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—Candace... —habló mi papá atropelladamente desde el sillón en el que antes estaba dormido—. Mi niña, eres igual de bella que tu madre.

Su voz llena de tristeza me hundió el pecho. Me acerque a él y lo empuje con cuidado, ya que había tratado de pararse, pero en realidad solamente se había quedado en la orilla del sillón, a punto de caerse al suelo sucio.

—Ya duerme, papá —le ordene con un susurro, cogiendo una almohada para que durmiera más cómodo.

—Perdóname, hija. Te quiero mucho.

Mis ojos empezaron a arder y en mi garganta se instaló algo parecido como una roca amarga que me evita

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