Damasco
Damasco
Por: Jull Dawson
Capítulo 1

—¡Oh por Dios! Primer día y tarde… ¡¡taaaardeee!!… ¿justo hoy? —repetía Emma mientras corría de su dormitorio a la cocina, en busca de la cafeína para terminar de despertar.

Media taza y una tostada más tarde, llegaba a la estación José Hernández de la línea D del subte, solo para ver cómo se alejaba. Suspiró resignada, deseando que el profesor también llegara tarde.

Por lo visto los astros estaban alineados esa mañana. El siguiente tren llegó muy rápido y recuperó así varios de los minutos perdidos. Tenía pensado caminar las ocho cuadras que separaban la estación de subtes hasta la sede de la Facultad, pero dadas las circunstancias un taxi fue lo más acertado. Cuando abrió la puerta del aula asignada para el curso de Física Aplicada 1, solo los alumnos habían llegado y buscó un lugar libre para sentarse.

No muy adelante… no muy atrás… cerca de la ventana… ¡¡Bingo!!

Un banco de dos puestos tenía un asiento disponible.

Su vecino y compañero estaba inmerso en la lectura de un libro enorme que parecía abstraerlo del alboroto infernal que sucedía alrededor. Mientras se acercaba lo miraba curiosa: parecía bastante alto, sus piernas largas se perdían bajo el asiento de adelante, el pelo castaño oscuro lo llevaba revuelto, tenía una barba incipiente, como de esas de no me afeito hace dos días, llevaba una remera blanca y una camisa a cuadros pequeños encima y su mochila de cuero marrón se hallaba descansando en el suelo sin orden alguno. No quería interrumpirlo, pero su asiento estaba justo del otro lado, de modo que hizo gala de su sonrisa y tocó su hombro suavemente.

Unos ojos castaños, oscuros, profundos como la noche, la miraron y sonrieron en respuesta.

—Hola, disculpa ¿me permites pasar? —dijo Emma descolgando su mochila del hombro.

—Hola… sí claro, por favor.

Se levantó, y sí, era muy alto. Su mano acompañó el movimiento de manera caballerosa. Al pasar a su lado, su perfume la envolvió.

Ambos se sentaron y antes de poder decir nada, un profesor regordete, con gafas redondas sin marco, traje azul, chaleco y una corbata de moño, hizo su aparición, con su maletín en una mano, y una Carpetsa que desbordaba hojas en la otra.

Darío se acomodó en su asiento, marcó la página del libro antes de cerrarlo y guardarlo en la mochila, y de pronto lo sintió: ella despedía un embriagante perfume a jazmines. Su madre adoraba los jazmines, y el aroma lo llevó directamente a su recuerdo: habían pasado apenas veinte días desde que volviera a la Capital a prepararse para el año lectivo, y ya quería volver. Le era muy difícil estar separado de sus padres y de sus hermanos. Sintió la punzada de la nostalgia de su hogar.

—Buenos días a todos, soy el profesor Guillermo Morando, bienvenidos a Física Aplicada 1.

La clase avanzó como era de esperar por ser la primera: materiales y libros a comprar, contenidos de la materia, fechas de exámenes.

El timbre sonó y con él llegó la hora del break, se levantaron al mismo tiempo, él le cedió el paso con su mano mientras ella colgaba la mochila sobre su hombro, la acompañaba para salir en busca de un poco de aire fresco y de una taza de café. La primera de muchas. Estaban poniéndose de pie y él le dijo:

—Con la llegada del profesor no nos pudimos presentar: soy Darío Azán y tú eres…

—Emma García Garmendia.

Darío contempló a la joven en silencio mientras caminaban hacia la puerta. Recién en ese momento, pudo observar con atención a la portadora de tan dulce aroma. Sus ojos pardos lo cautivaron con su mirada inocente y honesta, llevaba el cabello castaño en una cola alta, vestía de manera muy simple, jean negro, botas de caña alta de montar, y un sweater de hilo color crema bastante holgado sobre una musculosa de tirantes finitos. Su voz era baja y pausada, hablaba sin prisa, sus modos eran suaves y sus manos delicadas sujetaban firmemente las carpetas y los apuntes. No usaba una gota de maquillaje.

—¿Tomas café? —preguntó Darío subiendo una ceja.

—No subsisto sin él —sonrió Emma ladeando un poco la cabeza.

—Yo tampoco —rio.

Bajaron los dos pisos por escalera hasta el buffet intercambiando opiniones sobre el profesor. A Emma le pareció un señor muy amable, tenía un modo sereno de hablar que le recordó inmediatamente a su padre y al que se le notaba la pasión por la docencia. Darío ya lo conocía, y reconoció que estaba en lo cierto: era uno de los profesores favoritos del alumnado.

Estaban haciendo la fila para pedir los cafés mientras comentaban las opciones:

—¿Qué prefieres Emma? Café solo, cortado, capuchino, expreso… —enumeraba mientras leía la cartelera.

—¿Expreso con crema podrá ser? —Darío giró la cabeza hacia el sonido de esa voz y se encontró con la mirada curiosa de sus grandes ojos pardos.

Se instó a dejar de mirar fijamente a su compañera y buscó la identificación de la señora que los atendía. Sonriendo dijo: —Buen día Estela, queremos dos expresos, uno solo y otro con crema, para llevar por favor.

Emma chequeaba su móvil, ajena a la conversación, cuando unas zapatillas negras de puntera blanca aparecieron en su campo de visión. Bloqueó su celular, lo guardó en el bolsillo del pantalón y levantó lentamente la cabeza. En su camino se encontró con las manos de Darío que cargaban una bandeja con los vasos descartables, una cucharilla, varios sobres de azúcar y otros de edulcorantes, y algunas servilletas.

—¿Vamos hacia aquella barra? —indicó elevando el mentón.

Emma notó en medio de su barba incipiente que tenía un hoyuelo.

Cuando apoyaron la bandeja sobre la mesa, Emma endulzó su bebida, revolvió con la cucharilla varias veces y envolvió el vaso en un par de servilletas, a pesar de la faja de cartón que lo rodeaba, estaba muy caliente. Él lo bebía solo y amargo.

Darío la miraba en silencio. Las manos de esa criatura lo tenían fascinado: esos dedos largos y blancos, sin adornos, con uñas cortas y limpias, se movían sobre las cosas como gráciles mariposas.

Como era el primer día para ella, él la invitó a recorrer todas las instalaciones de la Facultad: en los pisos superiores estaban las aulas, pero la planta baja era muy diferente.

Con ventanas al frente del edificio estaba la biblioteca: la pared lateral estaba recubierta de madera oscura lustrada, que brillaba satinada con la luz que desprendía la lámpara central. Emma elevó la cabeza para ver en detalle ese enorme racimo de uvas de cristal que colgaba orgulloso del centro del techo. Ese lugar era de ensueño, Darío la seguía de cerca y en silencio, dándole espacio para apreciar tanta belleza. Sonrió quedamente cuando la vio girar en redondo mirando maravillada en derredor. En esa misma pared colgaban algunos cuadros, pero la imagen central la daba una chimenea en piedra gris. Dispuestos en semicírculo había sillones colocados de dos en dos con mesas auxiliares, en clara invitación a la lectura. Las otras tres paredes de la habitación tenían estantería de piso a techo con toda la literatura no técnica. Una mesa redonda de madera con un jarrón repleto de peonias, daban el toque perfecto al ambiente. Él se apoyó en uno de los respaldares y esperó paciente que las caras de asombro de Emma mutaran en palabras.

—¡Este lugar es mágico! —dijo con una sonrisa enorme, bajó la vista a su café y lo sopló.

—Sí lo es. El edificio es de los más antiguos de la ciudad, hace unos años lo restauraron completamente. Es una joya arquitectónica. Hicieron un trabajo increíble —habló con seguridad y admiración.

—¿Y qué hay hacia allí? —preguntó Emma señalando con la mano que sostenía el vaso.

—Doblando hacia la izquierda está el sector de estudio propiamente dicho —respondió Darío. Se impulsó con la cadera del respaldo y comenzó a caminar en esa dirección. Emma se sumó y fueron juntos los pocos pasos que lo separaban del corazón de la biblioteca.

El escritorio de recepción estaba vacío. Se veían los libros ordenados, las mesas limpias, las sillas acomodadas, solo un estudiante ocupaba la última mesa, muy concentrado tipeando velozmente, pasando su mirada del libro a la pantalla de su notebook.

Darío apoyó una mano en la media espalda de Emma, y bajó su boca para susurrarle al oído:

—¿Vamos?

—Sip —fue todo lo que pudo decir Emma.

Siguieron caminando por el corredor, mientras tomaban sorbos de sus cafés. Enseguida llegaron al Laboratorio de Computación. No pudieron entrar, llegaban fuera de horario ya que solo se permitía el ingreso a partir del mediodía.

—¿Me parece a mí o te encantó la biblioteca? —preguntó Darío divertido a sabiendas de la respuesta.

—¡Oh podría estar horas allí! Es tan hermosa y tan mágica… —y acompañó las palabras con un suspiro más que audible.

—Bueno señorita, en ese caso está usted de suerte este día. Ven —y la dirigió hacia el patio interno de la planta baja.

—Llegamos a mi lugar favorito en todo el edificio —confesó tomando el último sorbo de café y depositando el vaso descartable en un cesto de papeles—. Pocos alumnos conocen este rincón, y tratamos de no divulgarlo mucho.

Emma inmediatamente comprendió el porqué: era el espacio perfecto para los amantes de la lectura. Tenía bancos blancos de plaza distribuidos alrededor de una fuente central tallada en mármol de Carrara que, si bien no funcionaba, su hermoso querubín se mantenía firme con su arco y su flecha, el suelo estaba cubierto de adoquines y los bordes llenos de canteros con flores y tupidas matas verdes. El jardín estaba cuidado con esmero y ella lo notó. Se respiraba el aire más puro en ese sector, todos tácitamente acordaban no elevar el tono de voz.

—Gracias por compartirlo conmigo. ¿Nos sentamos?

—Por nada y por supuesto. ¿Terminaste tu café?

—No todavía —elevando el vaso en mudo brindis.

Mientras disfrutaban los últimos minutos del break, conversaron sobre las materias que cursaban ese cuatrimestre. En Física Aplicada 1, Matemática 1 y Taller Integral de Arquitectura 1 estaban en la misma clase, así que ya formaban equipo de estudio, en cambio con Historia de Arquitectura 1, cursaban en distintas cátedras. Las aulas variaban de piso, pero no de compañía.

Los días de estudio se sucedían uno tras otros. Tomaron la costumbre de reunirse cada segundo que podían y la conversación siempre era agradable. De esos ratos de conversación sin pausa Emma, se enteró que Darío estaba solo en la Capital desde hacía un par de años.

—¿Tus padres viven en el campo? —interrogó Emma.

—Sí, mi padre se dedica a la cría y exportación de caballos andaluces. Toda la vida le gustaron. Mis abuelos paternos y tíos viven en Damasco. Hace casi veinticinco años vino con su hermano en busca de un negocio y se encontró con su sueño —recordó dulcemente.

—¿Su sueño? —preguntó Emma, y en su cabeza ya tenía muchas ideas románticas de lo que podía ser ese sueño.

—Mi mamá. Al viaje original que tenían planeado, agregaron un tour por Patagonia, de esos que arman los agentes de turismo, terminando el recorrido en Tierra del Fuego. Y allí la conoció, literalmente en el fin del mundo. Mis abuelos por parte de mi mamá tenían campos agrícolas en Brandsen y también estaban de vacaciones. Al cabo de una semana, se volvieron todos juntos a Capital. Después de otra semana de no verla y de no poder sacársela de la cabeza, mi tío volvió a Damasco con las buenas noticias y mi padre decidió quedarse. Él es muy formal, solicitó una cita con su futuro suegro y sin más pidió la mano de mi mamá. Si algo le faltaba a ella para terminar de enamorarse, fue esa propuesta —Darío volvió su mirada a Emma y la vio con un pañuelo de papel arrugado en la mano y lágrimas en los ojos.

—¡Qué romántico! ¿Y tú no quieres seguir con los caballos?

—Me encantan, de hecho, en casa cada uno de nosotros tiene uno.

—¿Tienes hermanos? ¡Qué bueno!

—Sí, dos más pequeños, Cyro el del medio tiene 19 años, y Malie tiene 16. Soy el mayor con 22. Me gustan los caballos, puedo estar horas cabalgando sin rumbo por el campo y en esos momentos en mi cabeza solo aparecen casas y edificios, puentes y carreteras. Quizás sea un pensamiento muy utópico, pero creo que al mundo le faltan más caminos y puentes. ¿Y tú?

—Solo somos mi mamá y yo, no tengo hermanos. Por favor no hagas los chistes de los hijos únicos —dijo en broma.

—No, mejor no.

—Mi papá era arquitecto. Víctor García Santos, seguro lo conoces. Verlo tantas horas sobre los planos, me enamoró a mí también. Solía sacar su mesa de dibujo a nuestro jardín los fines de semana y compartíamos la tarde los tres juntos: mi mamá con sus plantas y flores, mi padre con sus planos mientras yo armaba y desarmaba mi casita para muñecas con legos.

Wow…¡¡La hija del Arquitecto García Santos!! Increíble… pensó admirado Darío. El arquitecto en cuestión era famoso más allá de las fronteras de su patria, al ser el creador de importantes edificios civiles y algunos gubernamentales de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil.

***

El viernes de la primera semana de clase, llegó rápido, había tanto para asimilar, compañeros por conocer, horarios que organizar. Sin embargo, una presencia faltaba en el aula: era el único día de la semana que Darío no cursaba con ella. Qué extraño pensó Emma. Por su naturaleza amorosa creaba lazos rápidamente y su instinto rara vez se equivocaba, por eso estaba segura que serían grandes amigos, así y todo, encontrarse toda la hora de clase, recordando la risa de Darío, la sorprendió, aunque lo atribuyó a lo cómoda que se sentía a su lado. De hecho, se sentía protegida, esa era la palabra, estando en un lugar nuevo, con gente desconocida. No experimentaba esa agradable sensación desde la muerte de su padre, era como estar en casa.

No es que no se sintiera cuidada con su madre, era la luz de los ojos de Inés. Eran compañeras, no tenían secretos; además de madre e hija, siempre fueron amigas. Aun así, su espíritu romántico clamaba por un caballero de brillante armadura. Y si bien no había llegado todavía, nada se perdía con esperar un poco más. Había tanto por hacer.

Inés y Víctor criaron a Emma con amor y con firmeza, mimándola todo lo posible, pero enseñándole el valor de las cosas, donde los límites estaban claros y el apoyo era incondicional; sabía que contaba con el apoyo de sus padres, ahora solo de Inés claro, pero siempre para ayudarla a volar, para impulsarla en sus proyectos e inquietudes, jamás para retenerla. Escuchaban sus problemas, la ayudaban a tomar decisiones, y por sobre todas las cosas, tenían plena confianza en su hija. Si le hubiesen dado la opción, no podría haber elegido mejores padres. Podría haber sido una niña malcriada y sobreprotegida, por ser única, pero, muy por el contrario, era amable, generosa, con una firmeza de carácter increíble, y de una ternura pocas veces vista. De su padre heredó el orden y la constancia, de su madre la empatía y la minuciosidad. Realmente se sentía bendecida.

Tras la muerte de Víctor, la melancolía se cernió sobre Emma e Inés, fue en ese momento que decidieron comenzar el negocio de la florería. Siendo el jardín de su casa punto de encuentro en tantas oportunidades, sería casi como estar todos juntos nuevamente. Y lo nombraron como su flor preferida: “Las Gardenias”, tan blancas, tan aromáticas. Esas que nunca faltaban en el salón de su casa.

En la decoración del local Emma puso a jugar todas sus fantasías, e Inés la dejó hacer. El resultado: un pedacito de paraíso en la Tierra.

En el sector de atrás de la florería se encontraba la oficina de Inés, que tenía acceso a un pequeño patio. Allí pasaba sus tardes, entre flores y sueños. Y desde hacía una semana entre libros también.

El viernes llegó a su fin. Emma recogió sus carpetas y libros, los guardó rápidamente en su mochila, y tras saludar a sus compañeros de banco, bajó hasta al buffet. Esbozando una sonrisa, saludó a Estela.

—Buen día Estela, quiero un café doble con crema para llevar.

—Buen día cielo. ¿Solita hoy? —comentó mientras preparaba el pedido con diligencia. Pocos alumnos la llamaban por el nombre, por lo tanto, los recordaba a todos.

—Sí, los viernes no cursamos juntos —respondió Emma, con resignación. A la vez que abonaba su pedido—. Que tenga un lindo fin de semana. Nos vemos el lunes.

—Tú también. Hasta el lunes.

Llegó a la estación de subtes y descendió hasta el andén. Buscó su teléfono móvil, le colocó los auriculares y notó con pesar que ya no tenía batería.

Ah bueno, como que hoy no se me sale nada bien... pensó Emma.

Avanzó absorta por el andén mientras hacía la lista mental de los libros que le faltaban comprar, algunos insumos de librería, agregó un par de cosas para el negocio también, ya estaba recitando el pedido de la papelera cuando de repente lo vio.

Apoyado en la pared, con los pies cruzados a la altura de los tobillos, la mochila al hombro, una botella de agua en una mano, Darío revisaba su celular con la otra.

Como si la presintiera, levantó los ojos del aparato y le sonrió. Se sacó los auriculares y con uno de los pies se impulsó alejándose de la pared.

Emma lo miraba con una sonrisa tímida cuando se encontraron en la mitad de la distancia que los separaba. Darío tomó apenas su brazo izquierdo a la altura del codo, se inclinó y dejo un beso suave, corto y casto en su mejilla.

—Buen día, pensé que te encontraría aquí. ¿Qué tal tu mañana? —preguntó juguetón.

—Buen día ¿Sí? Pensé que no te vería hasta el lunes —respondió ella con una sonrisa imposible.

—Con los chicos de Historia nos reunimos en la biblioteca para repartir los temas del primer Trabajo Práctico y ahí nos quedamos, cuando nos quisimos dar cuenta, ya era la hora de salir. Como no nos vimos para el café pensé que podíamos viajar juntos. Vuelves a tu casa, ¿no? —mientras él hablaba, Emma tan solo lo miraba en silencio, con una mezcla de emoción y expectativa.

—Sí, voy a almorzar y después a hacer unas compras, ya sabes, los libros, tengo que ir a la papelera… —dijo Emma mientras lo veía apagar el iPod, dispuesto a prestarle toda su atención.

—Mmmm… también tengo que comprar un par de libros…

—¿Qué estabas escuchando? —le preguntó curiosa—. Mi celular quedó sin batería.

—Un concierto de The Cure… ¿lo escuchamos juntos? —dijo Darío mientras le extendía uno de los auriculares y recolocaba el cable en el aparato. Lo encendió, recorrió con su dedo índice todas las listas de reproducción hasta encontrar la que había pausado un rato atrás.

—Me gustan —exclamó Emma.

—Viernes, no es viernes sin The Cure —mirando hacia el túnel avistó el tren que se acercaba a la estación.

Se hallaban parados muy juntos escuchando los gritos de Robert Smith, y el tren se detuvo delante de ellos.

Emma llevaba abrazadas sus carpetas y apuntes, cuando sintió la mano derecha de Darío apenas apoyada en su espalda, guiándole el camino hacia el vagón. Encontraron dos asientos juntos y se sentaron en silencio el resto del viaje, disfrutando tan solo de la compañía y de la música.

***

Darío se encontró sin saberlo casi en la misma posición que Emma. Durante todo el recorrido del subte de vuelta a la estación de José Hernández, meditaba sobre cómo había cambiado este año lectivo con respecto a los anteriores.

Vivía en Buenos Aires solo, desde hacía 4 años cuando comenzó la Universidad. Y de verdad que no fue nada fácil, acostumbrado a la vida en familia, en el campo, con sus hermanos. Recordaba con nostalgia los kilómetros que viajaban en auto con su padre todas las mañanas para ir al colegio, las bromas y los berrinches de sus hermanos, el ver a su madre en la puerta de la casa hasta que el automóvil desaparecía en el recodo del camino. La comparación con el silencio y la soledad que envolvían sus mañanas actuales, era abrumadora.

El negocio familiar, tanto en Damasco como en Brandsen, en algún momento necesitaría de su atención, como la de sus hermanos también, al menos en el plano informativo, por lo tanto, la primera carrera para todos, en vistas de ser previsores para el futuro era Licenciatura en Comercio Exterior. Hacía poco menos de seis meses se había recibido, para alegría de sus padres y la propia, y ahora estaba donde realmente quería estar, en la Faculta de Arquitectura.

Si bien su paso por Comercio Exterior a nivel académico fue inmejorable, a nivel personal, lo había dejado drenado.

La soledad no es buena compañía, y es muy fácil caer en las redes equivocadas, y eso lo sabía por experiencia propia. Después de dos años de esquivar a Paola lo más política y caballerosamente posible, se hizo patente el famoso dicho, “tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”.

En una de tantas salidas con amigos, quedaron solos, y cuando una cosa llevó a la otra, terminó la noche enredado en las sábanas de Paola, y aparentemente de novio. No es que le disgustara, ella era muy linda, y se llevaban muy bien, solo que siempre creyó que su primera vez debería ser por amor y con amor, con la persona adecuada, y no un dejarse llevar por la situación. Sí, eran amigos, se conocían, pero el afecto llegaba solo al punto de la amistad, y ahora era una amistad con beneficios, si es que alguien iba a salir beneficiado de todo aquello. Como era previsible, a falta de bases sólidas, su frágil relación naufragó después de ocho meses, con la llegada de las primeras vacaciones de verano, y la distancia que estas conllevaban. Todo aquello que parecía tan vacío, en aquel entonces, ahora era una anécdota más de las aventuras en la facultad, de esas que se coleccionan para contar a los hijos y a los nietos. Quizás esta particularmente no, pero al menos ya podía recordar el suceso con simpatía y quizás hasta con cariño.

Durante los últimos dos años, la vida de Darío había sido bastante tranquila, su tiempo lo dedicaba a estudiar, para acelerar lo más posible la llegada del tan esperado título, ese pasaporte a la libertad, con el que soñaba a diario, o en compartir con sus amigos, mientras la carrera avanzaba y la persona adecuada llegaba.

Seis meses atrás su alegría tocó límites insospechados, una de las pasantías para las que había aplicado, recibió respuesta. Desde entonces era el feliz pasante de Trobatto y Cía. El horario era perfecto, de tarde, lo que le permitía estudiar por las mañanas, y su desempeño era tan bueno, que hasta sus jefes esperaban con ansias sus avances en los estudios.

Así lo encontró abril, con carrera nueva y su mesa de dibujo en blanco, para proyectar finalmente sus sueños.

Este año, prometía ser mejor que los anteriores. En los últimos meses sentía que había madurado; era más un estado mental, suponía, porque quienes lo rodeaban no notaban nada nuevo en él. El mismo Darío de siempre, ordenado, medido, pulcro, firme en sus decisiones, seguro de sí mismo, leal, con un corazón de oro. Protector con su familia y sus amigos.

Pero él se sentía diferente, quizás el estar haciendo lo que realmente le gustaba, su pasión en la vida, le estuviera dando otras perspectivas.

El primer día de clases fue toda una sorpresa, misma sede que los años anteriores, amaba ese edificio, con su biblioteca y su patio interno, el profesor de Física, realmente sabía de la materia, y ya era conocido y respetado por todos.

Pero lo más sorprendente de ese día fue su compañera de banco. Al principio se sintió confundido por los sentimientos y sensaciones que le despertaba, pero con el paso de los días, el desconocimiento se tornó en familiaridad, y su corazón se sentía feliz cada mañana cuando se encontraban, la misma felicidad que sentía cuando volvía a casa. Así que ni lerdo ni perezoso, y antes de que su corazón volviera a confundirse, después de meditar un par de noches al respecto, decidió que lo que lo unía a Emma era nada más ni nada menos, que una hermosa y floreciente amistad, casi como de hermanos, un sentimiento similar en afecto, complicidad y protección al que sentía por Malie.

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