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Horace entró a su oficina e ignoró a su secretaria que le hablaba avisándole tal vez de reuniones y citas. Cerró la puerta casi delante de ella y se dirigió como un sonámbulo hasta su escritorio dejándose caer en la silla.

Era un disparate, una completa locura.

Esas palabras se repetían una y otra vez en su mente desde que August Warden había asegurado ser Adam Ellington e incluso le había descrito una escena en la que no estaba nadie más que ellos dos, y Abel. Le había dicho exactamente lo que habían hablado, y, además, él había estado sintiendo algo muy extraño acerca de él desde que lo conociera, como si le recordara a alguien, como si le fuera familiar.

Apretó sus puños sintiéndose tonto e impotente. En todo el camino desde su casa hasta aquí no había dejado de pensar en que a lo mejor alguien del cl

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