ofrecer una entrevista larga e intrusiva. A cinco minutos de haber arrancado el auto no pudo evitar preguntar sobre el destino de nuestro vuelo. A Monterrey, le dije, para despistar. Y pensar que no íbamos al Norte sino al Sur, muy al Sur. Luego preguntó si Irlanda y yo estábamos casados, resaltando la juventud que manifestaba nuestro ser y nuestra ropa. Le dije que sólo éramos una pareja de novios con las ganas inmensas de conocer el honorable Norte de nuestra nación. Irlanda estaba algo paranoica (yo también lo estaba, aunque en menor grado) y a cada pregunta del taxista —cada una más íntima— la pobre me lanzaba miradas de pánico. 

          Viajábamos en los asientos de atrás. Lo que yo hacía para intentar calmarla era tomarla de la mano y apretarla con fuerza. Era mi manera de decirle que todo estaba bien, que no tuviera miedo. Noté que ambos nos girábamos cada tanto para ver por la ventanilla trasera algún vehículo sospechoso, una motocicleta o un taxi que pudiera estarnos siguiendo, pero la verdad es que el tráfico parecía seguir su curso de siempre.  

          El taxista preguntó por nuestros padres. Volvió a señalar la juventud que los dos manifestábamos. ¿Y sus padres, muchachos, les dan permiso de viajar tan lejos ustedes solos? Sí, claro, los padres de mi novia me tienen mucha confianza, dije, ¿verdad, amor? Irlanda asintió. Luego, mencioné de paso el frío que se sentía, aunque no era excesivo, para desviar la conversación. Y espérese, joven, a que llegue a Monterrey, me dijo el taxista; las noches allá son muy heladas. 

          En el aeropuerto las primeras luces del amanecer teñían el cielo y las pistas llanas de un color morado oscuro.  Miré a Irlanda. Tenía la vista clavada en el ventanal enorme y la cara muy pálida. Dudo que, al igual que yo, pensara en los colores del cielo. Mientras tanto, del otro lado del grueso cristal, un avión giraba despacio, posicionándose. Irlanda se veía más seria que de costumbre, gris y sonámbula, como si su sangre aún siguiera dormida en algún rincón de su cuerpo. Por un segundo sentí que me odiaba. Horas atrás ninguno de los dos había podido conciliar el sueño. Era la sensación vertiginosa de dejarlo todo atrás. 

         Para sorpresa mía, me pidió que la acompañara por un café. El vaso de papel caliente entre sus manos pareció reconfortarla. Le dije que debíamos comprar cigarrillos. Dijo que era mejor comprarlos una vez estuviéramos en Chile. Es verdad, es verdad, respondí. Compra un café para ti, desde ayer no has comido nada, dijo ella. Ya en la máquina expendedora, después del primer sorbito, me di cuenta de que más que café lo que acababa de probar era agua caliente y agria del aeropuerto y también me di cuenta de que era el último café que me tomaba en México. Entonces sentí mucha tristeza y pensé en mi mamá. 

          El vuelo hacia Chile salió caro. Tuve que vender mi Pointer azul, por el que me dieron treinta y cinco mil pesos. En realidad el precio era de cuarenta mil, pero me ofrecieron los treinta y cinco en efectivo, en un solo pago, y no pude negarme. Cada boleto costó quince mil pesos, lo que nos dejaba un sobrante de cinco. Esto, convertido a Pesos Chilenos, da un total de ciento ochenta mil, lo cual suena a muchísimo dinero. Pero yo nunca había comprado nada en Chile y el precio de las cosas era aún un misterio. 

          El viaje no estuvo nada mal, para ser sincero. Lo había estado imaginando catastrófico, como que la policía iba a irrumpir justo antes del despegue, para someterme de forma nada amble y llevarse a Irlanda de vuelta a casa. O imaginaba, también, que Irlanda se arrepentiría de último momento, que le iba a dar pánico e iba a pedir que la bajaran del avión, como esas veces que la gente pide que detengan el juego justo cuando ya está por arrancar el carrito en la montaña rusa. Pero nada de eso pasó.

          Irlanda se veía más contenta (o menos preocupada). Puso el asiento reclinado, el antifaz para dormir, sus audífonos y se quedó dormida profundamente. Por mi parte, incluso cuando a cada segundo nos alejábamos cada vez más de México, seguía sin poder conciliar el sueño. De tanto en tanto giraba a mi alrededor, observando los demás asientos y a los pasajeros. Nadie sospechoso. Me dieron ganas de ir al baño, pero Irlanda estaba dormida y no me sentí en confianza de dejarla sola. Entonces me aguanté las ganas.

          Una azafata pasó justo en ese momento y le pedí de la forma más casual posible que me recitara el menú.  Pedí wiski con hielo rebajado en agua mineral.  El wiski, que sabía a Passport, aunque no estoy seguro, disipó un poco los temblores que de tanto en tanto me sacudían. Temblores que nacían en mis tripas, muy adentro, y que poco a poco iban escalando hasta la superficie de mi piel. Allí los temblores me erizaban los vellos. Pero el calor del wiski calmaba el frío. Ya para el cuarto vaso me sentí bien. La sobrecargo me advirtió que ese había sido el último vaso, pues es el límite permitido en esa clase de vuelos. No hay problema, dije, no pensaba pedir más. La verdad es que me habría tomado otros cuatro o la botella entera. 

          Tuvieron que transcurrir dos horas y media para que Irlanda se despertara. Mientras eso ocurrió yo me dormí quince minutos y el resto me la pasé mirando por la ventanilla las nubes doradas, pensando en la existencia o inexistencia del destino y pensando en qué demonios iba a trabajar en Chile, aunque este último pensamiento era del tipo desagradable y no quise ahondar mucho. Cuando despertó Irlanda estaba hambrienta —yo me sentía algo borracho, pero no se lo dije— y se comió un sándwich con jugo de naranja. 

          El Aeropuerto Internacional de Santiago se parece mucho al Aeropuerto del Estado de México. Incluso en el clima. Aunque debo admitir que el viento de Santiago es mucho más fresco, lo cual me alegró bastante. Quizá todos los aeropuertos de Latinoamérica se parecen, aunque esta afirmación resulte exagerada. Quizá me cuesta creer que abandoné México y todo lo quiero comparar, como si tratara de ver México en todos lados para no olvidarme de él. 

          Apenas llegamos a Santiago (en mi reloj eran las cuatro con treinta; en Santiago eran las seis y media) Irlanda se dio cuenta de que, por las prisas, no había empacado sus lentes de sol. En su desesperación, se puso a desempacar ahí mismo, en los asientos de espera de la terminal, y revolvimos la ropa, los documentos, el dinero, los maquillajes, pero el estuche de sus Ray-Ban jamás apareció. Le dije que bastaba con visitar la óptica, que estaba allí mismo dentro del aeropuerto, para comprar unas gafas nuevas. Luego recordé que esas gafas de sol habían sido un regalo de su mamá, en su último cumpleaños, y que no eran las gafas sino el recuerdo de su mamá lo que en realidad le importaba.

          Ya no había nada por hacer.

          Y ahí estábamos. Dos turistas estúpidos, de veintidós y diecinueve años. Dos turistas permanentes y autoexiliados, en Chile, enamorados. Con la maleta llena de ropa y las tripas llenas de miedo. 

          A las afueras del aeropuerto nos abordó un taxista. Un señor moreno y bajito, que hablaba muy rápido y que nos aseguró iba a cobrarnos barato, como una especie de hospitalidad por concedida a los extranjeros por interesarse en su país. Una vez arriba no supe qué decirle, realmente no teníamos idea, ni Irlanda y yo, hacia dónde nos dirigíamos. Siga la autopista, le dije, y llévenos a un barrio de clase media. Además le pedí que de tanto en tanto me dijera el costo del viaje, para saber cuando era necesario parar.

          De modo que Chile fue devorándonos por sus largos y laberínticos intestinos. Todo se veía diferente. Las personas diferentes, las marcas de productos y las tiendas, los anuncios en los espectaculares. Era justo lo que Irlanda y yo queríamos, un sitio donde nadie supiera quiénes somos. 

          El calor, así lo sentí, iba en aumento. Chile había sido azotado por el sol implacable, como México, como el resto del mundo. Las plantas de Chile estaban secas. La gente de Chile estaba sedienta, acalorada, tostada por el sol. Sudaba. Sentí mi espalda empapada de sudor cuando me despegué del asiento.

          Una hora y veinte minutos después decidimos que era buen momento para bajar del vehículo. Al taxista tuvimos que pagarle, lo que me pareció, muchos billetes, pero aún nos quedaban muchos más. Ahora sí, no había marcha atrás. Estábamos pedidos. Pero, por primera vez en mi vida, me sentí libre. Supongo que Irlanda también lo sentía aunque en ese momento no me atreví a preguntarle qué sentía. La miré. Irlanda tiró su maleta y se me lanzó encima. Yo la sostuve de las piernas (es flaca y chaparrita; no pesa mucho) y me dio un beso largo. Mi amor, aquí nadie podrá encontrarnos, me dijo, y yo lo sentí un juramento.

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