La última guerra
La última guerra
Por: DiegoAlmary
Primera parte: El tigre blanco. Capítulo 1

La Última Guerra

Prologo.       

La tercera guerra mundial absorbió el mundo con ira. Con un desgarrador grito explotó de la nada. Se libró una batalla en que las alianzas se rompieron, en la que los amigos y aliados se acuchillaron por la espalda, y con un festín de sangre se dio comienzo a la violenta guerra que devoró el mundo. Un todos contra todos fueron hundiendo la paz que se buscó por tantos años, y cuando se logró atisbar un momento de paz, una pequeña luz de esperanza, aunque fuese falsa, que anunciaba el fin, afloró el sentimiento que fue el principio y el fin. Orgullo. Y eso fue todo.

Los grillos que arrullaban en la noche ya no cantaron, un silencio que anunciaba lo que estaba por venir. la hierba verde que adornaba los jardines perdió su color, de ahí en adelante las cosas se salieron de control, los ríos redujeron su cauce, los animales migraron masivamente buscando una mejor hábitat, pero la mayoría cayeron en el intento, y, lentamente, la tierra comenzó a marchitarse y a morir.

Al ver el daño que habían causado, los responsables trataron de remediarlo pero ya era tarde, la tierra moría lentamente y arrastraba con sigo todo rastro de vida, incluso la humana.

Se perdió el 30% de la población, la esperanza se perdía y la tierra estaba condenada, y fue entonces cuando ya de nada servía llorar, dos propuestas se pusieron sobre la mesa. Cada una tan imposible como la otra, tan diferentes, tan drásticas. Cielo y tierra. La única manera de triunfar sobre la muerte que aquellos hombres se habían marcado a fuego. 

Varias veces se rompieron los diálogos de los que dependía el destino de todos, pero cuando el setenta por ciento de la población humana cayó, se tomó la decisión. Los pocos vestigios que quedaron de la pobre y agobiada humanidad decidieron dividirse en dos. Rifados en un sorteo que separó familias enteras por la mitad, un sorteo llamado "La Lotería". Cada mitad

tomaría una propuesta y la llevaría a cabo, con el fin de que alguno de los lados lograra vivir. 

Dos lados de la moneda que giraba en el aire esperando a quien dar el voto de suerte. 

Arduamente se trabajó, los que antes se mataban por la espalda ahora se daban la mano trabajando por el bien común, hasta después de dieciocho meses de arduo trabajo. La fecha que se habían planteado había llegado y moría con las luces del atardecer.

La primer propuesta consistía en sumergir la humanidad en las profundidades de la tierra, contra todo pronóstico y el miedo a la inminente evolución se construyó una enorme ciudad a groso modo, apodada la ciudad de Oz, la ciudad de la esperanza, y de su techo colgaron cientos de luces que como luciérnagas en la noche daban una chispa de ilusión.

La otra propuesta podría dividirse entre descabellada y magnifica. Consistía en construir barcas flotantes, para alejar los pocos sobrevivientes de la tierra envenenada. Gracias a la tecnología lograron construir 22 arcas; cada una suspendida en distintas partes de uno de los cañones más grandes del mundo. Lo único que las unía a la tierra eran cientos de millones de alambres sujetos a las paredes. Cada una tenía lo suficiente para producir su propia comida y albergar más de quinientas personas con muy escasas comodidades. Cada arca tenía un nombre diferente, pero la principal se apodada "Emma" en honor a la esposa de su diseñador que murió envenenada.

 

Hasta que llegó el día de decir adiós, el día en que cielo y tierra se dieron la mano por última vez...

Capítulo 1

El Tigre Blanco

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo:

  La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros a lo lejos. El viento de la noche gira en el cielo y canta"

Abro los ojos de golpe. Mi cielo no canta, ni los astros brillan a lo lejos, azules, solo hay silencio y oscuridad. Aprieto los ojos con fuerza y continuo.

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

Mi aliento cálido provoca un pequeño remolino de vapor que se desaparece rápidamente, mis palabras apenas llegan a oírse, casi como si entonase un rosario arrodillado a los pies de un altar.

"En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito"

Pero ella ya no está aquí. Y puede que nunca haya estado. Ni siquiera lo puedo recordar, solo recuerdo su mano cálida en mi frente mientras recitaba el poema, Neruda, me decía, aquel hombre que lo había escrito hace tantos años que el tiempo ya no era capaz de recordar.

"Ella me quiso, a veces yo también la quería. ¿Como no haber amado sus grandes ojos fijos?

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

¿la he perdido? ¿se puede perder algo que no se recuerda? ¿se puede perder un vacío?

"La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos"

La noche no está estrellada, y a lo lejos nadie canta; grita, y grita mi nombre. 

  — ¡Aleck! — abro los ojos despacio. Tal vez lo aluciné, los cierro de nuevo tratando de menguar el sueño que me entra a esta hora — ¡Aleck! — me grita de nuevo la voz, ahora más cerca. Me incorporo de un salto — ¿me oyes? — vuelvo mi rostro hacia la escotilla y me encuentro con un rostro anguloso, de rasgos gráciles y suaves. 

 —No deberías estar aquí— le digo suspirando con resignación. Adiós escondite secreto.

 —Tú tampoco— estira las manitos y trepa por la escotilla arrastrando su bata de dormir, es rosa, y no tiene nada estampado, como toda la ropa en la nave, neutra. Se trepa por completo y camina hacia mí. Está descalza y da pequeños brinquitos al tocar el metal helado. Me acuesto de nuevo y cruzo las manos por detrás de mí cuello mirando hacia el cielo.

Mi cielo sin estrellas.

  —Si mi papá te descubre...—

—No lo hará si tú no le dices— la miro, trae el pelo alborotado amarrado en una fracasada cola de caballo, los ojos chinos y lagañas.

 —Deberías estar durmiendo— le digo.

—Lo sé, yo no podía dormir, ¿y tú? —niego. 

—Yo nunca puedo dormir.

 —Deberías ir al doctor.

—No. Me gusta estar despierto a esta hora.

 —¿Por qué? — la obligo a sentarse junto a mí, en el metal frío

—Por eso— le apunto al horizonte. El sol comienza a despuntar sobre las inertes montañas, desperezándose como ella. Su brillo es suave, un rosa claro que se riega a pinceladas por el cielo, ataca al frío del desierto en la mañana ahuyentándolo, trayendo un calor que al principio resulta agradable y, luego, insoportable, por eso me gusta disfrutarlo mientras puedo. 

El alba nace con fuerza, dándome el aliento que necesito esta mañana para seguir adelante, para tener esperanza, para pensar que las cosas pueden ser mejor. Un poco mejor, que mi situación va a mejorar hoy, y si la suerte está de mi lado, tal vez no empeore más de lo que está.

—Es hermoso— me dice al cabo de un rato.

—¿Nunca habías visto amanecer? —le pregunto, y ella frunce el ceño, como si hubiera cosas más importantes que pensar. Hay cosas mucho más importantes que pensar

—Mi habitación no tiene ventana —dice, restándole importancia.

—Si te consuela, tampoco la mía— ríe un poco, y la miro por el rabillo del ojo; rubia de piel muy clara y ojos negros. Es mi prima, y aun no puedo comprender por qué no nos parecemos en nada, ni siquiera en el carácter: ella es mucho más valiente que yo. 

—Si papá te descubre...— repite.

—Si mi tío nos descubre— le corrijo —porque estás aquí conmigo ¿no? ¿o acaso eres un fantasma? — hago un gesto dramático con la mano. Arquea una ceja. Es su manera de decir: me agradan tus payasadas, pero tengo que conservar una reputación de chica ruda, y claro que a veces soy capaz de arrancarle una sonrisa, es una niña, a los niños les gusta reír.

—Para serte honesta, pareces más tú un fantasma— mi sonrisa se borra, y trato de disimularlo, pero se da cuenta de todas maneras —Pero un fantasma bonito— añade, poniendo un pequeño puchero para tratar de remediarlo y finjo una sonrisa. Trato de que no me amargue más, pero ¿cuánto tiempo más me va a atormentar?

 —Está en tu cabeza, Aleck — me dijo una vez el psicólogo —nadie cree que eres feo o raro, es más, he escuchado a las personas murmurar cosas cuando pasas, cosas buenas. ¿sabes cómo te dicen? El niño ojos de luna.

Tal vez el psicólogo tenga razón, pero no es fácil tratar de sentirme menos raro si resalto a kilómetros de distancia. Puede sonar inmaduro, lo sé, pero, ¿acaso no era de eso que se preocupaba la gente de antes de la guerra, de su aspecto? Medito por un segundo acerca de mis pensamientos y llego a la conclusión de que sigue siendo una inmadurez. La gente del pasado es del pasado, ahora ya nadie se preocupa demasiado por como luce. Hay cosas más importantes que hacer. talvez pueda subir un poco mi auto estima, si el psicólogo tenía razón...

—Marian— le digo temiendo que me trate de idiota —¿Qué dicen las personas respecto a mí? — frunce el ceño sin apartar la vista del sol que nace. Ella siempre está con las chicas grandes, mayores de quince o así, y aunque sólo tiene diez se acopla bien, le gusta estar con ellas, seguro cree que la hacen ver mayor.

—No se habla de eso— dice sin más, y un mechón mal colocado cae entorpeciéndole la visión —las cosas que hablamos las chicas se quedan entre chicas.

—finge que soy una chica.

  —Aleck, mides uno ochenta y estas lleno de músculos, no pasarías por chica jamás, a menos de que hablemos de chicos — agacho la cabeza ignorando su comentario, es mi manera de manipularla, sigue siendo una niña, una niña que no le gusta ver a nadie triste.

—Bien— digo al fin —tenía que intentarlo— me sorbo los mocos con exagerada sobre actuación. 

—Ush— dice con rabia —está bien— me enderezo colocándome frente a ella —ellas dicen muchas cosas de ti.

—¿Cómo qué?

—No sé si deba.

—Marian. 

—Que eres lindo, que tienes cara bonita y unos ojos fantásticos— asiento con la cabeza. Eso no suena mal 

—¿Qué más? — la invito a que continúe con un gesto de la mano.

—Además— continúa y su mejillas enrojecen —dicen que no te gustan las chicas si no los chicos, y que tienes unos buenos brazos, y un trasero de infarto, lo que sea que eso signifique— abro la boca, y la miro por un momento, eso la hace enrojecer, seguro estoy más rojo que ella. Pero es mi primita pequeña, la conozco desde siempre y estoy casi seguro que está mintiendo respecto a que soy guapo, ninguna chica me habla, al menos ninguna decente que no quiera sexo con el fenómeno de la nave. ¿por qué hablarían de esa clase de cosas si ni si quiera se animan a hablarme? Marian miente, supongo, pero tomo el rumbo por el otro tema que me genera incertidumbre.

—¿Enserio dicen todo eso? — lo digo con sarcasmo. Ella sonríe y asiente como diciendo: te aman Aleck. —¿Se me nota tanto? —añado, y ella sabe perfectamente de lo que hablo.

—¿De que te gustan los niños? —suspira —la verdad yo no lo sé, si tú no me lo hubieras dicho la otra noche yo no lo sabría, y los demás, pues… la gente lo murmura por ahí, aunque tampoco es que les importe mucho. Deberías decirlo, hay muchos gays en la nave y nadie les presta atención, los tratan normal y…

—¿Tus amigas lo saben? ¿se los dijiste? —  le interrumpo, no quiero discutir sobre eso, a nadie tiene por qué importarle qué me gusta.

—No, no les he dicho nada, pero igual ellas ya lo sospechan. También dicen que eres un desperdició ya que debes ser fantástico en la cama porque te vieron bailar para el festival de hace unos meses —tapo mi cara con la mano. Maldito festival —  y dicen que bailas muy bien, aunque no sé qué tiene que ver una cosa con la otra, pero bueno — mi boca se abre y y luego se cierra.  Bueno, eso no lo pudo haber inventado, tiene diez años, y en la escuela lo que se dice de sexualidad no es lo suficiente para que ella entienda qué significa ese término, pero si ellas lo dijeron tiene sentido, una vez se acercó una chica, quería algo de mí que yo no podía darle, me negué argumentando una babosada, seguro se los dijo y por eso sospechan, pero no quiero pensar en eso ahora, no de nuevo, hoy hay un tema más importante —papá te desea suerte en la selección— me dice después de un rato tomando mi mano en su manita y apretándola, está tan tibia como la luz del sol que sale por el horizonte —que ojalá consigas la sección que deseas— le devuelvo el apretón de manos en agradecimiento por su apoyo. Le llevo doce años, y a veces pienso que es mucho más madura que yo, y lo es, porque mientras yo me preocupo por cómo me verán las personas hoy en la tarima, ella se preocupa por la selección, lo que debería estar haciendo yo, pero ya me he preocupado mucho por eso este mes, ¿y que gano con eso? Nada. Así que qué más da, la suerte ya está echada.

 

Estoy a punto de contestar cuando el arca se contonea con violencia, nos sacude hacia la izquierda y caemos de bruces en el metal frío.

—No de nuevo — grito cuando nos levantamos, nos miramos a los ojos por unos segundos, los dos sabemos qué va a pasar.

Me quedo observando los millones de alambres de los que se suspende el arca, cada uno de más de treinta centímetros de diámetro. Meto a Marian en mi pecho y me inclino un poco para protegerla mientas cálculo la distancia entre nosotros y la escotilla. La luz del sol ya es lo suficientemente fuerte para lograr ver el alambre que se desprende de la pared de piedra roja, vuela por el aire con la misma fuerza con la que me tiro hacia un lado con Marian y aterriza donde estábamos, a un metro de donde caemos. Los fragmentos de roca se estrellan contra la superficie de metal oxidado del arca, del tamaño de puños y cabezas humanas, se chocan contra mi espalda y mi cabeza haciendo un ruido que hiere los oídos, y un segundo después, todo se queda en silencio como si nada hubiera pasado. Un silencio aterrador, como el que anuncia la tragedia. Es el tercer alambre esta semana, ¿y aun así nos quieren hacer creer que todo va bien? Levanto a Marian del suelo y la pongo frente a mí.

—¿Estas bien? — casi le grito. Nos cuesta respirar por el polvo que se arremolina alrededor, menea a cabeza asintiendo, está pálida. Le aprieto la mano con fuerza y la arrastró tras de mi hacia la escotilla que se ha cerrado con el movimiento. Tenemos que salir rápido, no queremos que encuentren a la hija y el sobrino del general infringiendo la ley. Abro la escotilla y ésta emite un chirrido agudo. Meto a Marian. Las sillas y cosas que ella ha acumulado para alcanzar la escotilla que está a más de dos metros de altura yacen dispersas por todo el pasillo. Me lanzo cuando ella se aparta y cierro la tapa de un golpe. El corredor queda casi en tinieblas. La tomo por el brazo, hacia mi habitación, que está a unos metros y cierro la puerta justo cuando escucho los pasos de los vigilantes. Después de un rato en silencio los pasos se vuelven cada vez más lejanos.

—¡Wow! — exclama Marian. Me encojo de hombros.

—¿Qué?

—Diste un salto de dos metros como si fuera en escalón— me paso los dedos por el cabello. Por poco nos descubren —como un tigre— dice sin apartar la mirada de mi —un tigre blanco— 

—Un tigre blanco… claro —murmuro —un tigre blanco un poco solitario, ¿no?

—Me pondré mi mejor vestido para asistir a tu gradua-selección — dice caminando hasta la puerta, me aparta para pasar y sacar la cabeza un poco para asegurarse que el pasillo esté vacío. —No estás sólo, Aleck, y los tigres blancos tampoco— añade y desaparece. 

 

Me lanzo en la cama mirando las calcomanías pegadas del techo, las calcomanías de mi padre, las que dejó antes de irse. Una es de una mujer sonriendo a la cámara, trae un traje elegante y de fondo se puede ver la bandera de uno de los antiguos países, una fotografía de él, de cabello negro rizado y ojos azules, asumo que no tendría más de lo que tengo yo ahora. Era guapo, otra era del planeta tierra y una rosa pintada a lápiz. La flor me recuerda la prueba de aptitud y de repente de me entra frío. 

 

Un señor llamado, Herman Rorschach, inventó unas figuras extrañas formadas a base de tinta distribuidas en diez hojas que forman manchas irregulares, cada persona ve en ellas lo que quiere ver, o, más bien, lo que su cerebro desea ver, o algo así. A las diez de la mañana tendré la cita con el psiquiatra y el psicólogo de la Comunidad De Arcas la C.D.A. Durante toda la semana se han pasado de un arca a otra haciendo la prueba de aptitud a todos los graduados para asignarles un trabajo, pues, según ellos, una persona trabaja mejor en lo que sabe hacer que en lo que le gusta, aunque la verdad para mí no tiene ningún sentido. Talvez tengan razón. ¿quién sabe? Hoy al atardecer será la selección. Ellos dos decidirán el destino de cada graduado, se basarán en la prueba de aptitud y complementarán con los resultados finales del instituto para dar un veredicto. Tengo miedo por eso, tal vez no me asignen al herbario, tal vez esa estúpida calificación en historia haga que cambien mis resultados, no puede ser que sea el único que sacó diez, es la materia más fácil de todas, ¿quién no conoce la historia? Si no me asignan al herbario…  si eso sucede...

Me levanto de la cama de golpe, claro que me asignarán al herbario, mi segunda mejor calificación fue ciencias naturales, con énfasis en flora, le siguen: técnicas de supervivencia, atletismo, uso básico de armas y armas blancas, defensa personal avanzada, matemáticas y memoria. Mis peores puntajes fueron economía actual y trabajo en grupo. A veces me pregunto por qué la escuela parece más un entrenamiento militar que una escuela, pero no me atrevo a preguntar, nadie lo hace.

Miro el pequeño reloj de pared que marca las cinco con cincuenta. Tal vez tenga tiempo de ir un rato al herbario. Me pongo de pie y comienzo a desnudarme. En mi habitación sólo hay una cama, un espejo de cuerpo entero que tiene rasguños y partes despegadas, sin contar con varios pedazos faltantes, sus anteriores dueños no lo cuidaban para nada, también hay un pequeño armario, es gris como todo en el arca, el cuarto no tiene ventanas.

Desnudo me miro en el espejo, la escuela desde los ocho a formado mi cuerpo: músculos por todas partes, nada en exceso como el maestro de defensa personal, sus brazos daban miedo y un día pensé que moriría asfixiado con ello, pero todos los demás jóvenes de mi edad han hecho lo mismo que yo, así que en un mundo donde todos tienen músculos, los músculos ya no son atractivos, solo son normales, además la alimentación no es que sea la mejor, así que somos más bien delgados, excepto el trasero, no es una obligación entrenalo específicamente, así que nadie lo hace, pero me gusta ejercitarlo un poco, supongo que a eso se refieren las amigas de Marian, seguro eso me hace más gay, pero no soy el único, Pol también tiene un gran trasero, lo he visto en las duchas. Elimino ese pensamiento de mi cabeza, antes de que la erección en mi pene se haga incontrolable igual que todas las mañanas y me siento en la cama sin apartar la vista del espejo. Ahí acaba mi parecido con la gente normal. Mi cabello blanco como la leche no es tan lacio, eso ayuda a que cuando está demasiado largo no me descuelgue por la frente, sino que se amontone un poco. Mis cejas, pestañas y barba son exactamente iguales, hasta el vello de mis piernas y el poco que aparece en mi pecho son como la nieve, nieve que aún no conozco. El doctor dice que antes de la guerra era conocido como albinismo, aunque no se explica por qué mi piel, aunque sigue siendo más pálida de lo normal, no es tan blanca como debería ser en un albino, pero por mí, mejor. Luego están mis ojos, es lo que les gusta de mi a las chicas según Marian, son como el plomo derretido, como la misma luna, incluso con unos rasgos más oscuros que otros como sus cráteres. Me pongo de nuevo en pie y suspiro al observarme. El tigre blanco. El niño ojos de luna.

  Pero no soy un tigre.

  Tampoco un niño.

Cuando salgo de mi cuarto lo primero que veo con la claridad que entra por la ventana es que han recogido el reguero de Marian. Me acerco a la ventana y veo a los trabajadores pegando de nuevo el alambre a la pared, como si funcionara de algo, toda esta arca es una gran bomba de tiempo. Sigo caminando por el pasillo y cuando llego a la esquina me detengo frente a su puerta. ¿debería tocar? ¿debería gritarle en la cara lo zorra que es?   ¿Gritarle que creí que era mi amiga? La puerta se abre y doy un respingo, y aunque mi instinto de supervivencia me diga que corra, me quedo ahí. Un chico de cabello oscuro y ojos negros sale del cuarto abrochándose los botones de la camisa. Se sorprende un poco cuando me ve, luego sonríe.

—Hola, Al. ¿pensé que no habría nadie por aquí a estas horas? — mira para ambos lados. Es más pequeño que yo, podría aplastarlo como a un huevo.

—Me levanto temprano— digo cruzándome los brazos en el pecho —al parecer te equivocaste de habitación— se vuelve para mirar la puerta. Nunca he visto a este tipo y él sabe cómo me llamo. Sonríe.

—Ojalá me equivocara más a menudo— pasa por mi lado rozando nuestros hombros, aun sonriendo. Me quedo mirando el numero de la puerta, recordando. ¿cómo pudo pasar esto? ¿cómo pude dejarme arrastrar por ella?  cuando ésta se abre. Esta vez no me sorprende, lo esperaba.

  —Ah, tú— trae el cabello negro revuelto y su piel morena parece aún más oscura en contraste con las sombras de su habitación.

—¿A quién más esperabas? ¿al tercero de este día?

—Tu sarcasmo no me llega, Aleck. 

—Pero sí sé con qué puedo hacer que te llegue— hago el gesto de contar dinero invisible y su rostro oscuro se ensombrece a un más.

—No todos tenemos un tío que trabaja con el gobierno y nos da dinero— se saca de en medio de los pechos un fajito de billetes desgastados y antiguos.

—¿Pero vender tu cuerpo? — le pregunto asqueado. Se encoje de hombros.

—El trabajo más viejo de la historia. A demás, era esto o morir de hambre, no sé tú qué hubieras preferido.

—Espero que la selección te dé un buen trabajo, no soporto escuchar los gemidos de tus clientes desde mi cuarto— es mentira, pero le duele la herida.

—Tal vez me den trabajo en el hospital— me giña un ojo, hace ademan de entrar de nuevo en su oscura habitación, pero lo evito.

—¿Porqué? — le pregunto, ya que tengo la pregunta atrapada en el estómago desde hace más de un mes —¿por qué querías acostarte conmigo? ¿por qué trataste de hacerte mi amiga si lo único que querías era que te llevara a la cama? ¿acaso sólo querías acostarte con el fenómeno de la nave? — me sorprende lo relajada y serena de mi voz, después de tanto tiempo esperando un acercamiento pensé que le gritaría. Sonríe con malicia y juguetea con su pelo en un gesto inocente.

—¿Acaso rompí tu corazón de muñeco de nieve? — siento la ira subir a mi cara y me abstengo de abofetearla.

—Jamás serías capaz de romper mi corazón de esa manera, nunca me fijaría en una…

—Mira, Aleck— comienza, apuntándome con el dedo, enojada —deja de acosarme. Búscate a quien más molestar, ya es hora de que madures, tienes veinte dos años. No será la primera vez que te rompan el corazón, te lo aseguro, ¿y sabes por qué?: porque a pesar de que te veas rudo, varonil y sarcástico eres demasiado sensible y dulce, como un tigre que se ve agresivo, pero al final resulta ser un peluche lleno de felpa. Tal vez tu problema no sea la inmadurez… En esta vida a estas alturas todos maduramos más rápido de lo normal —eso último lo dice más bien para sí misma, me mira a los ojos — el problema es que te sientes tan ridículamente sólo que te aferras a cualquier muestra de cariño— me quedo sin palabras. Ella continúa —¿sabes cómo puedes comprobarlo, ve allá afuera, deja de parecer tan amargado y frio y anímate a hacer amigos, cuando la nave entera te demuestre aprecio por el repentino cambio los querrás a todos, ¿y sabes qué? Ellos te romperán el corazón cuando los necesites de verdad igual que yo. Este mundo ya no está hecho para los que se encariñan demasiado con las personas. Ve lo que le paso a Luna— habla demasiado rápido, así que me quedo unos segundos meditando sus palabras.

—¿Acabaste? — pregunto conmocionado, pero fingiendo indiferencia.

—No eras el único que tenía algo que decir atrancado en el pescuezo. Lo siento si soy demasiado sincera— se forma un silencio incómodo.

—¿Qué querías de mí entonces? —pregunto, después.

—Sexo —Responde sin más —pensé que tal vez si me embarazaba del sobrino del general, tendría el futuro asegurado, pero aparte de que confundiste mi acercamiento con una muy sincera amistad, me di cuenta de que solo te gustan las vergas —Noto algo extraño en su mirada.

—Me tengo que ir— le digo y doy la vuelta para irme.

—Lo hice porque tenía que sobrevivir, Aleck, espero que entiendas — detengo mi avance — Si no quieres no le digo a nadie que te gustan los hombres, pero a nadie le importará en todo caso, a nadie aquí le importa quien vive, quien muere, solo no pienses en lo que dice la gente, tengo que prepararme para mi prueba de aptitud, espero que me asignen al hospital. Suerte, Aleck.

—Suerte, Jina— y luego el clic de la puerta me anuncia que ya no está.

Jamás me había puesto a pensar en los privilegios que tengo como sobrino del general, desde que perdí a mis padres el gobierno se hizo cargo de mí, pero al cumplir los dieciocho ya no somos su responsabilidad, pero mi tío nunca me desamparó económicamente, y apenas ahora me pongo a pensar en lo difícil que debió de haber sido para los demás hallarse sin nada al cumplir la mayoría de edad.

Mientas sigo por el pasillo, pienso si tal vez Jina tiene razón, ¿Y si nadie me habla por que soy yo el que me aíslo? 

Bajo las escaleras que resuenan bajo mi peso, casi como si quisieran caerse. Todo en esta nave parece que quisiera caerse, incluso ella misma con más de quinientos pasajeros.

Suena imposible que haya tanta gente en un lugar como éste, sonó imposible al principio, pero cuando pones a la humanidad al límite, los límites desaparecen. Pero siempre van a estar ahí, escondidos. Hoy, hace un año, esos límites aparecieron de nuevo, en silencio, los fines que parecían insalvables y que fueron superados regresaron. Luna, una de las arcas, pereció ante una grave y contagiosa enfermedad con más de trescientas personas a bordo, Nunca se logró recuperar ni siquiera un cuerpo, y el arca fue lanzada al vacío. Los padres de Jina murieron allí, mis padres y los de todos murieron ahí. Sacudo la cabeza eliminando el pensamiento, nuestra arca va por el mismo camino.

Cuando bajo las escaleras me hallo en la sala común del sur. Hay estanterías con libros viejos, sillones desgastados y una humedad en el techo, queda justo debajo de la sala de lavado. Hay unas cuantas personas merodeando por ahí y levantan la mirada al verme pasar, se abstienen de saludarme, se cansaron de esperar una respuesta que no llega nunca, supongo. No es mi intención, pero cuando era pequeño los niños siempre me llamaban para burlarse de mí. Desde entonces no contesto a los saludos, saludar hace que me sienta obligado a seguir, a veces, una conversación que no quiero, era un niño, y un niño es una pieza de barro que se deja moldear, y a mí me modelaron con demasiada fuerza… O tal ves Jina esté en lo cierto.

Cruzo dedicando una fugaz mirada a unas cuantas personas, camino por un largo pasillo lleno de más habitaciones y llego al comedor, uno de los tres comedores. Solo se escucha el ruido de las mujeres haciendo el desayuno. La mitad de la nave está llena de habitaciones, la otra mitad se utiliza para generar los alimentos, así que llego rápido al lugar que llamamos el herbario, mi lugar favorito en el mundo. Cuando abro la pesada puerta el olor de la naturaleza me atrapa. El verde me llena los ojos, y cuando cierro la puerta me recuesto en ella respirando profundo. La parte superior es una compuerta que se abre hacia afuera y deja entrar la luz del sol que me golpea el rostro. Las plantas me rozan la ropa mientras paso por en medio de las macetas. Rojos, amarillos, violetas y cientos de colores se entremezclan en una danza apacible coreada por el susurro del viento que entra por el techo; se mueven, se acarician entre ellas, casi como admirándose unas a otras. Por desgracia, en el herbario, solo podemos cultivar plantan que sirvan para algo: comida, medicina y cosas por el estilo. Pero a veces nos permitimos jugar a ser Dios, aunque suene horrible. Me dirijo hacia el laboratorio donde logro ver por encima de las plantas la melena negra y peinada, como ella dice, estilo afro, que sobre sale por la ventana. Me acerco mientras ella mira por un gastado microscopio.

—Hola, Aleck. Llegas temprano— saluda levantando la cabeza. Sus casi cuarenta años no se notan, su piel es pulcra, y es un poco más morena que Jina.

—Hola Grace. ¿qué haces?

—Híbridas, como siempre — Separa su mirada del aparato y me mira —Hoy te gradúas — asiento, apartando la mirada —tu madre estaría orgullosa, ocupaste el segundo puesto, entre treinta.

— No es nada — digo, ella asiente con la cabeza, y noto que evita mi mirada, nerviosa, juguetea un poco con el microscopio y después de un pequeño rato me mira.

— Hace años hice algo, ¿quieres verlo? — asiento bastante emocionado, me aparto de las plantas que estaba observando y me siento en la silla a su lado, se inclina un poco, toma algo de una bolsita y la apretá en el puño, lo extiende hacia mí. Coloca la palma de mi mano bajo su puño mientras tragaba saliva.

—¿Muerde? — pregunto y sus ojos negros destellan.

—Lo hará— afloja el puño y algo verde cenizo y pesado cae en la palma de mi mano. Una semilla.

—¿Cómo lo has hecho? — pregunto, confundido —Las plantas híbridas que hemos creado las hemos mezclado después de que ya hubieran germinado— sonríe tímidamente.

—Llevo años trabajando en ella, Aleck, es especial, es la hija directa de la rosa que alteré, una F2, pero mucho mejor.

—¿Y especial significa?

—Una aberración para la humanidad. Aleck, necesito que cuides la rosa carnívora un tiempo, hay que sembrarla, para comprobar, estudiarla y todo eso, pero si la llegan a ver aquí no le perdonarán la vida, por eso confío en que la cuidarás, y confío más en tu criterio científico. Sé que me ayudarás — ¿Dijo rosa carnívora?

—Hablas de ella como si fuera... Grace, ¿qué hiciste? — no responde, se pone de pie y se vuelve hacia una estantería que hay aún lado, toma una maceta, ya reutilizada varias veces, y se pone a llenarla de tierra.

—¿Ya estas preparado? — evita mi pregunta. La dejo por el momento.

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—de que mi prueba de aptitud lance otro resultado que no sea trabajar contigo

—Claro que lo hará— asegura tras darse la vuelta —llevo veintiún años aquí, y de todos los que han ingresado a esta sección eres el único que tiene el potencial. Las pruebas verán eso, te lo aseguro, aunque debes estar preparado por si las cosas no salen como esperas— pone la maceta frente a mi —dale agua tres veces a la semana y bautizala, recuerda, estudiala, analizala y luego me cuentas qué te parece, y como crees que la hice, si te convertirás en uno de mis aprendices, serás el mejor. Alguien tiene que aprender a cuidar todo esto cuando yo no esté — abre los brazos y muestra todo el herbario.

—Espero que esto no sea grave. El director nos permitió hacer mezclas siempre y cuando. 

—Relájate, Aleck— me interrumpe —el director me dijo que si podíamos mezclar tomates con alguna planta para que produzcan en más cantidad y más rápido. ¿me ayudas? — odio como ella manipula siempre el tema de nuestras conversaciones. Me arrimo un poco y comenzamos a trabajar.

Media hora más tarde estoy en camino a mi cuarto, apretando la semilla de la rosa en mi mano y cargando la maceta llena de tierra. Me cruzo con unas cuantas personas y me animo a dar un estoico saludo levantando un poco el mentón. Saco la llave antes de llegar a la puerta y la introduzco. Miro para ambos lados, no sería bueno que me vieran entrar con una maceta. Más bien no sería normal, ya llamo suficiente la atención como para que ahora me tachen por loco. No hay nadie, así que giro la llave y entro. Siempre que entro en mi cuarto me abruma la estrechez, pero se necesita mucho espacio en la nave para cosas más importantes que la comodidad. Cierro la puerta y coloco el pestillo, enciendo la luz y avanzo hasta la pequeña mesita, coloco la maceta y me siento en la cama. Abro la palma de la mano y observo la semilla mientras recuerdo las palabras de Grace, "es especial" dijo, pero ¿qué tan especial?  Me acerco a la mesita, pongo la semilla justo en la mitad y la entierro con el dedo índice un par de centímetros. Levanto la maceta y la llevo hasta el pequeñísimo baño, abro el grifo y humedezco un poco la tierra. La coloco donde estaba. Miro el pequeño reloj que marca la siete en punto, me tiro boca arriba sobre la cama y me estrego los ojos. ¿y si me asignan a otra sección? ¿y si miento en la prueba de aptitud para lograr llegar hasta el herbario? ¿me descubrirán? ¿sería lo suficientemente inteligente para lograrlo? Supongo que no. Entonces no me queda más que responder con sinceridad. Cavilo un rato hasta que me quedo dormido, donde tengo un un sueño intenso en el que trato de caminar, pero no puedo. para cuando despierto el reloj marca las nueve y quince. 

 

Me pongo de pie en un salto, y camino hasta el pequeño armario, saco el mono blanco con franjas negras, el uniforme, y lo dejo sobre la cama con un par de medias y calzoncillos. El agua es fría, como siempre, pero me ayuda a relajar los músculos. Salgo del baño y me pongo el mono que ya comienza a quedarme demasiado ajustado. Por suerte dejaré de usarlo hoy, tal vez se lo regale a alguien que aún este en la escuela, incluso podría dejarlo para Marian, con un par de ajustes podría... Desecho la idea, no le quedaría nunca, ni siquiera con una modificación molecular como diría ella. Me paro frente al espejo y trato de arreglar un poco mi cabello. Mojado me cae más abajo del puente de la nariz, pero es un poco ondulado así que cuando se seca se arremolina y no hay poder humano que lo haga cambiar de posición. Decido dejarlo de cualquier manera, al menos no nos exigen tener el mismo corte militar que pedían antes de la guerra, bueno, excepto a los guardas de seguridad y ese tipo de personal. Antes de salir de mi cuarto le dedico una mirada a la maceta que conserva la semilla de la rosa. De Rosa, no suena mal.

 

Para llegar al hospital tengo que cruzar de nuevo por la desgastada sala común. Hay un par de personas y no les presto demasiada atención, pero cuando estoy acabando de cruzar por el umbral de la puerta, alguien me llama. Me detengo y me vuelvo hacia la voz femenina, es la maestra Alma (ella enseña matemáticas, con énfasis en memoria), lee un libro y no me quita la mirada hasta que me pongo frente a ella, debe tener unos cincuetna y tantos. Me extiende el libro y yo frunzo el ceño.

—Tómalo, te gustará— lo agarro con desconfianza. El libro está demasiado desgastado, la portada casi no se ve, se logra leer algo como: La quinta o, la otra parte del título esta rasgado.

—Nadie sabe cuidar los libros por aquí— sonrío.

—No, Aleck— dice ella —ese libro es mío. Era de mi madre.

—No. Entonces no puedo aceptarlo— le tiendo el libro, pero ella niega.

—Ya me lo sé de memoria, y a mi madre ya no le sirve de mucho— dejo de estirar el libro hacia ella y lo reposo en mi brazo.

—Gracias— es lo único que puedo decir. Ella sonríe y se saca un paquete de la espalda.

—No es todo— me extiende el paquete. Es cuadrado y está envuelto en papel de regalo reutilizado, de una esquina cuelga una tarjeta que reza: "felicitaciones".

—Tómalo como regalo de graduación.

—Gracias — digo, sin saber qué más decir, ella me mira a los ojos y suspira.

—Tu madre y yo éramos buenas amigas, ¿lo sabías? —asiento con la cabeza, en silencio, Grace me lo contó barias veces —Todo el tiempo hablaba de todo lo que te ibas pareciendo a tu padre mientras crecías, estaría muy orgullosa de ti si te viera graduándote hoy —un nudo se hace en mi garganta —y más orgullosa al ver que te convertiste en un gran hombre como lo era tu padre, un poco más introvertido, pero un gran ser humano —me abraza con fuerza.  y me besa en la frente —suerte— añade y sale de la sala. Ellas eran apenas unas muchachas cuando los padres de la maestra Alma murieron, se hicieron casi como hermanas con Grace. Desde siempre la maestra Alma ha estado pendiente de mí, fue la promesa que le hizo a mi madre antes de morir, y ya la saldó.  Saldar una promesa siempre es demasiado complicado. 

Tengo tiempo de volver hasta mi cuarto a dejar el libro y el paquete, luego bajo las escaleras y corro por los pasillos. Cuando entro la sala de espera está atestada de jóvenes, todos me miran por un segundo y luego regresan a lo que estaban haciendo que, básicamente, es guardar silencio y esperar. Saludo con una sonrisa a un par de chicas que me caen bien, aunque nunca hablamos, ignoro al quinteto de oro, que es un grupito de amigos arrogantes y patéticos, y me siento junto al único chico que podría considerarse mi amigo. 

 Cuando estábamos pequeños siempre insistía en que fuéramos amigos, y aunque yo lo ignoraba por completo terminé cediendo a sus risas alocadas y pésimos chistes, y fue útil: yo lo ayudaba en flora y él me ayudaba en trabajo en grupo. Tiene los ojos rasgados, mi tío me contó una vez que su ascendencia era de un lugar que se llamaba Asia. Tal vez por eso me agrada, porque físicamente somos diferentes a los demás, y también porque es muy inteligente, ocupó el primer puesto en las notas finales de la escuela. Yo ocupé el segundo, no está tan mal, teniendo en cuenta todos los que somos.

—¿En dónde quieres quedar? — pregunta después de un rato.

—En el herbario, obvio ¿y tú? — se encoje de hombros

—En el hospital. Pero lo veo complicado.

—¿Por qué?

—Mis mejores puntajes fueron fauna y memoria, los animales son bonitos, tal vez me asignen a la granja. ¿y los tuyos?

—Historia, Ciencias naturales y flora— un hombre abre una puerta con una lista en la mano, luego de repasar la sala lentamente con la mirada llama a la primera en la lista que resulta ser Miranda. 

—¿Crees que podamos mentir y funcione? — me dice y arqueo aúna ceja.

—¿Mentir en la prueba de aptitud y manipular los resultados? No lo sé — suspiro, sus ojos negros y rasgados me piden esperanza, pero, ¿cómo brindar esperanza a alguien si ni tú mismo la tienes? —es complicado— digo al fin y él hace una mueca.

—Lo intentaré.

— Edee Bunghan, no lo hagas— Él odia que diga su nombre completo, pero esta tan preocupado que no repara en ello.

—No quiero terminar mi vida limpiando estiércol de vaca, Aleck.

—Vele el lado positivo— le dedico mi mejor sonrisa y le aprieto la rodilla.

—Las vacas no te gritan cosas obscenas mientas dan a luz— sonríe.

—Lo que tu digas Jack Frost— es el único que puede bromear respecto a mi aspecto y no terminar con la nariz pegada al suelo. Nos pasamos la siguiente hora y media discutiendo acerca del aspecto que tendría Jack Frost, él dice que se parecería a mí, y yo digo que no tiene que tener el cabello blanco sólo por que controla el viento y la nieve, al final llegamos a la conclusión de que si nuestros hijos preguntan cómo era Jack Frost, les diremos que era calvo.

 

Media hora después mi nombre resuena por la pequeña sala de espera.

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