Rebelión y venganza
Rebelión y venganza
Por: Tsanya
Capítulo 1

La noche cubría la ciudad con una oscuridad sólo manchada por la luna. Reinaba el silencio en casi todas partes, dentro de la muralla. Para Amira, sin embargo, el estruendo de su respiración apenas lograba tapar el crujido de sus pasos, los gritos de su mente. Corría sobre los adoquines de un callejón para llegar al próximo, caminaba aferrándose a las paredes para no caer y luego corría de nuevo. Las mismas sombras que la ocultaban eran su peor enemigo; veía figuras donde no había nada, oía pasos en el viento y voces en el rumor del mar. La sangre en sus manos comenzaba a secarse y las manchas de su vestido resaltaban en la tela blanca cada vez que la luna volvía a brillar sobre su cabeza; los recuerdos, los gritos, eran más y más nítidos. Tenía que salir de ahí fuese como fuese, aun si no lograba coordinar sus pensamientos, aun si le costaba horrores mover sus piernas trémulas. Una hora más en la ciudad y estaría muerta. Fuera, tal vez viviera lo suficiente para ver salir el sol. Un día más. Dos.

     ¿Habrían comenzado a buscarla ya? Seguramente.

     La Puerta no estaba lejos. Corrió, cada vez más aterrada, sintiendo escalofríos, sudando en el aire helado de la noche y esforzándose por no jadear. Ni llorar. Si hubiera podido pensar, si su confiable razón hubiese estado allí con ella, sus piernas se habrían detenido a media carrera, los recuerdos la habrían engullido y se habría hecho un bollo junto a alguna pared, aguardando a que la encontraran y la colgaran por asesinato.

     Sin embargo, recorrida por un pánico que lo congelaba todo, llegó hasta el final de las sombras, hasta divisar a los guardias, y se detuvo a temblar tan sólo un instante. Luego emprendió un paso lento y forzoso hasta las antorchas, el enorme hueco en la muralla y los hombres medio dormidos que tardaron en verla y que, cuando lo hicieron, empezaron a codearse con extrañeza, curiosidad e incluso miedo. Se tragó el terror y, sin mirar a nadie, se dispuso a cruzar hacia la oscuridad absoluta que parecía haber del otro lado. Afuera.

     -¿Se le ofrece…?- comenzó uno de los guardias, probablemente sin ver las manchas de sangre que salpicaban sus ropas y su cuerpo, sin ver nada más que la silueta de una jovencita con un vestido caro.

     Pero se detuvo a medio hablar, tal vez porque ella parecía ignorarlo, tal vez por las supersticiones que a esas horas reprimen a cualquiera. No podían detenerla.

    -¡Señorita! Si sale… Si sale no puede volver a entrar- dijo otra voz mientras Amira se esforzaba por mirar hacia la nada y comenzaba a trasponer la imponente muralla. Lo sé.

     -¡Es peligroso ahí afuera! ¡Vuelva!

     Lo sé. Ni bien estuvo segura de que ya no podían verla, con el corazón en la garganta, empezó a correr de nuevo, sintiendo un ligero alivio por primera vez en años. Era libre. Y poco importaba si esa libertad no le duraba más que algunas horas.

     Sólo tenía que encargarse de no morir. Y, en lo posible, de borrar las imágenes que le revolvían el estómago y no la dejaban pensar en nada más, que todavía la aterraban y que iban a aterrarla por el resto de su vida. La mirada de D’Ándalan, sus manos frías, los golpes, el dolor, su mirada, los golpes, sus manos, el pánico, las lágrimas, los gritos, la sangre, los gritos, la sangre, la sangre, la sangre…

     Resistiendo las ganas de echarse a llorar, o de gritar, o de golpearse la cabeza contra la pared gritando y llorando, detuvo la carrera para volver al paso lento e intentar escrutar algo en la oscuridad absurda que lo llenaba todo. Como si detrás del muro no iluminaran las estrellas ni la luna, como si la luz fuese también un privilegio de los nobles. O un castigo, según se viera. A pesar del silencio total, seguramente las actividades más importantes de ese lado de la muralla se dieran de noche, cuando la negrura lo protege todo y el silencio es una cosa ambigua y ladina. Se guió como pudo, a tientas, viendo sólo lo que la rodeaba; después de todo, había crecido allí. Afuera había sido su hogar y, aunque ahora era su sentencia de muerte, todavía recordaba cada calle, cada rincón, cada casa…

     ¿La colgarían? ¿La quemarían? ¿O le cortarían la garganta? No quería morir. Había pasado casi toda su vida huyendo, escondiéndose, sujetándose de cualquier cosa que le permitiera sobrevivir; y lo había logrado, aun cuando las probabilidades le daban la espalda. Había tenido suerte, de esa suerte que no se repite en una misma vida. Necesitaba encontrar esa suerte de nuevo, si quería pasar más de una noche en ese lugar donde no parecía brillar ninguna estrella.

   Las casas se veían tal como las recordaba, aún en las más densas tinieblas. Dentro de hogares sin más arquitectura que cuatro paredes (de ladrillos grandes e irregulares, casi negros en la noche) separadas por escaso espacio y, con suerte, un techo, algunas familias dormían, sujetando sus chuchillos bajo las almohadas; otras realizaban toda la clase de tareas que no podían llevar a cabo bajo la acusadora luz del día. Muchas de las casas esperaban, vacías, el regreso de sus inquilinos que sin duda habría de darse antes del primer rayo de sol y con las manos llenas de sangre y mercancías. O con resaca. Esa era la vida con la que siempre se había sentido cómoda, la misma que ahora le hacía temblar las piernas mientras caminaba y buscaba en su memoria lo que sus ojos apenas lograban ver.

Sus pasos se detuvieron sin necesidad de orden en cuanto divisó, a pocos metros de distancia, la casa que buscaba. Aquella que, en la mirada de una niña de seis años, había parecido la más grande, la más acogedora, con un gastado techo de tejas y paredes uniformes; era apenas más grande, pudo verlo entonces, que la pequeña casita que D’Ándalan había hecho construir para su perro, el mismo perro que seis meses después había sacrificado por ruidoso. D’Ándalan. Sus manos, los golpes, los gritos, los golpes, la sangre, su sangre, sus ojos abiertos, sus pulmones inmóviles…

    Se acercó a la casa, temblando cada parte de su cuerpo, helado cada centímetro de su piel, y llevó una mano torpe hacia la madera rota de la puerta. No había llegado a tocar cuando se abrió hacia dentro en apenas un segundo, sin hacer un solo ruido. Con el corazón galopando por el susto, retrocedió con un salto que le salvó la vida; la punta de una espada que parecía filosa atravesó el espacio que su cuerpo había estado ocupando un segundo atrás y se detuvo a pocas pulgadas de su rostro. Amira se mantuvo inmóvil, paralizada por el pánico, deslizando la mirada por la larga espada, su gruesa empuñadura y, finalmente, el hombre grande y de tez oscura que la sostenía. ¿Arrénico? Mestizo, tal vez; no conseguía ver sus ojos.

     -Aléjate de mi casa- susurró el hombre, con el tono de quien no da segundas advertencias.

     Congelada por el pánico, intentando desesperadamente pensar, Amira tragó saliva y miró a donde supuso estaban los ojos del hombre, sin atreverse a dar un paso hacia atrás.

     -¿Dehna…?- logró articular, sorprendiéndose al escuchar su voz, ronca y temblorosa.

     -No está aquí- respondió el otro, seco, cada vez más amenazador- Fueron enviados a Konex, todos ellos. O murieron. Ahora, ¡largo de aquí!

     Y acompañó sus últimas palabras con otro golpe de la espada que esta vez apenas consiguió esquivar. Dio un paso atrás, asustada y con ganas de llorar, luego otro y, finalmente, se dio la vuelta y echó a correr sin saber a dónde, sabiéndose perdida.

     A las minas, los habían enviado a las minas… Estarían muertos, entonces. La habían salvado cuando era apenas una niña, le habían enseñado todo lo que la había ayudado a sobrevivir, habían dejado que se uniera a ellos y la habían convertido en una de las manos más rápidas de toda la provincia; eran su única esperanza. Y estaban muertos. Dehna estaba muerta. Ella misma estaría muerta pronto.

     Ni siquiera sabía a dónde iba, corriendo lo más rápido posible con sus cansadas piernas. Escapaba de sus propios pensamientos, de sus recuerdos, del miedo que le helaba el corazón; años había pasado esquivando la mirada del gobernador, esforzándose por que no la vieran, llamando la atención lo mínimo posible… Años había visto a las demás sufrir noche tras noche para acabar desapareciendo cuando D’Ándalan se cansaba de ellas; Amira había pasado inadvertida para todo el mundo, había logrado escapar de esa mirada horrible que hasta hacía pocas semanas jamás se había posado en ella. No sabía qué era lo que más la horrorizaba, lo que mantenía aturdida su razón: que aquel bastardo había llegado a tocarla, que la había golpeado hasta dejarla sin aire que respirar para entonces tocarla de nuevo…, o que esa noche había hundido un cuchillo (el mismo cuchillo que mantenía oculto entre los pliegues de su falda) a través de un cuerpo humano por primera vez en su vida. Había matado.

     Corría entre los callejones más oscuros cuando se tropezó de golpe, probablemente con algún animal muerto, y cayó de rodillas sobre la tierra aún húmeda por la lluvia anterior. La sangre de su vestido se cubrió a su vez de barro y sus piernas acusaron el frío golpe, compartido con las manos que había estirado por puro instinto. Se mantuvo quieta durante un momento, sintiendo el dolor de cada músculo, el ardor de cada moretón, abrazando su cansancio; no quería levantarse ya, no tenía por qué. Iba a morir de todos modos, y lo merecía. Si no la mataban los guardias, lo haría cualquier borracho o ladrón que la viera por allí. No tenía el valor para suicidarse, pero nada le impedía hacerse una bola y acurrucarse en la suavidad del barro hasta que le llegase le hora. Nada le impedía rendirse y llorar hasta que saliera el sol, como la niña que había dejado de ser la primera vez que puso un pie afuera de la ciudad.

     O eso pensaba, antes de escuchar los ruidos.

     Enderezó de pronto la cabeza y detuvo sus pensamientos, prestando atención a cualquier indicio de que realmente había escuchado algo, buscando alguna irregularidad en el sonido del viento, en el murmullo lejano del mar… No había absolutamente nada fuera de lugar en la ilusoria calma de la noche, ni el sonido de pisadas, ni vaivén de una respiración… Estaba sola en ese callejón oscuro. O eso parecía.

     ¿Había sido su imaginación? Ni siquiera estaba segura de qué era lo que había creído escuchar. Sin embargo, mientras más se convencía de que había sido producto de su mente, como lo eran las sombras que había estado viendo en todas pares desde hacía horas, más fuerza encontraban sus piernas para, lentamente, enderezarse de nuevo. Buscó una vez más, mientras se esforzaba por ponerse en pie, algún resquicio de luz en la negrura del cielo; si lo había, las copas de los árboles que, afuera, nadie se molestaba en talar, contribuían a ocultarlo. No podía ver nada.

     Se había levantado ya y se mantenía de pie, mareada y con ganas de vomitar, cuando volvió a escucharlo y todo en su cuerpo se tensó. Su mente pareció despejarse de pronto ante lo sorpresivo de un nuevo terror; ¿pasos? Sonaba como algo deslizándose en la tierra, más bien; algo apenas audible que ella podía oír sólo porque había otro sonido, uno que le helaba más la sangre y le advertía de tal presencia.

     Una risa, de volumen bajo y corta duración, atravesó el aire como una flecha y la congeló en su sitio; una risa desprovista de todo humor, que podría convertir en vidrio a quien la oyera. Una risa que la incitaba a correr y, al mismo tiempo, la inmovilizaba.

     Entonces apareció de pronto, entre los bordes de la noche, una sombra verdadera, tan real como la luna que finalmente comenzaba a aparecer sobre su cabeza y bañaba con penumbras una silueta definida por el contorno de una capa más negra que la misma oscuridad; debajo, se distinguía apenas un mentón firme y algo que podía confundirse con una sonrisa espeluznante.

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