Los libros no siempre hablan de amor
Los libros no siempre hablan de amor
Por: Belkis Torres
Capítulo 1:

Miro por la pequeña ventana sobre una de las encimeras de la cocina y veo al pequeño Matthew, mi sobrino, jugando en el patio trasero. Suelto un suspiro cuando recuerdo que pasará un buen tiempo antes de que lo vea de nuevo —a él y a todos los demás—, específicamente seis meses, hasta agosto, en el cumpleaños del pequeño.

Como voy a extrañar a esa bolita de pelos.

— ¿Revolcándote en la tristeza otra vez al recordar que te irás lejos de la hermosa, unida y amorosa familia que te ha tocado?— inquiere mi cuñada, sacándome de mi ensoñación—. Vamos, que con la musiquita de un violín es la escena triste de una película de bajo presupuesto.

Ruedo los ojos, divertida.

Vaya, que para ser yo la escritora, ella se monta una historias increíbles.

— Mira que eres pesada, Anika, en serio— me quejo y ella sonríe con suficiencia—. No hace falta que sigas intentando hacerme cambiar de opinión para que no me vaya. Te prometo que te llamaré cada día— juro, alzando la mano derecha en gesto solemne—. Me pondré tan intensa, que vas a terminar bloqueándome— añado y eso la hace sonreír aún más.

Anika lleva casada seis años con Max, mi hermano mayor, y los dos son los padres de Matthew. Ellos tres viven con mis padres y conmigo desde que se casaron —aunque ahora sólo serán ellos cinco. Anika es una mujer sencillamente hermosa y carismática, de este tipo de gente que con solo decirte dos palabras ya te tiene ganado. Tiene el cabello negro en estilo afro que le llega más abajo de la cintura —un volumen de pelo que yo sólo tendré viviendo cuatro veces—, es de piel morena, casi negra, sus ojos son de color marrón y tiene labios gruesos.

Mi cuñada se apoya en una de las encimeras junto a la ventana por la que yo estaba mirando antes de que ella llegara, e instintivamente hace lo mismo que yo y le echa una ojeada a su hijo, quien ahora corre detrás de una pelota mientras le da patadas. Eso es a lo que yo llamo un niño independiente, aunque a veces me da penita que juegue tanto tiempo sólo.

— Me quedaré aquí, sola— se queja, cerrando los ojos con dramatismo—, con tu sobrino y tu hermano, que son dos salvajes— resopla.

Me río a carcajadas. Apoyo el codo en la isleta de la cocina, donde recién terminé de desayunar, y luego pongo la barbilla sobre mi mano.

— Esos “salvajes”, son tu hijo y tu marido— le recuerdo, alzando una ceja.

— Mal que nos pese— bromea, poniendo los ojos en blanco.

Se me queda mirando por unos segundos, y en sus ojos puedo ver que hablaba en serio cuando dijo que las despedidas la ponían mal. La verdad es que yo tampoco quisiera dejar a mi familia aquí, tan lejos de donde estaré, pero es lo que debo hacer si quiero conseguir algo en la vida.

Podría decirse que desde siempre se me han dado ciertas libertades en casa, pero sobre todo, mucha confianza, hasta el punto de que a los trece años me quise hacer mi primer tatuaje y hala, me dejaron —ahora con dieciocho años ya tengo dos, con rumbo a un tercero—. Mis padres tienen la firme convicción de que es mejor darles toda la confianza a los hijos, así no habrá secretos de ninguno de los dos lados; y tienen toda la razón. Jamás han sido de esa clase de padres que les ponen pegas para todo a sus hijos, bueno, ya con el hecho de que me están dejando marcharme al otro extremo del país para perseguir mis sueños, deja ese punto bastante claro.

— Te voy a echar de menos, camionera— suelta Anika, con voz triste.

Vuelvo a rodar los ojos cuando me llama así. Que manía de decirme camionera, por todo eso de que soy más grosería que persona —de eso sí soy enteramente culpable— y por los tatuajes. En realidad, el apodo completo es: ex-convicta-que-ahora-es-camionera. Pero ella lo acorta así para que quepa en una oración.

Si cuando yo lo digo, en esta familia lo que sobra es talento.

— Pues yo a ti no— cruzo los brazos sobre el pecho—. Porque cuando me vaya, ya nadie me pondrá apodos tan ofensivos, que golpean directamente mis dos míseros tatuajes, mi vocabulario y forma de actuar— señalo—. Eso es progreso desde donde yo lo veo.

— ¿Ah sí? ¿Desde dónde lo ves? ¿Desde la cabina de tu camión?— me pincha, a lo que yo sólo respondo sacándole el dedo de en medio, haciendo que ella se ría.

Su expresión se pone sería en cuestión de segundos.

— Prométeme que tendrás cuidado allá sola.

— No puedo prometer eso. Una de las primeras cosas en mi lista para cuando llegue a la ciudad es lanzarme frente a un coche.

— A ver si controlas el instinto suicida ese tuyo— me riñe—. Pero ya en serio— su seriedad regresa—. Ten cuidado. Recuerda que estamos a una llamada de distancia, pero que igual estarás sola, básicamente.

Suspiro y me pongo de pie. Rodeo la isleta y me paro a su lado, rodeo sus hombros con un brazo.

— Ya les dije a todos que no se preocupen. Voy a estar bien allá, y ni siquiera van a sentir que me fui— le digo y ella gira el rostro para mirarme con extrañeza—. No me mires así, que ni se crean que se van a librar de mí ahora que me voy.

— Yo que pensaba que por fin descansaría de ti.

— ¿Descansar de mí?— repito, como si no me lo creyera—. Querida, cuando tratas a tus hijos bien toda su vida, no tienen la necesidad de escapar de ti— expreso con ambas cejas alzadas—. Por eso es que, aunque yo me vaya, siempre voy a volver.

Anika se queda mirándome de forma extraña por unos segundos, haciendo que me ponga inquieta.

— ¿Qué pasa? ¿Por qué me ves así?— pregunto, tocándome la cara para asegurarme de que no la tengo embarrada de comida.

— Es que...— mi cuñada deja la frase en el aire—. Tus padres te han criado de la mejor manera que he visto nunca. ¿Si sabes que muy pocos hijos piensan así? La mayoría sólo sale corriendo a la más mínima oportunidad. Yo fui una de esas— explica con algo de vergüenza.

Bueno en eso sí que le tengo que dar la razón. He visto a mucha gente de mi edad, algunas de mis propias amigas, que cuando se marchan a la universidad jamás regresan ni para las navidades. Pero aquí estoy yo, Isla Harper, casi que llorando por irme. Aún no estoy lista para la despedida en el aeropuerto.

— Igual, tú tranquila— menciono, cambiando de tema—. Me voy a cuidar, y no haré tonterías.

— Eso es algo que tú no puedes prometer— dice ella con una carcajada—. Bueno, voy al patio, que no veo a Matthew por ningún lado, y como se haya trepado en el árbol de nuevo...

A medida que sale de la cocina, su voz se va haciendo más lejana, así que la frase queda suspendida en el aire. Miro hacia la puerta que da al jardín trasero y otra vez, suspiro. Ya sé que esto es llegar a un nuevo nivel de dramatismo, pero es que voy a extrañar todo de esta casa. 

Sin pensármelo mucho decido dar una vuelta. He mirado el reloj y todavía quedan diez minutos antes de que mi madre se ponga a dar órdenes como una loca y nos tengamos que ir al aeropuerto.

Salgo de la cocina y recorro los pasos que la separan del salón principal. Lo primero que veo son los muebles a juego en color crema, todos de frente a la chimenea de ladrillo en blanco y negro, con el televisor de pantalla plana puesto en la pared encima de esta. Miro en la pared a mi izquierda todos los cuadros con fotos familiares de viajes que hemos hecho. Me río cuando veo que una de ellas es del viaje a la playa el verano pasado, en esa Matthew me llenó toda la parte de abajo del bikini de arena. Papá captó el momento exacto en el que corría detrás de él jurando que lo mataría, y a Max corriendo detrás de mí, gritando que no le dijera eso al niño porque le podía crear un trauma.

Yo no sé qué trauma se le podía quedar a él, pero yo estuve más de una hora sacándome arena del trasero.

Trauma el mío.

Mis amigas cada vez que vienen a mi casa me preguntan si no me da vergüenza que estas fotografías estén aquí, colgadas en la sala de estar —porque hay muchas más así de vergonzosas—, pero la verdad es que no. Además de que no tengo vergüenza —en general—, esos son los recuerdos de la familia, así que no hay nada de lo que apenarse.

Sonrío una última vez antes de subir las escaleras con los pies de plomo. Camino por el pasillo hasta llegar a la última puerta a la derecha. Mi cuarto. Que ahora seguro que mis padres se lo quedan para algo. Abro la puerta, y no sé si sea por todo lo dramático y nostálgico del momento, pero se siente diferente.

Las paredes rosas, la cama con el edredón rosa y con todos mis peluches encima, decorándola —no quiero ser juzgada por mi gusto exageradamente femenino—, el escritorio con mi ordenador de mesa, y mi armario. Esta ha sido mi habitación por más de diecisiete años, primero la compartía con Max, eso sólo hasta que cumplí nueve años y el quince; cuando empezó a tener... necesidades, y yo comenzaba a crecer. Por eso él se mudó a la habitación de enfrente.

Inconsciente, voy hasta la estantería llena de mis libros y los recorro con el dedo. Aquí está lo que se puede catalogar como toda mi vida en un mueble de madera.

Yo no soy una persona precisamente tímida y retraída, todo lo contrario. Soy bastante sociable, tengo un círculo de amigos bastante amplio y salgo a fiestas. Pero no puedo negar mi pasión por los libros, tanto por leerlos como por escribirlos.

Y por eso es que me voy.

En mi ciudad no hay muchas —por no decir ninguna— editoriales, y yo quiero darme a conocer por medio de mis historias. Quiero ser escritora, y si no me voy de aquí, jamás lo seré, de eso todos estamos claros. Me duele mucho dejar a mi familia, pero es algo que debo hacer. Yo lo sé y ellos también, aunque eso no lo hace menos doloroso.

— ¡Isla!— escucho a mi madre gritarme desde el piso de abajo.

Le doy una última mirada al dormitorio antes de salir, cerrando la puerta de madera detrás de mí.

— ¿Dónde estará esta niña? ¡Isla!— sigue vociferando mi madre.

Madre mía con lo loca —por no decir intensa— que se pone.

— ¡ISLA HARPER!

— ¡Que ya voy bajando!— grito de vuelta, bajando las escaleras.

Abajo todo es una revolución. Mi padre y Max están sacando mis maletas hasta el coche, Matthew y Anika están de pie junto a la escalera; mi cuñada con mi sobrino en brazos, y mi madre... ahí, lista para que le pongan una mascarilla de oxígeno cuando esto termine.

Como mismo me gritó para que bajara, les grita a mi padre y mi hermano, diciéndoles que se apuren, que no llegaremos... y que se apuren —es que lo repite mucho.

— ¿Pero tú dónde estabas?— pregunta, con las manos puestas en las caderas—. Si nos tardamos más no llegaremos a tiempo para registrarte, m****r el equipaje pesado y para que compres algo de comer para el viaje— enumera ella.

— Mamá, no vamos a llegar tarde— suspira Max, pasando detrás de ella con una de mis bolsas de color rosa chicle en las manos—. Y tú, ¿podrías haber metido más cosas en estas benditas maletas?— me pregunta, con el ceño fruncido—. Parece que vas a la guerra, con armamento y todo.

— Y ese es él. El hombre fuerte con el que me casé— ironiza Anika, rodando los ojos en dirección a su marido.

— ¿Tienes el pasaporte?— pregunta mi madre, volviendo a la carga—. ¿Guardaste las pastillas para la alergia? ¿Llevas compresas?

— Mamá, sé que tengo una hermana menor— dice mi hermano, volviendo a meter la cuchareta—, pero hay cosas que un hermano no necesita escuchar.

Mamá pone los ojos en blanco y me vuelve a mirar, esperando una respuesta.

— Sí a todo— respondo, asintiendo con la cabeza y alzando los pulgares en su dirección.

— Ya está todo en el coche— informa mi padre, asomando la cabeza por la puerta principal.

Y otra vez, el desastre se desata. Mi mamá nos empuja fuera de la casa, y nos hace montarnos a todos en el auto con rapidez. Dentro quedamos, mi padre en el asiento del conductor, ella en el del copiloto, y Max, Anika Matthew y yo en la parte trasera. El pequeño debería de ir sentado en una de esas sillitas especiales, pero no hay espacio, así que Max lo lleva en sus piernas.

— Isla— llama mi padre, mirándome por el retrovisor—. ¿Llamaste al casero?— asiento con la cabeza.

— Anoche— digo—. Le he dicho que llegaría sobre las dos de la tarde y me explicó donde estaría la llave del departamento y todo eso.

Veo la cabeza de mi madre moverse de arriba a abajo. Si no estuviéramos aquí atrás tan apachurrados, podría fijarme en si está asintiendo, o le está dando un ataque.

Bueno, lo segundo no es.

— Hija, promete que llamarás.

— Te lo prometo, mamá.

— Y que me contarás todo lo que te pase.

— Sí, papá.

— Y que me traerás dulces en mi cumpleaños— interfiere Matthew.

— Oye, ¿a ti te preocupan más los dulces que tu propia tía?— pregunto, haciéndome la ofendida.

Mi sobrino me dedica una sonrisa de suficiencia, igualita a la de su madre.

— Hay que tener claras las prioridades, tita— replica él, ganándose una mirada de ceño fruncido por parte de todos en el auto, pero enseguida se convierte en una carcajada.

Cuando nos calmamos, pasan unos minutos en los que sólo se oye la melodía de “Still Loving you”, de Scorpions, que inunda el espacio. Después de eso, Max decide romper el silencio.

— Vale, no había hecho mi papel de hermano mayor, pero es hora de que interfiera.

— ¿En serio crees que es momento para esto?— se queja su esposa.

— ¿Momento de qué?— frunzo el ceño.

— Escúchame. Vas a una ciudad que no conoces— empieza a decir él—. Así que por eso vas a conocer a gente nueva. Harás nuevos amigos, irás a sitios diferentes y eso.

— ¿Y eso qué...-?

— Cállate y óyeme— me corta—. Si conoces a algún chico...-

— Voy a conocer chicos, Max— le espeto, rodando los ojos.

— Es obvio que conocerá chicos, Max— repite su mujer.

— Sí, hijo— mamá se gira en su asiento para mirarlo—. Eso es algo lógico.

— Y yo que pensaba que eras el más inteligente de mis hijos— papá lo mira por el retrovisor.

— Uf, papá. Cuidado y no me mates con tanto amor— digo, sarcásticamente.

Mi hermano suelta un bufido y nos mira a uno por uno de manera asesina. El único que se salva es Matthew, quien va muy interesado mirando a los otros coches por la ventanilla, sin prestarnos atención.

— A lo que me refiero es a que— se aclara la garganta—. Mira, cuando un hombre y una mujer se gustan...-

— ¡Ay no, que asco!

— ¡Max, ni yo que soy su madre!

— ¡Maximiliano que cosas son esas para hablar delante de nuestro hijo!

Max se encoge de hombros de manera despreocupada, y se echa hacia atrás, apoyando su espalda en el asiento. Mira relajadamente por la ventanilla, igual que su hijo.

— No los quiero oír llorar cuando quede embarazada— comenta.

Me estiro por encima de Anika para darle un manotazo en el brazo. Y bastante fuerte, por idiota.

Él mira a su mujer con los ojos abiertos como platos, ella sólo se encoge de hombros.

— A mí no me abras los ojos, que no te voy a echar gotas— le dice, adoptando el mismo tono despreocupado que él usó antes.

Nadie dice nada más, así que hacemos el recorrido hasta el aeropuerto en un cómodo silencio, acompañado por música, claro está.

Apoyo el codo en la puerta y miro por la ventanilla, viendo los edificios pasar uno detrás de otro, dándome cuenta de lo mucho que voy a extrañar todo esto.

(*****)

— Se los dije, que no íbamos a llegar. Pero no, era más fácil decir que su madre está loca, y no hacerle caso— suelta mi mamá como una ametralladora, mientras todos nos apuntamos para llegar al área de abordaje.

Ya han dado la última llamada de mi vuelo, así que estamos corriendo —literalmente— para llegar a tiempo. Mamá se ha venido quejando todo el rato, como si fuera nuestra culpa que el tráfico de esta ciudad sea insoportable. Aunque ha sido mi padre el que se ha llevado la peor parte; él era quien conducía así que es bastante obvio que la culpa recae sobre él. Los demás nos hemos pasado más de veinte minutos tratando de convencerla de que no es culpa del pobre hombre, pero nada. Pura terquedad.

— Tengo la tensión alta.

— Abuela, ¿y tú cómo sabes eso?— inquiere Matthew, detrás de ella, llevado de la mano por su padre.

— Porque eso se siente, como el amor— responde mi madre.

— O la regla— añado yo por lo bajo, haciendo que mi padre y Anika se rían.

Cuando por fin llegamos al área de abordaje, todos sentimos que podemos volver a respirar. Bueno, ellos, que eran los que venían con la lengua afuera; gracias a mi entrenamiento de cardio, tengo una muy buena resistencia.

— ¿Llevas el pasaje?— me pregunta mi mamá.

¿Ven a lo que me refiero cuando digo que se pone muy pesada?

Así es en todos los viajes familiares. Parece chiste, pero es anécdota.

— Cariño, deja ya a la chica, por favor— le pide mi padre, pasando un brazo por encima de sus hombros.

Puedo notar como su postura se relaja enseguida.

— Apenas llegues, me llamas— dice él entonces—. Ten cuidado. Hasta que no conozcas la ciudad, no salgas por ahí a nada. Cero fiestecitas, y nada de novios, ¿vale?— asiento con la cabeza, firmemente.

— Sí, señor.

Por los altavoces del aeropuerto sale una melodía.

— Última llamada para los pasajeros del vuelo JE-428.

Cuando me giro de nuevo hacia mí familia, en sus caras ya no queda ni rastro de diversión ni agitación, eso ya ha sido sustituido por la tristeza.

La primera en acercarse para abrazarme es Anika. Me envuelve fuertemente con sus brazos y apoya la barbilla en mi hombro.

— Mucha suerte, Isla— me desea, separándose y poniendo sus manos sobre mis hombros.

— Gracias, cuñada— le sonrío—. Cuida bien de ellos hasta que yo vuelva— le pido, haciendo una seña con la cabeza para referirme a mis padres, mi hermano y mi sobrino—. Por favor, evita que mamá y papá se maten. A ver si llegan al aniversario veinte— bromeo.

Ella intenta sonreír, pero lo que le sale es algo más parecido a una mueca. Me da un último abrazo, ya con los ojos llenos de lágrimas, y se va con los demás.

— Oye, enana— me llama Max—. Quiero que sepas que, aunque a veces no estoy para ti como un hermano, siempre puedes contar conmigo. Lo que sea, a la hora que sea, ¿está bien?

— Ya lo sé, tonto— aseguro con una sonrisa. Siento que si no me río, voy a llorar ahora mismo—. Ahora ven aquí— abro los brazos.

Él se acerca y yo paso mis brazos alrededor de su torso. Mi hermano me da un beso en la punta de la cabeza y me aprieta con fuerza.

— Bueno, vale ya— se queja mi madre, quitando a Max de encima de mí.

Los dos la miramos divertida y ella se me queda viendo un momento. Su cara de alegría se transforma en una de tristeza en cuestión de segundos.

— Hija, llama todos los días, o al menos la mayoría de veces que puedas— me pide mi papá, situándose al lado de su esposa.

Asiento varias veces.

— No se preocupen, los llamaré cada vez que tenga un rato libre— aseguro, hablándoles a todos esta vez.

Luego de eso nos damos los últimos besos y abrazos. Cuando por fin me sueltan, voy hasta la azafata quien espera pacientemente hasta que todos los pasajeros le entreguen los pasaportes y los pasajes. La sonriente mujer revisa mi ticket y después me lo entrega, deseándome un feliz viaje.

Antes de cruzar las puertas que dan acceso a la pista de aterrizaje, me giro para mirar a mi familia. Les dedico una última sonrisa para después irme.

(*****)

— ¿A dónde vamos, señorita?— inquiere el conductor del taxi, girándose un poco en su asiento para mirarme.

Saco de mi bolso el papel con la dirección del edificio y se lo entrego. Él lee por un momento y me dedica un asentimiento, vuelve a girarse hacia al frente y comienza a conducir.

— ¿Primera vez en la ciudad?— inquiere él, intentando hacer plática.

Separo la mirada de la ventanilla y la fijo en él.

— No— sonrío—. Pero es la primera vez que vengo a quedarme.

— ¿Trabajo?— mira por el retrovisor.

— Algo así— ladeo la cabeza—. En realidad, no tengo trabajo aún, pero estoy aquí para presentar mis manuscritos.

El hombre hace un gesto en el que parece que ya todo ha encajado.

— ¿Es escritora?

Sonrío ligeramente.

— Eso intento, sí.

— Que casualidad— comenta—. Mi nieta trabaja en una editorial cerca del centro.

Eso me hace interesarme aún más en la charla, no es que no le estuviera prestando atención, es que ahora estamos hablando él mismo idioma.

— Si quieres te puedo recomendar personalmente— me informa.

Dios, ¿será que empieza sonreírme la buena suerte?

— Eso si quieres, claro— añade, cuando no digo nada—. Tampoco te quiero poner en un compromiso ni nada.

— No, no, no— salto enseguida—. Eso estaría muy bien, gracias. Señor...

— Tomás— se presenta él—. Pero no me llames señor, que me haces sentir viejo.

Me río un poco al recordar a mi abuela. Ella tampoco tolera que nadie le diga “señora”, se molesta en serio, y le insiste a todo el mundo en que la llame sólo Sonia.

— Yo soy Isla— estiro el brazo hacia adelante y queda junto al suyo.

Tomás suelta la mano izquierda del volante para estrecharla con la mía.

— ¿Isla?— repite y asiento—. Nunca había conocido a nadie que se llame así.

Ladeo la cabeza y alzo un poco las cejas.

— Bueno, era eso, o llamarme María de los Socorros— replico, encogiéndome de hombros.

El señor Tomás suelta una carcajada. Si él supiera que no es broma.

Una vez Max me dijo que me querían poner así, según porque en ese entonces mi madre estaba viendo muchas novelas mexicanas. Gracias a Dios nadie estuvo de acuerdo con eso, porque si no, ahora lo único que me faltaría es el aire de la Rosa de Guadalupe y salía en: “Casos de la vida real”.

— Creo que prefiero Isla— bromea Tomás y yo asiento, totalmente de acuerdo.

Somos dos, Tomás. Somos dos.

El chófer va deteniendo lentamente el auto, muy pegado a la acera. Se baja para comenzar a bajar mis maletas de la parte de atrás del auto. Yo hago lo mismo y me paro en el pavimento, justo frente a las escaleras que dan acceso al edificio.

Miro a mí alrededor y la verdad es que todo se ve bastante parecido a mi casa, sólo que esto no es un condominio, sino una zona del centro donde sólo hay departamentos. Sembrados en las orillas de más aceras hay algunos árboles, y por estas transitan algunas personas distraídamente.

— ¿Necesitas que te ayude a subir las maletas, querida?— me pregunta Tomás, poniéndose las manos en la cintura, mirando con cara de gravedad todos los bultos que ha bajado del maletero.

Max no mentía cuando decía que había empacado toda la casa. No hay nada más cierto. Pero, me voy a quedar Dios sabe hasta cuándo, así que lo mejor era traer toda mi ropa y mis objetos personales.

— No se preocupe— le digo al hombre canoso, negando—. Ya le digo al portero que me eche una mano.

Tomás suspira y me mira a mí y luego a las maletas, y así unas cuantas veces más, hasta que por fin deja caer los hombros.

— Vale— accede—. Pero que alguien te cargue la maleta rosa esa— señala la maleta de color chillón—. Pesa muchísimo.

Evito reírme cuando la imagen de Max cargándola y luego el pobre hombre del aeropuerto con la misma cara, que parecía que les saldría una hernia.

— Tranquilo, Tomás. Soy una chica fuerte— digo alzando un brazo y señalando mis músculos.

— Eso no lo he puesto en duda— me dice, sonriendo—. Bueno, cuando hable con mi nieta te avisaré— informa.

Me lo pienso un momento antes de responder.

— ¿Por qué mejor cuando tenga una respuesta no se pasa por aquí y tomamos un café?— propongo y veo que se le ilumina la cara.

— ¿Estás segura?

— Claro que sí— respondo con firmeza—. Usted es mi primer amigo en la ciudad, así que está invitado a visitarme cada vez que ande cerca.

Tomás me regala una amplia sonrisa, por culpa de la que sus ojos azules se pongan muy pequeños, y que las líneas alrededor de estos se hagan aún más notorias. En un grácil movimiento se acomoda su gorra.

— Entonces, está hecho, niña. Nos vemos— se despide, entrando en el taxi.

Yo le digo adiós con la mano cuando pasa por mi lado, sin poder quitar la sonrisa de mi rostro.

La verdad es que no sé por qué ese hombre me ha caído tan bien, quizás es porque me recuerda a mi abuelo, pero hay algo en él que desde que comenzamos a charlar se me hizo demasiado familiar.

Me giro para ver todas mis maletas sobre la acera y suspiro antes de entrar al edificio con toda la rapidez que puedo, a ver si hay alguien que me ayude a subirlas hasta el departamento.

Por favor Diosito, que nadie me las robe.

Entro en el edificio y un joven de más o menos mi edad se encuentra sentado al otro lado de un mostrador enorme en la pared de la izquierda. Está bastante ocupado con su teléfono así que no me ve acercarme.

— Hola— saludo amablemente.

El joven alza la vista de su móvil y la fija en mí. Por su rostro se extiende una sonrisa amable.

Debe de tener más o menos veinte años, puede que más. Es alto, con el pelo negro en uno de esos cortes que son un poco más bajos por los costados y con volumen arriba. Tiene los ojos también oscuros y por debajo de su jersey se hacen notorios los músculos de sus brazos.

Un buenazo en toda norma.

— Hola, ¿te puedo ayudar en algo?— pregunta él.

— ¿Eres el portero?

Por favor que diga que sí. Tener esa vista cada vez que entre y salga es algo que vale la pena.

— No, ese es mi padre— informa—. Pero ahora él no está, así que estoy encargado. Dime qué necesitas.

Vuelvo a sonreír.

— Es que necesito ayuda para subir mis maletas a casa— digo, señalado por detrás de mí—. ¿Crees que me puedas echar una mano?

El chico asiente con la cabeza y sale de detrás del mostrador. Salimos a la calle, y agradezco que esté todo ahí. Habría sido una mancha en mi buena racha que me hubieran dejado sin ropa en una ciudad nueva.

Abro mucho los ojos cuando el muchacho se acerca a la maleta rosa chicle que tantos estragos ha hecho el día de hoy.

— Ten cuidado con esa que...-

Me paro en seco cuando la vuelve a dejar caer en el pavimento.

—…pesa.

— ¡Joder!— exclama—. Perdón— se disculpa por la mala palabra—. Pero, ¿qué llevas ahí dentro?

Ladeo la cabeza, apenada. Es que la verdad no es exageración.

— Algunos libros— murmuro, mirando hacia otra parte.

— Define algunos— cruza los brazos sobre el pecho.

Ay madre, ¿por qué esto resulta tan incómodo?

— Una parte de mi colección.

Me mira con los ojos abiertos como platos.

— ¿O sea que aquí no está todo?— inquiere, señalando otra vez el bulto.

Me limito a negar con la cabeza. Una idea acude a mi mente rápidamente.

— Se me ocurre algo. Cógela tú por aquel lado— le señalo el lado derecho, frente a él—, y yo la llevo por este. Entre los dos la podemos llevar sin ningún problema— expreso.

— ¿Estás segura de que puedes?— frunce el ceño.

— Claro que sí, vamos— me agacho para coger la maleta por mi lado.

Al final resulta ser que tenía razón, y así es mucho más fácil a que la lleve él sólo. Igual, que iba a hacérsele muy difícil.

Vamos llegando al elevador, cuando las puertas de este se comienzan a cerrar. Mi ayudante —uy sí, no— y yo le empezamos a gritar que lo detenga a la persona que va dentro. A unos pocos centímetros de cerrarse completamente, vuelven a abrirse.

— ¿Necesitan ayuda con eso?— nos pregunta una chica pelirroja desde el ascensor.

Dejamos caer la maleta dentro del reducido espacio y el chico y yo nos miramos.

— Ya con esta acabamos, pero quedan siete allá afuera— señalo—. ¿Te unes?

La chica asiente con entusiasmo. Le da a uno de los botones del pequeño panel que controla el elevador para que las puertas no se cierren —que ahora que lo pienso, haber sabido eso antes me hubiera ahorrado muchas vergüenzas a lo largo de mi vida—, y enseguida sale hasta la calle con toda la disposición de ayudarnos.

Como es lógico, entre los tres es mucho más sencillo y más rápido todo el traslado. Sólo nos lleva diez minutos entrar todo mi equipaje. En medio de la tarea sólo intercambiamos cosas sin importancia, la mayoría de los comentarios los hacían ellos, quejándose de lo mucho que pesa todo.

Sí, bueno, eso puede que sea un poco mi culpa.

«Un poco, dice. ¡Si no te has traído a Matthew en una de esas maletas, de milagro!»

El elevador suelta un sonidito cuando llegamos al tercer piso, donde está mi nuevo apartamento. Los chicos se despiden después de insistir varias veces en ayudarme a entrar el equipaje a la casa, pero yo sólo los dejo sacarlo hasta el corredor. Ya bastante han hecho.

Entrar las maletas a la casa es mucho más sencillo, teniendo en cuenta que son sólo unos metros desde el pasillo hasta la sala de estar. Y la que tiene los libros, opto por empujarla junto a las otras.

Problemas modernos requieren soluciones modernas.

Una vez ya está todo, me preparo para la tarea que viene: acomodar todo esto. Y pues en eso se me va toda la tarde, cuando he terminado, que me vengo a dar cuenta, ya son pasadas las siete.

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