El espectador

Desconocía que los conejos podían ser furiosos hasta que conocí a Mino, la mascota de Amanda, mi amiga la cantante de ópera. Mino tiraba de la bolsa de comida como si fuera un perro hambriento. Su mirada sempiterna me asustaba, daba la sensación que me mordería las piernas como los perros que de pequeño alguna vez me mordieron. Le tenía mucho pavor ¿quién le tiene pavor a un conejo? Bueno, yo sí a Mino, parecía que descargaría su enojo con cualquiera. Era el guardián de Amanda, su fiel compañero. Cuando Amanda se mudó a mi casa trajo a su conejo y jamás pensé que mordería mis apreciados libros. Entró a mi oficina,  se subió al librero y alcanzó Anna Karenina; lo hizo pedazos. Luego arremetió contra el tomo completo de los cuentos de Poe y El castillo de Kafka. Mientras limpiaba el desastre empecé a recordar cuando Amanda intentó fumar su primer cigarrillo, la pobre tocía a cada rato hasta que se acostumbró y se volvió una empedernida fumadora. Teníamos quince años, éramos los mejores amigos, siempre estábamos apartados de los demás, mientras leíamos, nuestros compañeros nos lanzaban balones a la cabeza. El profesor de educación física se unía al grupo y se burlaba de nosotros. Leíamos en los parques y en el Malecón de Managua. Siempre sostuvimos la teoría de que había sirenas en el Lago Xolotlán. Inventábamos historias de piratas con barcos llenos de cañones.  Y de tanto estar juntos y compartir llegaron los rumores, decían que estábamos locos y enamorados, pero no era cierto, no estábamos locos y muchos menos enamorados, Amanda era la hermana que nunca tuve. En cuanto a los libros lo resolví guardándolos en cajas.

            Mientras Amanda practicaba su canto yo me ensimismaba viendo a Mino, se quedaba quieto viendo las hojas de un árbol de laurel, pensé que sería su nueva víctima, así que para probar que era cierto, me escondí y al rato lo encontré comiéndose las hojas. Pasaron los meses y se comió todas las plantas del jardín. No le reclamé a Amanda pero lo triste fue ver como poco a poco desapareció mi jardín que tanto me había costado cuidar. Yo no quería a ese conejo pero Amanda lo amaba, se lo había regalado su mamá para su cumpleaños. Desde siempre, Amanda amó a los animales, tuvo cotorras, perros, gatos, peces, y hasta garrobos que según ella me cuenta se subieron al techo de la casa y ahí se quedaron para siempre. Mino parecía el dueño de la casa, se había apropiado de todos los rincones, orinaba en el sofá, en la cocina y se subía a las camas a dejar sus regalitos. Para una navidad nos hicimos una sesión de fotos, primero fotografié a Amanda con Mino, el conejo me miraba fijamente como si quisiera lanzarme un hechizo. Cuando terminé de fotografiar a Mino con Amanda, nos tomamos una foto los tres para enviárselas a nuestros padres. Coloqué la cámara y le di tres segundos para que nos diera tiempo de acomodarnos. La foto salió espectacular excepto por los ojos rojos de Mino que parecían escalofriantes. Mientras leía, el siempre se acercaba a mi lado a pedirme comida, como Amanda estaba ocupada en su sala de estudio preparándose para una ópera en el Teatro Nacional, yo tenía que alimentar a ese demonio. Amanda nunca me dijo que debía tener cuidado con la comida de Mino, y yo le servía grandes cantidades de comida para que me dejara de interrumpir la lectura.                       Transcurrieron algunos meses y Mino se volvió un conejo gigante que se sentaba a en el sofá a ver televisión. Pasaba horas y horas viendo películas en TNT y el canal Fox; y por las noches lo encontraba con la puerta abierta de la nevera y al tratar de interrumpirlo con la comida en la boca, torcía el cuello y rugía. Yo salía corriendo de regreso a mi habitación. También se reunía en el desayuno, sentado en la mesa con las piernas cruzadas leyendo la revista ¡Hola! Amanda ya no le daba comida para conejos, ahora le daba de comer huevos revueltos, pan tostado y tocino y una taza de café. Yo me sentaba a comer cereal con leche, cabizbajo evitaba cruzar miradas con Mino, Amanda nos preguntaba si estábamos llenos y asentíamos.  Me iba al trabajo y cuando regresaba lo encontraba en la cocina preparándose un enorme emparedado de tres pisos. Le había dicho a Amanda que no podíamos continuar con ese estilo de vida, todo el dinero se iba en comida y había que pagar luz y agua. Además de vez en cuando compraba uno que otro libro. Por las noches podía escuchar el bullicio del televisor, y no había nada qué hacer, tenía terror que me arrancara la cabeza con sus grandes dientes. Amanda a veces lo acompañaba y se dormía a su lado. Cuando me sentaba en el patio con Amanda, Mino llegaba a demandar atención y me incrustaba su mirada.

            Amanda nunca fue una buena lectora, a veces le leía poemas, y desde que Mino empezó a ver televisión ella abandonó totalmente la lectura. Con frecuencia veían telenovelas y noticias, en especial la nota roja. Me asustaba verlos sonreír y discutir sobre los programas televisivos, era mi casa y estaba atado de las manos sin poder hacer nada. Le dije a Amanda que Mino había engordado.  Ella dijo que era cierto, y estaba preocupada por su tamaño y por su voraz apetito por pizza con tres tipos de carne,  dijo que le ayudaría a bajar de peso y en las comidas le servía verduras pero Mino, enojado, las tiraba al suelo y bramaba por tocino. Amanda un vez llegó a mi cuarto en llantos y dijo que ya no soportaba a Mino, cada día crecía más y más, entonces decidimos que era hora de sacrificarlo.

            Una vez que se preparaba para ver un partido de fútbol y con mucha hambre al parecer, ordenó una pizza, nosotros recibimos la pizza y le agregamos veneno, luego caminé con sigilo donde Mino estaba y le entregué la caja. Mientras comía disfrutaba el partido de fútbol a grito partido. A la media hora nos acercamos para asegurarnos que había muerto. Varias veces lo llamamos por su nombre y no contestó. Amanda le lanzó una almohada pero no reaccionó, así que dimos por sentado que había muerto. Fui a la bodega a traer una carreta, y entre los dos los subimos hasta llevarlo al patio. Tomé una pala y abrí una gran zanja. Amanda cantó en su honor y lo despedimos. Los libros volvieron a su lugar y la casa olía a limpio. Durante semanas me sucedió que dormía con el temor de que Mino saldría de la zanja en busca de venganza, así que corría a la habitación de Amanda para que me calmara, pero una vez para estar más seguro de que solo eran ideas mías, fui al patio y desenterré a Mino, lo único que encontré fueron largos huesos y mucho pelo. Desde entonces puedo leer y dormir en paz.  

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