El Rey de la Incoformidad

Los días pueden parecer infinitos cuando se viven en un palacio. Más aún cuando es un palacio cuya belleza se aprecia a kilómetros de distancia.

Un palacio donde sus altas torres despuntan al cielo como si le retaran, rozándole, queriendo herirlo. Sus jardines recorren hectáreas imposibles de recorrer a pie, y se pierden en un bosque extenso como el mismísimo cielo. El marfil de sus paredes solo compite con el dorado que cubre el marco de sus ventanas. Ventanas que dejarían pasar a un gigante. Los cuartos son incontables; y se sabe que más de un hombre se ha perdido tratando de recorrer todos sus pasillos sin el debido guía. Las bestias que residen en las jaulas maravillan a la vez que asustan e impresiona. La cocina nunca ha estado vacía y se dice que nunca lo estará; de ella salen manjares que le darían hambre a un hombre que recién acabe de almorzar.

Por dentro es difícil caminar derecho; los ojos se desvían en todas direcciones, siguiendo la hermosa arquitectura del palacio, adornada con detalles en salientes que recorren el techo y crean formas de figuras ancestrales que vigilan el lugar por la noche.

Quien sale de dicho palacio, lo hace queriendo volver a entrar. Quien lo visita, no puede aguantar el deseo de hablar él y contárselo a sus amigos. Dejar bocas abiertas es su axioma. Pero a pesar de todo esto, he de repetir, los días pueden parecer infinitos cuando se viven en un palacio.

El rey que gobernaba estas tierras no era cruel ni odioso; no era avaricioso ni injusto. Era, de hecho, muy querido. Generoso en sus actos y bondadoso con las palabras. Se había ganado el cariño de su gente muchas lunas atrás. Los sirvientes que le ayudaban lo hacían gustosos, felices, contentos del privilegio que consideran era vivir bajo semejante techo. Sin embargo, el rey no estaba libre de pecados. Tal vez pecados simples para hombres más complicados, pero pecados, al fin y al cabo, que despertaban malas lenguas en los habitantes de todo el reino.

¿Qué pecado? Se preguntarán. Nadie ha sabido describirlo con certeza. Algunos tal vez sí, pero no han querido expresarlo en voz alta. La mejor forma de entenderlo, puede que sea contarles su historia.

Desde muy pequeño el rey –que en esa época era un tierno príncipe—siempre fue muy inquieto. Pero no como esos niños que gritan, saltan y lanzan todo desafortunado objeto que les llegue a las manos. No. Él era un niño caprichoso en extremo. Quería esto y quería aquello. No solo respecto a objetos. También quería saber todo lo que fuese posible respecto a todo. No era raro verlo recorriendo el castillo y mareando a preguntas al insensato que se atreviese a prestarle atención. Su sed de conocimientos y de materiales era insaciable. Nunca era suficiente. Y sus padres, que lo amaban sin mesura, le daban al niño lo que su boquita pidiese. Así creció el príncipe hasta convertirse en rey; amo y señor del horizonte. Aun en esta edad, sus caprichos no cesaron. Se mantuvieron perennes, para gran disgusto de sus allegados.

Un día despertó queriendo recibir el afecto que sus padres, ya fallecidos, le daban. Para conseguirlo, mandó a traer desde lo más lejano que a uno se le puede ocurrir, toda clase de animales hermosos que le hicieran compañía. Preparó jaulas enormes que parecían edificios, perfectamente arregladas para que emularan un habitad natural, teniendo a las criaturas cómodas. Les consiguió comida de calidad. Refinada a más no poder. Pues no permitiría que alguno de sus compañeros sufriera de hambre. Recuerden, como les dije antes, que su corazón era noble. Es por ello que esperó como un niño emocionado la llegada de las bestias.

Le trajeron ocelotes, kinkajou, fennec, coatis, leones, aves. Solo animales exóticos dignos de un gobernante. El rey los amó a todos. Por mucho tiempo se perdía días enteros en las jaulas, donde los animales habían sucumbido a su corazón bondadoso y le profesaban un cariño admirable. El rey jugaba con ellos. Les hablaba. Los alimentaba personalmente. La servidumbre estaba alegre de que por fin estuviese satisfecho, pero celebraron demasiado pronto.

Con el tiempo las visitas del rey a las jaulas eran más breves y separadas en los días. Seguía procurando que estuvieran en las mejores condiciones, pero ya la compañía de ellos no le era suficiente. El rey se sentía solo y famélico de un afecto que un animal no podría darle, por mucho que los quisiera. No se olvidó de ellos, pero su atención cayó en picada. La servidumbre lamentó esto, aunque en realidad ya estaban acostumbrados.

Para combatir la soledad, el rey tomó una nueva decisión: casarse. Amaría y sería amado. Tendría quien le hiciese compañía por las noches, con quien pudiera expresarse, quien le regalara la dulce caricia de un amante. No volvería a sentirse solo al despertar. El palacio iba a dejar de estar vacío.

Así pues, mandó a que le trajesen las mujeres más hermosas e inteligentes de las ciudades y poblaciones cercanas. Sus siervos no dudaron un segundo en complacerlo. Se iniciaron luchas por ver quien le llevaría a su futura esposa. Todos querían que su hija, su prima, su sobrina o su hermana fuera la prometida del hombre. Pasaban largas horas arreglándolas, vistiéndolas, educándolas con consejos sobre cómo sorprender a su alteza. Las participantes, dichosas, obedecían sin rechistar, soñando con vivir en el palacio.

Cuando llegó el día acordado en el que las mujeres serían presentadas, el reino estaba a la expectativa como si de un certamen de belleza se tratase. Querían saber quién sería su nueva reina. Eran alrededor de cincuenta mujeres las que entraron al salón principal del palacio. Algunas sonreían con picardía, otras estaban tan nerviosas que lloraban, corriéndosele el maquillaje. El rey las observaba sentando desde lo alto de su trono. Su semblante era impasible.

Lo primero que hizo fue decirles a las más jóvenes, con mucha educación, que por favor se retiraran. Él no quería un cuerpo joven el cual gozar, sino una mente cosechada de la cual disfrutar. Las doncellas gritaron, lloraron, susurraron insultos y maldiciones, pero se retiraron en calma. Por todo el reino cientos de hombres lanzaron sus sombreros al suelo. Habían apostado a que escogería una joven.

 Lo siguiente fue entrevistarse en privado con cada una de las mujeres restantes (alrededor de veinte) en un cuarto. Les preguntó de arte, de historia, de filosofía, de ciencia y de economía. Se decepcionó al ver que muchas incluso llegaban a desconocer esos términos. Fueron muy pocas las que lograron mantener una conversación decente, y entre ellas destaca una señorita que le respondió con seguridad y presteza. Fue a ella a quien escogió. No la hizo su esposa. Simplemente se dedicó a invitarla a largos paseos por los jardines del castillo, maravillándose con las conversaciones que mantenían y aumentando su enamoramiento. No la obligó a nada. Una noche, a las orillas de un lago donde las luciérnagas danzaban, le pidió matrimonio como el más sencillo de los hombres. Ella aceptó. No lo hizo por poder o dinero. Se había enamorado de su rey.

Por cierto, cabe acotar que ordenó inmediatamente mejorar la educación de las mujeres para que recibieran la misma que los hombres. Pero bueno, sigamos con la historia.

El matrimonio se realizó tras pocos amaneceres, y fue una celebración que duro días e incluyó a todo el pueblo. Se cuentan muchas leyendas de esa boda. Se dice que desfilaron elefantes en cada calle y en cada campo, sosteniendo ramos de flores que brillaban a la luz del día. Cuentan que el palacio, tan firmemente construido, tembló bajo los pases de baile de los invitados eufóricos durante la fiesta. Se rumora que vinieron hombres de todas partes del mundo a brindar su enhorabuena. Sea verdad, o sea mentira, lo más cierto es que la servidumbre del rey estaba muy agradecida de que hubiese llegado quien mantuviera ocupado a su señor.

Pero estaban equivocados

El rey amó a su reina con todo lo que su corazón le permitía, pero empezó a temer que su felicidad dependiera de otra persona. La felicidad de un hombre debe nacer de sí mismo; eso le decía la razón. Si su felicidad se basaba en su mujer, y algún día llegase a perderla, esto le destrozaría para siempre. Eso le aterraba. Repito y repetiré que la amaba con locura, pero se dio cuenta de que eso no sería suficiente para hacerlo feliz. Era una cuerda muy floja.

Aunque erradicada su soledad, su felicidad seguía siendo un misterio. Razón por la cual el rey tomó otra decisión: tener hijos.

Lo consultó con su señora y ella se mostró encantada.

Doce meses después nació un pequeño príncipe al que llamó Edgar. Un año y medio después nació la pequeña princesa Aurora, con unos tiernos ojos café. Y finalmente, dos años después nació el segundo varón: Alberto.

¡Qué padre más amoroso era el rey! Siempre se le veía jugando con sus hijos por todo el palacio. Les leía por las noches las mismas obras que a él le leyeron. Los educaba lo mejor que podía, siempre acompañado de su reina, a quien adoraba aún más de ser posible por darle tres bellos herederos.

 Alberto, el más joven, era un pícaro de cuidado. Aurora tenía un temperamento que le hacía saltar de la felicidad a la rabia en un parpadeo. Edgar era el más tranquilo de los tres, y adoptó su lugar como hermano mayor y futuro heredero con una notable madurez.

El rey los miraba con orgullo. Los días volaban mientras notaba como crecían. Como sus mentes se expandían a lugares que incluso él desconocía. Desarrollaban talentos únicos cada uno. Se preparaban para explorar el mundo y comérselo. Esto hizo que el rey se diera cuenta de una triste ley de vida: tarde o temprano marcharían. Se irían. Buscarían sus propias metas, sus propios sueños, para alcanzar sus propios logros. Partirán en busca de conquistar el mundo, y él no los detendría pues sabía que eso era lo correcto. Pero, ¿qué sería de él cuando se fueran? No tendría mayor motivación, ni mayor dulzura. Su mente caería en un vacío en el cual flotar hasta reventar.

Sus hijos no podían ser lo único que le diera sentido a su vida.

Necesitaba algo más.

Con esto en mente, el rey buscó ese algo que le satisficiere. Estuvo seguro de encontrarlo un día en el que paseaba por sus jardines y se detuvo abstraído a contemplar una flor de un azul intenso, con cinco pétalos y un centro amarrillo, que se mecía con parsimonia. El rey la contempló largo rato, alelado, meciéndose con ella sin darse cuenta. Una curiosidad lo embargó desde lo más profundo de su ser, inundándolo de un insoportable deseo de saber más sobre aquella flor.

Se acercó al jardinero con emoción, preguntándole en el acto sobre ella. El jardinero le dijo que se llamaba Zebra Blu; un espécimen exótico con una semilla difícil de encontrar. El rey quiso saber más y le preguntó todo respecto a la flor. El jardinero, hombre conocedor, le respondió sin demora. La conversación no terminó ahí cuando el rey quiso saber de otras flores. ¿Dónde crecían? ¿Cómo se cuidaban? Necesitaba, quería, conocer lo más posible. Fue así como se enteró de las increíbles propiedades que tienen algunas; o del enamorador aroma que poseen otras. Tras escuchar lo suficiente, tomó una nueva decisión: crear su propio jardín.

Un jardín cuidado por él y sólo por él. Con especímenes electos por él y traídos de lugares recónditos. Creó un jardín tan extenso como un bosque, y ahí sembró las plantas que su alma le dictase. Los aromas se mezclaban creando un perfume celestial que elevaba a todos aquellos que pasaban hasta un cielo exento de los sentidos, excepto por el olfato.

Entre sus preferidas estaba la Hoya, también conocida como flor de porcelana. Las Candy Cane, similares a barquillas rosadas. La flor de jade.... El rey se encontraba feliz… hasta que se marchitaban.

A pesar de sus cuidados y sus mimos, las flores morían con el pasar del tiempo. Marchitarse era parte de su ciclo. Fallecían en silencio, como un convaleciente cuya enfermedad le consume con lentitud. Esto atormentaba al rey profundamente. Le dolía ver como se le caían los pétalos o se les se secaba el tallo. Y lo peor es que su tortura no tendría remedio, pues solo un hombre necio lucha contra la naturaleza.

No tuvo más remedio que abandonar su jardín, encomendándoles a otros el cuidado de sus pequeñas amantes.

El rey estaba destruido. Vagaba por los pasillos como un infeliz. Su palacio no le acobijaba como debía hacerlo. Las paredes altas eran más de cárceles que de hogar. Su espíritu no hallaba a que aferrarse y suplicaba conmiseración a Dios en busca de un consuelo. No sabía que hacer ahora.

A lo lejos empezó a escuchar un murmullo. Era difícil distinguirlo. Demasiados pasillos con paredes altas creaban una gran cantidad de eco. El rey vio hacia los lados, creyendo que se trataban de sirvientes que hablaban sobre su tristeza. Intentó hallarlos con la mirada, pero solo escuchaba el murmullo. Aguzó el oído queriendo encontrar su origen. Siguió su instinto y caminó por los pasillos en busca del sitio. No tardó en darse cuenta de que no era un murmullo. Era una melodía. Se esparcía por el palacio con gracia bailarina.

El rey la siguió cada vez con más apremio. Cada vez con más deseo. Hasta que encontró la habitación adecuada. De un tocadiscos, aparentemente encendido por una mucama, se despedía la canción. Cuando llegó, la canción recién terminaba. Le preguntó a la mucama si podía repetirla y esta acepto algo azorada, sorprendida por la repentina aparición del rey. Él se sentó en un mueble cercano y cerró los ojos.

La tonada lo envolvió con pasión. Se le metió dentro, riendo, cantando, haciéndole el amor a su esencia. Su cuerpo respondió primero con un tarareo, luego con un pequeño movimiento de dedo y finalmente se levantó del sofá y se movió con elegancia al compás de la melodía. Tomó a la mucama de la mano y bailó con ella. La mujer no cabía en sí del bochorno, pero el rey no se daba cuenta de eso. No se daba cuenta de nada. Él solo bailaba. Bailaba y bailaba. Ya no era humano, era algo más.

¡Cómo lo cambió esa experiencia! Hizo un cuarto dedicado a la música. Era un museo para ella. Con obras de géneros dispares. Con compositores distintos. Pasaba de Beethoven a Bach, de Bach a Mozart, de Mozart a Chopin, y así seguía hasta que se consumiesen los días. El palacio se llenó de ese ambiente musical. Todos bailaban las melodías que el rey colocase, la cual se escuchaba en cada esquina, en cada cuarto, en cada habitación.

El rey se volvió rápidamente un experto y siempre buscaba con fervor alguien con quien hablar sobre estos compositores. Su hija Aurora, otra gran amante de la música, fue con quien más debatió las ventajas y los pormenores de las obras musicales. Y cuando no hablaba con ella, se encontraba ahí donde fuera la fuente de la canción, escuchándola con los ojos cerrados y un gesto de absoluta concentración.

En el palacio comenzaron a notar que el humor del rey iba y venía, tan cambiante como la dirección en la que vuela un colibrí, tan errático como el tiempo y tan impredecible como la vida. Pasaba de triste a motivado en un mismo día. Jamás se le veía dos veces con el mismo estado de humor que tenía durante el desayuno. Los más observadores del castillo notaron que el humor del rey iba siempre acorde con la canción que sonara en el ambiente. Si la canción era serena y calmada, así se mostraba el señor. Si en cambio era alegre y cantarina, no había en el reino hombre más feliz que el rey. Eso hubiese sido bueno de no ser porque cuando la melodía era triste, el rey se sumía en un horrible letargo comparado con la depresión.

Cuando se lo hicieron saber, el gobernante se consternó y avergonzó. Contrito por su inestabilidad emocional, resolvió alejándose un poco de aquellas serenatas que ejercían sobre él un poder superior. Aún seguía escuchándolas con amor en ocasiones, pero no con tanta cercanía.

Su desesperación fue en aumento. Las pruebas delataban que era tan débil que hasta una melodía lo consternaba. Si eso era cierto, no tenía esperanzas de encontrar aquello que lo llenara plenamente, lo hiciese feliz. Estaría condenado a una eterna búsqueda.

Como todo hombre sabio, decidió buscar ayuda en la palabra de otros hombres más sabios que él. Fue a su biblioteca personal, que en lo personal no le pareció gran cosa, y comenzó a leer la palabra de hombres como Aristóteles, Descartes, Maquiavelo, Platón y varios filósofos más.

Durante un tiempo, si querías encontrar al rey, lo harías en su biblioteca.

Pero disgustado de lo ínfima que era comparado con lo que él deseaba leer, la demolió y construyó en su lugar una biblioteca tan grande como el castillo de un señor menor. Las estanterías eran tantas que creaban un laberinto en la que un hombre descuidado podría perderse y morir de hambre. Las llenó de textos científicos, filosóficos, ensayos, novelas, cuentos, fabulas y cualquiera que pudiese llevarlo un paso más cerca de esa verdad que buscaba.

Sin darse cuenta, la había encontrado encarnada en hojas letreadas.

Leía las paranoias de Kafka, los miedos de Poe, los traumas de Lovecraft, los misterios de Conan Doyle, los mundos de Tolkien, las aventuras narradas por Homero… Su vida se iba entre libros. Pasando de historia a historia, sintiendo como vivía mil vidas. Las aventuras no lo abandonaban y se escondían tras las obras que él deseaba conocer. Se conmovía con aquellos relatos que hablaban de sacrificios, de lealtad o de amor. Se emocionaba cuando se encontraba con una tierra llena de dragones y seres fantásticos. Reflexionaba cuando nadaba en los mares mentales de un personaje atormentado.

Era inmune al tiempo, al lugar y a la monotonía.

Pero no a la realidad.

Se frustraba cada vez que cerraba un libro y la realidad lo golpeaba con violencia. Le recordaba donde estaba y cuáles eran sus limitaciones. Por más que quisiese huir usando la imaginación de otros, siempre tendría que volver al mismo sitio. Su palacio. Su palacio tangible y no el palacio de cristal que estaba en su mente

Quiso contrarrestar esto escribiendo sus propias historias, pero se sintió igualmente vacío. La realidad seguía ahí, dictatorial.

El rey ya no sabía qué hacer.

Y su servidumbre tampoco.

Dos veces al año, el rey le preparaba una fiesta a la servidumbre, premiándolos por su agotador trabajo. Era una celebración por todo lo alto, otorgándoles los mejores honores que pudiese haber. Y para darles privacidad, mientras la fiesta transcurría, él se retiraba a sus aposentos, feliz por haber hecho lo correcto.

Sus sirvientes le agradecían de todo corazón este gesto, pero no podían desaprovechar la oportunidad de decir algunas palabras oscuras en su contra, a pesar del cariño que le tenían. Eran como una familia que se reúne a hablar de un miembro particularmente problemático.

            —Dios mío —decía uno de los sirvientes—, ya no sé hasta dónde llegaremos con nuestro rey.

            —Creo que ni el mismo lo sabe —respondía una sirvienta.

            —Si sigue con sus caprichos, podría llevarnos a la quiebra —agregaba el panadero del palacio.

            —Vamos, seamos sinceros, siempre ha sabido darnos comida.

            —Sí, hasta que se obsesione con la comida y monte un restaurante que luego alguien más tendrá que llevar —acotó el cocinero, a quien le encantaba la idea de que el rey le encargara un restaurante, pero quería disimularlo.

            —Me da pena hablar así de su majestad, pero debe haber un límite.

            —Él no conoce límites —dijo una mucama

            — ¿Su señora esposa no puede hacer nada con él? —preguntó el sirviente.

            —Ella lo ama así. Dice que es solo su forma de ser.

—Pero mírenlo. Cada vez que se emociona con algo y lo abandona, se ve tan triste…—la sirvienta lo había visto sollozar por un pasillo.

            —Tal vez su forma de ser sea la melancolía —dijo el panadero.

            — ¡Ni hablar! Él es un hombre fuerte. Simplemente no sabe lo que quiere...

            —Pues ya le vendría bien descubrirlo —agregó el cocinero, aun pensando en el restaurante.

            — ¿Qué pasará si no lo hace? —preguntó la mucama.

            —Me temo que pasaremos de extravagancia en extravagancia —sentenció, triste, el sirviente.

            El consejero los había estado escuchando. Era un hombre viejo, quien anteriormente también había aconsejado a los padres del rey. Lo había visto crecer y le dolía escuchar como hablaban de él.

            Intervino

            —Señores, no pretendo menospreciar sus opiniones sobre nuestro legítimo señor. En el fondo de mi corazón me llena de felicidad ver vuestra genuina preocupación para con él. Pero creo que, seguramente sin darse cuenta, están siendo injustos. Les pido, por favor, que escuchen a este hombre que los supera en años y experiencias; que ha visto más de lo que quisiera, de lo que debería, y siempre con una mirada atenta.

            >>Le he servido a muchos hombres en el pasado. Les serví a los padres de nuestro actual señor, y he de confesar que fue uno de los mayores honores de mi vida. Ahora le sirvo a nuestro querido rey, y al igual que ustedes, sufro al verlo perdido en esta vida, saltando de vocación en vocación, sin encontrar una que les dé sentido a sus pasiones. Pero mis años no han pasado en vano y me han servido para entender mejor a los hombres. Hoy comprendo que los hombres no nacimos con un destino predeterminado, pero sí con una pasión tan intrínseca como el color de nuestros ojos. Un deseo de descubrir aquello que nos lleva de viaje a un mundo propio, que nos pertenece, y que podemos controlar a voluntad. Un talento que nos convierte en Dios. Cuando lo conseguimos, la vida se divide en un antes y después. Nos puede cambiar para siempre. ¡No volvemos a ser los mismos! Algunos se descantan por una expresión artística, por una ciencia, por una participación en la comunidad. Estos dones son tan variados como el color de nuestras pieles.

            >>Pero hay hombres para los que un solo camino no es suficiente. Cuando eligen un sendero, inmediatamente el camino de al lado les da curiosidad y sienten la imperiosa necesidad de saltar en él. Conocerán ustedes al genio Da Vinci, versado en arquitectura, ingeniería, mecánica y artes. Es un claro ejemplo de lo que quiero explicarles. Esta clase de hombres, aunque no lo parezcan, poseen una bendición y una maldición a la vez. Su curiosidad los lleva a terrenos inexplorados, los hace descubrir e inventar. Se convierten en hombres destacados de la historia. Pero es esa misma curiosidad la que los aleja de la felicidad, condenándolos a una eterna búsqueda que solo termina con la muerte. Quieren más, no por ambición o avaricia, sino por su sentido de la existencia que no está completo si no albergan lo más que puedan en su interior. Quieren tener tantas cosas en su cabeza, que se quedan ellos afuera. Están malditos de sabiduría.

            >>Estoy seguro de que nuestro querido rey sufre y goza de este mal, según como lo quieran ver. Es un hombre desdichado que jamás encontrará lo que busca, porque no sabe que lo que está buscando es inalcanzable. No se puede tener el mundo encerrado en un hombre. Recorrerá distintos pasillos sin jamás hallarlo, sin poder ser totalmente feliz. Sin embargo, no por ello deben verlo como una víctima. ¿Cuántos héroes de la historia han sido vistos como victimas sin realmente serlo? Pues como les comenté antes, a la vez está bendito por su deseo insaciable. Se ha convertido en alguien sabio en muchas materias. Muy pocos lo pueden superar en cuanto a literatura, música o jardinería. Y su conocimiento irá en aumento hasta convertirlo en una eminencia. Será un hombre glorificado por las nuevas generaciones.

            >>Y nosotros nos hemos visto beneficiados de ello. Si alguno de ustedes quiere pasar una noche entre letras e historias, tienen una biblioteca magnifica a su disposición. ¿Y conocían ustedes algunas de las flores de un aroma tan esplendido que ahora yacen en el jardín? Yo, que llevo años aquí, les puedo asegurar que nunca estuvo tan hermoso. Para los amantes de la música está el paraíso en la sala musical del rey. Y así, poco a poco, mientras el rey incrementa su número de pasiones, nosotros vamos a su lado, conociendo estos nuevos mundos. Es por ello, señores, amigos, que les pido no juzgar tan duramente a nuestro rey. Ni con sus intentos más desesperados ha dejado de ocuparse de nosotros y de su reino. La comida y las oportunidades abundan para el pueblo, y mucho de eso se lo debemos. Por favor, no quiero que sientan lastima por él, tampoco que lo amen con locura. Solo quiero que lo acepten tal como es: un hombre a quien el mundo le queda pequeño.

            Los sirvientes se miraron unos a otros, avergonzados. Arrepentidos de las palabras antes dichas.

            —Un hombre es lo que es y no puede dejar de serlo —agregó el panadero con tono comprensivo y bajando la cabeza.

            Como respuesta, uno de los sirvientes levantó la copa y los demás lo imitaron. Brindaron todos juntos:

—¡Larga vida al Rey de la Inconformidad!

Después de esto, un poco más comprensivos y menos reprochadores, los miembros del palacio aceptaron con mayor nobleza las excentricidades de su rey, quien, aunque pasasen los años, nunca dejo de explorar nuevas vocaciones.

Todos se sorprendieron el día que decidió ordenar una cantidad exagerada de pinturas para adornar las paredes del palacio. Se sorprendieron aún más cuando comenzó a realizar las suyas y resultaron ser obras muy bellas a la vista. Pero nadie se extrañó cuando de pronto dejó de hacerlas y reunió todas las obras, suyas y ajenas, en una construcción especial que terminó convertida en museo.

También gozaron de las delicias que preparó cuando pensó que la gastronomía lo llevaría a una vida mejor. El restaurante que fundó obtuvo una fama desproporcionada, incluso después de que lo abandonó y se lo legó a su cocinero, quien por fin pudo cumplir su secreta ilusión.

Lo mismo pasó cuando intentó introducirse en la medicina y construyó más hospitales. Cuando se interesó en la arquitectura y creó edificios imponentes. Cuando se apasionó por la filosofía y les transmitió su saber a otros.

Las estaciones trascurrían y el rey no se detenía, hasta que se topó con la mayor ley de vida: la muerte, y falleció de anciano en una noche otoñal.

Una sombra oscura le dio cobijo al palacio el día siguiente a su descenso. Las lágrimas corrían sin gobierno y nadie disimulaba su pesar. Ya no estaba el concejero para que les diera consuelo. Él también se había ido muchos años atrás. La tristeza que los embargó a todos los hizo caer en una pesadumbre colectiva.

Y no solo los miembros del palacio sufrían.

Le habían sobrevivido su esposa y sus tres hijos, quienes homenajearon a su padre rindiéndole tributos y lamentos en público. Leyeron varias de sus obras en su funeral, como una forma de dejar constancia de las muchas pruebas de vida que había dejado el rey antes de partir.

El reino entero guardó luto.

Por tres días los negocios cerraron. Los niños no jugaron. Las aves no cantaron. Algunos intentaron recordarlo con una sonrisa, como seguramente le hubiese gustado que lo recordaran, pero era inútil. No se puede sonreír con tanta miseria. El mundo no tardó en enterarse y se cuenta como desde fronteras lejanas, en donde se apreciaba su nombre, le llegaban regalos de pésame a la familia, se hacían días de luto o celebraciones en su honor. Era imposible ver como un hombre que hizo tanto en su vida pudo ser alcanzado por la muerte. De haber vivido para siempre, tal vez se hubiese cumplido su deseo de satisfacer su curiosidad. Tal vez el niño pequeño que una vez fue hubiera cumplido sus caprichos.

Lo cierto es que no se sabía si el rey logró ser feliz antes de irse. ¿Qué habrá pensado cuando cesaban sus pulmones? ¿Estaría orgulloso de todo lo que hizo o frustrado por no poder hacer más? Ya era demasiado tarde para preguntarle.

Los sirvientes, intentando mantener la compostura, se reunieron para rezarle por su antiguo rey.

            —No puedo creer que se fuera —sollozó la mucama.

            —No creí que fuera posible que pudiera morir —le respondió un sirviente.

            —Ya era muy anciano… Pero tuvo una buena vida —dijo el panadero con ojos rojizos

            — ¿¡Cómo sabemos eso!? Nunca encontró lo que buscaba. Tal vez no llegó a ser feliz.

            —Tenía una esposa que lo amaba, al igual que sus hijos y un pueblo que lo adoraba

            —Para él eso no será suficiente —una sirvienta intentaba ocultar su dolor mirando por la ventana.

            —Él quería ser inmortal… —comentó el panadero.

            —Y llegó a serlo –respondió la mucama--. Realmente lo logró. Miren todo lo que dejó atrás. Sus obras. Su legado. Ese bello jardín, o los museos, o los hospitales, o la biblioteca. Si hay hombre que se pudiese llamar inmortal, es él.

            —Pero… --quiso alguien, pero calló.

            —Fue un hombre demasiado grande para este mundo tan pequeño. Tal ver por eso contribuyó tanto a embellecerlo. ¿Recuerdan cuando se escuchaban tonadas a toda hora?

            —Era muy bonito —dijo el sirviente—. Como esos cuadros que pintaba.

            —Y las obras que escribió.

            —Y las flores que plantó.

            — ¡Y ni se hable de esas hermosas criaturas que ahora tenemos gracias él!

Comenzaron a enumerar una a una las extravagancias de su señor, reviviéndolas con el recuerdo. Lo que antes era motivo de angustia, les dejó ver ese enorme palacio, ahora mental, que poseían y en el que se vivía plácidamente ante las pericias del rey. Realmente había logrado volverse inmortal. Se entusiasmaron el pensar en todos los extranjeros que vendrían a presenciar con sus propios ojos sus jaulas, tan mencionadas en otras tierras. Sus flores que eran codiciadas. Su biblioteca apta para los amantes del pensamiento. Y muchas tantas creaciones de su antiguo señor, que ahora se convertían en un regalo para el mundo.

Cuando la tarde terminaba, y el sol se ocultaba, se encontraban todos ya mucho más animados; y sirviéndose un vaso de vino, alzando hacia lo alto las copas, brindaron alegremente: ¡Que descanse, eternamente, el Rey de la Inconformidad!

Fin

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