Capítulo 4

Buenos Aires, Argentina.

Julius y su hermana pasaron casi toda la noche conversando y rememorando parte de los recuerdos de su infancia. David y Karen se unieron a ellos una vez que los niños se hubieron dormido, y compartieron con ellos parte de sus vivencias y experiencias vividas a lo largo de los años. Julianne estaba sorprendida por la cantidad de familias por las que había pasado David cuando quedó huérfano, pero él le aseguraba que a pesar de todo había aprendido muchas cosas de cada una. Cuando era un adolescente no les dio la importancia que merecían ni agradeció el sacrificio que hacían para tenerlo, razón por la cual terminó cumpliendo el servicio militar cuando pudo hacerlo. Ahora que podía pensar todo con la madurez necesaria, estaba dispuesto a regresar con todas y cada una de ellas para agradecerles sus esfuerzos y voluntad que le dedicaron  a lo largo de los años.

−Es una deuda que tengo con ellas −dijo, melancólico−. Y algún día lo haré. Además, deben saber que estoy bien. Les debo aunque sea eso, el saber que no perdieron su tiempo a pesar de todo.

Continuaron charlando y compartiendo anécdotas más allá de la medianoche, cuando el sueño los obligó a irse dormir.

Al día siguiente los amigos de Joseph fueron a su casa para conocer a la prima que había llegado de los Estados Unidos a visitarlo. Era fin de semana, y a pesar de que tenían como costumbre reunirse los domingos para compartir juegos juntos, hicieron una excepción ese sábado para conocer a Marianne. Eran cuatro: Aldo Peretti, tan inteligente como mal encarado, obsesivo con la forma de hablar y expresarse, corrigiendo a sus amigos prácticamente por todo: desde una palabra mal escrita, hasta una mal dicha, en especial cuando se trataba de groserías. A pesar de su carácter, fue aceptado en el grupo por la necesidad de Joseph de aprender bien el español, pero ni él ni el resto del grupo sabía que Aldo disfrutaba de tenerlos como amigos, aunque no lo manifestase siempre, ya que por su forma de ser no tenía tantos como deseara. Otro integrante del grupo era, a pesar de Aldo, el ocurrente y divertido Alberto Morales, quien disfrutaba ver a su casi siempre mal humorado amigo despotricar contra él cuando sacaba alguna ocurrencia que involucrara alguna que otra grosería. Alberto era un inmigrante venezolano llegado junto con su familia al país a raíz de la crisis de su tierra natal, y representaba la picardía y la alegría caribeña del latino.

El tercer miembro del grupo era Leandro Manzi, quien se puede decir que era, junto con Joseph, el que aportaba el equilibrio al grupo, sobre todo cuando a Aldo le daba por pelear con Alberto; era el mediador y pacificador, a pesar de tener un temperamento tímido y sosegado. Estaba enamorado en secreto de Valentina Ferrara, la última integrante del grupo, una niña brillante, inteligente y hermosa, quien a su vez estaba enamorada en secreto de Joseph, quien al final era el líder indiscutible del grupo. Valentina guardaba muy dentro de sí un oscuro y terrible secreto, del cual ya tenía conocimiento Joseph sin ella habérselo revelado; tenía en sus manos la solución al problema que había afectado a su amiga, y consideraba que ya era el momento de intervenir. Por supuesto, ella no sabía que él sabía.

Estaban reunidos en la sala de la casa, Joseph les estaba presentado a sus amigos a Marianne y a su tía, y conversaban amenamente. Como no sabían español, Joseph fungía de intérprete para ellas.

−Este es Alberto Morales –lo presentó Joseph−, el locuaz del grupo.

−Querrás decir el «mal hablado» del grupo −dijo Aldo.

−A Aldo no le gustan las ocurrencias de Alberto −explicó Joseph en inglés a Marianne y a su tía−. Casi siempre están discutiendo.

−¿Y cuáles son esas ocurrencias? −preguntó Marianne.

−¿Qué dijo? −preguntó Alberto, algo inquieto.

−Ella preguntó cuáles eran tus ocurrencias −dijo Joseph.

−Anda, cuéntale una, la de la maestra nueva −dijo Aldo, comenzando a malhumorarse−, a ver qué dice tu tía con respecto a que un niño se burle de un adulto.

−¡Ah! ¡Esa es buena! −exclamó Alberto, divertido−.¡Cuéntale!

Joseph contó que a su colegio había llegado una nueva profesora, y que cuando Alberto escuchó su nombre, de inmediato se le ocurrió uno propio a modo de burla; la maestra en cuestión se llamaba Esíntela.

−Diles cuál fue el nombre que se me ocurrió −pidió Alberto con una amplia sonrisa.

Joseph sonrió al recordar el nombre.

−Esfíntera.

Los muchachos rieron de buena gana, menos Aldo, que seguía despotricando en voz baja. Marianne y Julianne rieron después, cuando Joseph les dijo a qué parte de la anatomía humana se hacía referencia con el nombre inventado.

Siguieron compartiendo así largo rato, cuando Joseph les pidió a sus amigos que le acompañaran a hacer algo muy importante.

−¿A dónde piensas ir? −le preguntó Julius, intrigado−. ¿Qué vas a hacer?

−No te preocupes, papá. Voy a hacer algo rápido. No tardaré.

−Bueno, pero regresen antes del almuerzo.

Joseph ya iba hacia la puerta con sus amigos, cuando volteó a ver a Marianne.

−Ven, acompáñanos −le dijo en inglés−. Así conoces un poco la ciudad.

Joseph, sus amigos y Marianne caminaron por las calles de San Isidro por algunos minutos, conversando y mostrándole a ésta última sus lugares favoritos para jugar y compartir. Estaban por la Avenida del Libertador, y ya comenzaba a verse a lo lejos la catedral de San Isidro Labrador, frente a la Plaza Mitre, o como le decían los pobladores «Plaza de San Isidro», cuando Valentina se detuvo repentinamente, viendo el templo religioso de estilo neogótico. Sus amigos continuaron por algunos metros cuando se dieron cuenta de que su amiga se había quedado atrás, y voltearon a verla, extrañados.

−¿Qué sucede, Vale? −le preguntó Leandro.

Valentina seguía con la mirada fija en la catedral. Joseph caminó hacia ella y le tomó una mano entre las suyas.

−Ven −le dijo suavemente, casi susurrando−. Tenemos que ir, y debes superarlo. Yo te ayudaré.

Valentina le miró a los ojos, y como cada vez que los veía, sintió un sosiego y una tranquilidad que la confortaba y la hacía sentirse cómoda. No se explicaba por qué sentía eso con Joseph, y en parte era lo que la tenía enamorada de él. Estaba por perderse de muevo en la profundidad de su mirada, cuando cayó en cuenta de que él sabía lo que le había pasado. ¿Lo sabía? ¿Cómo era posible, si ni siquiera a sus padres les había contado? Quitó su mano de entre las suyas, y retrocedió un paso. El resto de sus amigos volvió a donde estaban.

−¿Qué está pasando? −preguntó Leandro.

Valentina le seguía mirando fijamente; en su mirada Joseph pudo ver y sentir que estaba aterrada, y de alguna forma suplicando que no la llevara a ese sitio. Comprendió que no estaba lista aún para enfrentar su trauma, y decidió dejarla tranquila.

−Espérenme en la plaza −les dijo Joseph a sus amigos, mientras comenzaba a caminar hacia la catedral.

−¿Qué vas a hacer? −le preguntó Alberto−. Te acompaño.

−No −ordenó Joseph sin detenerse−. Esto debo hacerlo solo.

Extrañados, todos caminaron hasta la plaza y se sentaron en uno de los bancos. Valentina seguía inmutable, y no le quitó la mirada a Joseph hasta que éste entró en la catedral. Aldo comentó algo sobre lo extraño de la situación, y Leandro lo secundó:

−Ya saben cómo es Joseph de extraño −les dijo−. A lo mejor quiere rezar o algo así.

Alberto sentía curiosidad, y decidió ir tras su amigo para ver qué hacía dentro de la catedral. Cuando entró, se persignó y vio a Joseph parado frente al altar, observando detenidamente al Cristo crucificado; se sentó en uno de los bancos al final y esperó. A los pocos segundos, un cura con sotana negra sale de una las puertas laterales y se para junto a Joseph, entablando lo que al parecer era una conversación con él. Al poco rato Joseph le señala el confesionario a su derecha y ambos se dirigen a él, entrando el cura en el mismo, y Joseph arrodillándose del lado de afuera, junto a la ventanilla que ya se abría.

«Venía a confesarse», pensó Alberto. «Eso era todo». Pensó si lo esperaría o no, y mientras se decidía, aprovechó a leer la placa incrustada en la pared a su izquierda, la cual había visto siempre pero nunca la había leído:

Diego Palma.

Falleció el 27 de Febrero de 1891. Fue cura de esta parroquia desde el 9 de Marzo de 1837 hasta el 13 de Octubre de 1890. El vecindario de San Isidro dedica este recuerdo a sus virtudes.

Aunque la catedral fue inaugurada el 14 de julio de 1898, la comunidad dedicó su construcción a la obra de su querido cura, quien fervientemente sembró la semilla de la fe en los pobladores. Ahora, más de cien años después, esa fe se veía seriamente comprometida en una pequeña niña de once años, quien no quiso ingresar más a aquel recinto producto de uno de los actos más aberrantes del ser humano.

Ahora estaba allí Joseph, reivindicando la fe, junto a quien la quebrantó de la más infame manera.

Alberto estaba por pararse para salir, cuando observó que Joseph se levantaba lentamente. Por su parte, el cura abre las cortinillas del confesionario y sale atropelladamente del mismo, como asustado, con los ojos muy abiertos y, por lo que podía ver, la respiración agitada y comenzando un llanto lastimero. Se alejaba torpemente del confesionario en dirección a una de las puertas al fondo del altar, tropezando con los escalones y a punto de caer. Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta cae de rodillas y continúa su llanto desconsolado, casi infantil. Joseph se le acercó lentamente y, poniendo una mano en su hombro, le dijo algo que por la distancia Alberto no pudo escuchar. El cura volteó a verlo y no pudo sostener su mirada, bajándola y tratando de reincorporarse. Joseph le ayudó a levantarse y esta vez el cura sí pudo alcanzar la puerta al fondo, desapareciendo tras ella. Joseph volvió a mirar al cristo sobre el altar y de inmediato comenzó a caminar hacia donde estaba Alberto, buscando la salida. Se dio cuenta de que su amigo estaba allí, y que al parecer lo había observado todo, y cuando estuvo a su lado se detuvo, esperando la inevitable pregunta:

−¿Qué fue todo eso? −le preguntó Alberto−. ¿Tanto así fue tu confesión, que lo hiciste llorar y prácticamente salir corriendo?

Joseph sonrió, y le colocó una mano en su hombro.

−Un hombre se ha arrepentido de sus pecados y buscará de nuevo su camino, el cual no está aquí, ni en la religión. No volveremos a ver al cura.

Alberto se sentía confundido, estaba acostumbrado a la actitud extraña de Joseph y, como siempre, prefirió no preguntar más cuando le miró de nuevo a los ojos. Unos ojos enigmáticos.

Cuando estuvieron afuera, Joseph tomó de la mano a Valentina y la llevó aparte del grupo. Los demás se extrañaron, pero no dijeron nada.

−Ya no debes preocuparte por nada, Valentina −le dijo−. Todo está arreglado. Claro que te tomará tiempo curar la herida en tu corazón, pero seguirás adelante. A partir de ahora nadie volverá a lastimarte. Él se irá de la iglesia hoy mismo, y pagará por lo que hizo. No lo volverás a ver.

Valentina estaba confundida, pareciera que en vez de su amigo de once años, estuviera hablando con su padre. Bajó la mirada y solo asintió. Antes de que se le comenzaran a llenar los ojos de lágrimas, Joseph la llevó de nuevo al grupo.

−Vamos a seguir mostrándole la ciudad a Marianne −dijo Joseph a sus amigos−. Desde que salimos de casa no ha podido disfrutar bien de todo. ¡Vamos!

Continuaron su camino por la Avenida del Libertador, Joseph conversaba con Marianne y Leandro bromeaba con Alberto sobre las personas que pasaban cerca de ellos. Valentina seguía su mutismo selectivo y Aldo sospechaba que su amiga no estaba bien.

−¿Qué sucede, Vale? −le preguntó al cabo de un rato cuando quedaron detrás del grupo−. Has estado muy callada. Normalmente no eres así.

Valentina volvió a bajar la mirada, estaba recuperándose de la mala sensación que tuvo al ver la catedral, y no quería que su amigo se enterara de su doloroso pasado. Decidió hacer un esfuerzo por animarse.

−No pasa nada −esbozó una forzada sonrisa, y Aldo se dio cuenta−. Amanecí un poco mal, pero ya se me está pasando. Eso es todo.

−¿Y todo ese misterio con Joseph? Ustedes como que se traen algo entre manos.

Valentina volvió a sonreír, pero esta vez sinceramente.

−¡No, chico! Estaba preguntándome lo mismo que tú, y le contesté lo mismo que a ti. Nada más.

Estaban pasando frente a una cafetería, y Aldo propuso tomarse unos refrescos.

−Lo dices porque tienes plata, y nosotros no −protestó Alberto−. No tengo casi dinero...

−Yo les brindo −repuso Aldo−. ¡Vamos!

De todo el grupo, Aldo era el de la familia más adinerada; sus padres eran directivos de un grupo de empresas transnacionales de importación y exportación y les iba bien, a pesar del fantasma de la recesión que comenzaba a amenazar a Argentina. Las empresas que dirigían formaban parte de un importante conglomerado perteneciente al poderoso grupo de empresas de Philip Richmond. Por su parte, Valentina y Alberto eran de familias de clase media; la primera con padres que trabajaban para el Estado en el Puerto de Buenos Aires, y el segundo hijo de inmigrantes venezolanos que luego de unos meses de búsqueda de empleo al llegar, lograron conseguir trabajo: él, en una empresa fabricante de partes automotrices, y ella como secretaria en un despacho de contadores y abogados. Finalmente, Leandro era hijo de profesores universitarios, colegas de Hansen, en la Universidad de Caece.

Una vez que entraron a la cafetería pidieron los refrescos y se sentaron en una de las mesas a tomárselos. A los pocos segundos entra un hombre joven, de tal vez treinta o treinta y cinco años, y con aspecto algo desaliñado y descuidado, pidiendo una «colaboración» al encargado para llevar algo de comida para su casa. Todos escucharon lo que aquel pobre sujeto le decía al encargado, tratando de bajar la voz, avergonzado.

−Hermano, ayúdame, por favor... No tengo nada para comer, y en mi casa me esperan dos niños que no han comido nada en dos días... Estoy desesperado, haré lo que quieras: barreré el frente y la calle, fregaré los platos, limpiaré el lugar. Lo que sea, sólo deme un poco de comida a cambio...

−Ya tenemos a una persona que hace todo eso −le respondió secamente el encargado−. No tengo trabajo para vos, pero sí te puedo dar dos panes y un café.

Dicho eso, buscó los dos panes y los metió en una bolsa de papel, a continuación preparó un café expreso y se lo dio. Joseph y sus amigos observaron todo pero no se atrevían a decir nada. Cuando el hombre estuvo a punto de salir, Joseph se levantó y acudió a la barra, buscando algo en el bolsillo de su pantalón. Aldo pensó que Joseph le iba a dar dinero a aquel hombre y se levantó también, yendo tras él. Buscó en su cartera algunos billetes y se ubicó al lado de Joseph.

−Si le vas a dar dinero, dale éste −se los ofreció. Joseph le miró por unos segundos y tomó el dinero. Llamó al hombre, que estaba a punto de salir.

−Espere allí, señor −le dijo cuándo éste volteó a verlo.

−Por favor, ponga tres panes más y dos jugos de esos en una bolsa grande −ordenó al encargado, señalando unos jugos de dos litros en un exhibidor. Éste, extrañado, cumplió la orden y cobró el dinero.

−Esa bolsa es muy grande para lo que pidió −le dijo el encargado−. Mejor lleve una pequeña.

−Esta bolsa es perfecta −le dijo Joseph, acto seguido acudió donde el hombre y lo llevó afuera de la cafetería. Aldo y los demás se quedaron extrañados viendo todo desde el interior de la cafetería.

Afuera, Joseph cruzó unas palabras con el hombre y le entregó la bolsa, cuando éste la agarró sintió que la misma pesaba mucho y casi se le cae, sujetándola con los dos brazos por debajo. Joseph le ayudó a sostenerla mejor. El hombre se veía sorprendido, tanto, que miró a Joseph con los ojos muy abiertos y comenzó a decirle cosas atropelladamente, casi a punto de llorar, y luego comenzó a alejarse rápidamente calle abajo. Cuando Joseph volvió al interior de la cafetería todos se quedaron mirándolo fijamente, incluso el encargado y sus dos trabajadores. Aldo se le acercó, mirándolo fijamente.

−¿Qué fue todo eso? −le preguntó, casi susurrándole. Los demás se levantaron y fueron a donde estaban ellos.

Joseph les dirigió una franca sonrisa.

−Solo ayudamos al señor con algunas cosas −le dijo a Aldo−. Tú lo viste. Todos lo vieron: le di la bolsa, y más nada.

−Sí, hermano −le dijo Leandro−, lo vimos, pero en esa bolsa no había casi nada, y ese sujeto se fue como si cargara una roca enorme.

−Si −apoyó Alberto−. Curiosamente no tengo ninguna ocurrencia para lo que he visto, y eso me asusta.

−Cierto, a Alberto no se le ocurrió nada −dijo Valentina−.Eso es muy extraño, aparte de lo del hombre ese y la bolsa. ¿Qué sucedió, Joseph?

−Les repito: nada. Solo ayudé a ese hombre comprándole algunas cosas con mi dinero y el de Aldo. Vamos, debemos regresar a casa. Se acerca la hora del almuerzo.

Todos lo siguieron fuera de la cafetería y comenzaron a caminar de regreso a su casa. Aún tenían interrogantes por lo que vieron y continuaron hablando de ello por todo el camino, interpelando a Joseph de vez en cuando, y éste sin darles respuestas por más que le preguntaban.

Cerca de ellos, un hombre de mediana edad y cabello entrecano les seguía a prudente distancia, fumando un cigarrillo y con un periódico bajo el brazo. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un teléfono celular, toqueteando la pantalla por algunos segundos. Cuando pasaba al lado de un bote de b****a, arrojó el periódico en su interior, el mismo periódico que al día siguiente reseñaría la noticia en primera plana de que el cura de la catedral de San Isidro Labrador se había entregado a las autoridades y confesado que abusó sexualmente de varias menores de edad, alegando arrepentimiento y un fuerte cargo de conciencia que no le dejaba dormir tranquilo ni conseguir paz. La policía iniciaría las investigaciones de rigor.

También, en un pequeño recuadro en la parte inferior derecha, el periódico reseñaría la historia de un hombre que luego de tres días sin comer, se topó con un niño Jesús que le multiplicó los panes en una bolsa.

Islamabad, Pakistán.

Las agitadas calles de la capital pakistaní mantenían el bullicio propio de una gran urbe, a pesar de que ya declinaba la tarde. El gran movimiento propio de la zona comercial contrastaba con el orden y limpieza de sus calles, con un gran mercado de mercancías de toda índole, cerca del centro. El joven Yussuf estaba mirando algunas frutas en uno de los puestos en la acera, cuando otra persona se paró a su lado. No parecía pakistaní: sus ojos azules y cabello rubio delataban unas facciones de un hombre de piel blanca, curtida por el sol, y que cuando preguntó por el precio de unos albaricoques dejó entrever un dejo acento occidental, tal vez norteamericano.

−Las frutas están más grandes y jugosas este día −dijo el hombre una vez que recibió el paquete con los albaricoques de parte del vendedor. Era la contraseña para que Yussuf lo identificara. Éste de inmediato lo encaró.

−Acabo de comprar estas ciruelas −dijo Yussuf, presentándole una bolsa con la fruta−, me gustaría que las probara.

Pero Yussuf no había comprado las ciruelas ese día. Las había traído desde su casa en una bolsa con la intención de entregarlas ese día a otra persona, y ahora lo estaba haciendo. El hombre tomó la bolsa, le dio las gracias y de inmediato se alejó de la tienda calle abajo. Yussuf hizo lo mismo, pero en dirección contraria. A los pocos metros sacó un teléfono celular y marcó un número.

−Ya el niño va para la casa de mi hermana −dijo una vez que le contestaron−, el taxi llegará a tiempo.

Del otro lado de la ciudad, en una habitación de hotel, un hombre pronunciaba un breve «ok» y daba por terminada la llamada que acababa de recibir de Yussuf. Buscó en la gaveta de la mesita de noche un teléfono con acceso satelital, y marcó un número.

Nueva York, Estados Unidos.

El teléfono satelital sonó en el interior de la gaveta del amplio escritorio, y Philip Richmond lo sacó. De inmediato atendió la llamada.

−Dame el reporte −dijo−. ¿Se hizo la entrega?

−Sí, señor −dijo el hombre desde la habitación de un hotel en Islamabad−. Ya está en manos del agente. No tardará en pasar la información al gobierno.

−Bien. Justo a tiempo. Ordena al segundo equipo que comience la operación asignada para Israel, y que no pierdan tiempo. Por tu parte, termina todo lo que tengas pendiente allá y regresa de inmediato.

−Muy bien, señor, como ordene.

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