7. Nada Personal

La familia había juntado sillas para acostarse y estaban todos dormidos, bien envueltos en sus abrigos. El viejito había terminado de limpiar y desaparecido. Silvia lo imaginó durmiendo en algún cuartito diminuto, con un tocadiscos en el que giraba un vinilo de Sinatra.

En el corredor, le mostró a Jay cómo hacer funcionar la máquina expendedora, y su sonrisa triunfal cuando logró procurarse su propio café la hizo volver a reír.

—Esta m****a me hizo sudar por nada —dijo, y le dirigió una mirada culpable—. Disculpa mi lenguaje.

Ella fingió persignarse. Jay alzó una sola ceja. Cruzaron la sala de espera de regreso a su rincón todavía sofocando la risa.

—Así que Argentina —dijo Jay volviendo a sentarse—. Buenos… ¿Aires? Oí decir que es una gran ciudad.

—Sí, demasiado grande para mi hígado.

—¿No vives allí?

—No, soy de la Patagonia.

—Oh, a mí me encantan las grandes ciudades —dijo Jay, convencido, y la vio mirar alrededor antes de volver a enfrentarlo con gesto interrogante—. Bien, no vivo aquí, ¿verdad? De lo contrario, tendría una maldita balsa en vez de un condenado auto de alquiler descompuesto.

Rieron juntos una vez más. Él probó su café, pensando que le caía bien la fan. Pero si pretendía permanecer en el anonimato, tenía que cambiar de tema.

—¿Y qué m****a haces aquí?

Silvia frunció el ceño. —¿Acaso eres de la Migra?

—Y estoy listo para deportar tu trasero latino.

—¡Por favor! —Silvia le ofreció sus muñecas para que las esposara—. ¡Cualquier cosa con tal de largarme de aquí!

—¿Verdad? ¿Tal vez hacer un poco de alboroto bastaría para que vinieran por nosotros? No me importa si es un patrullero.

—Olvídalo. El único patrullero del pueblo es más viejo que la máquina de café. Jamás llegaría hasta aquí con esta tormenta.

—Oh, de modo que vienes del pueblo al norte de aquí.

—Vamos.

A Silvia le gustaba la forma en que Jay alzaba las manos cuando lo descubrían haciendo o diciendo algo indebido.

—Muy bien, comprendo. Sin preguntas personales.

—A menos que quieras que vuelva a llorar.

—Ni en un millón de años.

—Tu cretino interior es bastante sensato.

Esta vez tuvieron que cubrirse la boca para acallar la risa. No porque estuvieran siendo extremadamente graciosos o listos, sino porque era agradable descubrir que tenían un sentido del humor similar.

Jay suspiró frotándose los muslos. —Daría cualquier cosa por una cerveza —murmuró.

Silvia asintió. —Y yo por un cigarrillo, pero hace demasiado frío en el corredor.

Él miró alrededor. —¿Quién va a venir a regañarnos si fumamos aquí?

Ella vaciló y sacó sus cigarrillos. Le ofreció uno a Jay sólo porque había hablado en plural, pero se dio cuenta de inmediato que distaba de ser un fumador, y sólo lo había dicho por complicidad con ella. Luego de un par de minutos de disfrutar que no necesitaba morirse de pulmonía para aplacar su adicción a la nicotina, Silvia lo vio revisar su teléfono.

—¿Sin señal?

—Nada.

—Ahí tienes la era de las comunicaciones globales.

—Ni que lo digas. Un poco de lluvia y estamos de vuelta en la jodida edad de piedra.

—Ésa es una buena idea para una canción.

Jay le dirigió otro vistazo suspicaz, pero Silvia volvía a mirar hacia afuera, y sus palabras no habían sonado irónicas. ¿O tal vez sí lo había reconocido, y se limitaba a respetar su decisión de permanecer anónimo?

Se preguntó por qué estaba tan decidido a ocultar su identidad. Siempre había disfrutado los privilegios de la fama. Sin embargo, esa noche quería ser otra persona. Alguien sin nombre perdido en medio de la nada.

Fumaron en silencio.

De pronto parecían no tener nada más para decir. Permanecieron allí sentados, abstraídos en sus propios pensamientos, pero esperando que el otro les dirigiera la palabra, de modo que tratar de dormir, leer o hacer cualquier otra cosa resultaba desconsiderado.

El silencio se prolongó entre ellos, haciendo lugar al rumor constante de la lluvia.

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