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La luz hoy parecía más brillante de lo normal.

Apoyada en su bastón, Samantha Jones se desplazaba a paso lento por una calle cualquiera rumbo a su pequeño apartamento, donde vivía hacía ya incontables años.

Sí, la luz estaba más brillante de lo normal, a pesar de que el sol ya se estaba poniendo al fin, luego de una larga tarde de verano… O tal vez era que sus ojos ancianos ya no resistían tanta luz. Samantha ya tenía setenta y nueve años.

Miró hacia el cielo las escasas nubes con una media sonrisa pintada en el rostro. Amaba los días soleados, y afortunadamente, de esos había muchos en San Francisco.

Siguió andando por la empinada calle, con las pocas fuerzas que ya le quedaban a sus piernas, aunque siempre se ufanaba de decir que aún era muy vital para su edad. En el camino, la saludó Higgs, el anciano vendedor de libros que tenía su negocio casi sobre la calzada y vendía enciclopedias. No faltó la queja por las malas ventas.

—El internet lo arruinó todo –le dijo—. Los jóvenes de hoy en día ya no quieren leer en libros.

—Ya pronto volverán –lo animó Samantha, con voz tranquila, y encaminándose a la puerta de entrada de su edificio.

—Se quedarán todos ciegos –vaticinó Higgs—. Por estar pegados a esas pantallas, se van a quedar todos ciegos.

Con una sonrisa, y sin agregar nada más, Samantha se alejó. Las cosas no mejorarían, y ella ya lo sabía; el mundo era cada vez más extraño e incomprensible. Los jóvenes cada vez más indistintos, y a la vez, tan diferentes entre sí. Las modas corrían de manera más rápida, los hallazgos, los descubrimientos, las tecnologías… ella tenía un teléfono celular que apenas servía para el propósito de hacer y recibir llamadas, y estaba obsoleta, pues habían salido los llamados SmartPhones que al parecer le solucionaban la vida al que lo poseyera, y no se diga del internet, la televisión, la música…

El mundo se movía a velocidades cada vez más vertiginosas y se hacía más y más incomprensible. Lo que no entendía era por qué, si todo aquello le facilitaba la vida al hombre, cada vez había más niños abandonados, más familias rotas, más mujeres solas…

Bueno, ya en su época las había, y ella era una, si tenía que ser sincera.

—Hola, Sam –saludó Brenda al salir del viejo ascensor. Era una mujer de pasados cuarenta, de piel oscura y labios rojos, con ojos almendrados característicos de su raza y una sonrisa que ella sabía era sincera. Eran vecinas desde hacía mucho tiempo.

—Hola, Brenda. ¿Mucho trabajo hoy?

—Ah, lo de siempre –contestó Brenda, que trabajaba de dependienta en un autoservicio, y con su sueldo ayudaba en los gastos de su casa, que su marido ebrio no alcanzaba a cubrir—. ¿Vienes de la escuela?

—Sí, como todas las tardes—. Respondió Sam internándose ella en el ascensor y presionando el botón que la llevaría al piso cuatro.

—Siempre me pregunto de dónde sacas tanta energía –se admiró Brenda, y la misma pregunta se hacían todos. ¿Cómo una anciana de su edad podía hacer tantas cosas en un solo día?; se levantaba a las cinco de la mañana, se preparaba su desayuno, y a eso de las seis salía rumbo al Hospital General de San Francisco, donde hacía de voluntaria en el pabellón de los niños con cáncer. Allí les leía cuentos, les contaba historias, les ayudaba o convencía para que se tomaran sus medicinas, y en algunas ocasiones, se hacía pasar por la abuela que aquel niño ya no tenía.

Hacia el mediodía, luego de un magro almuerzo ofrecido por el mismo hospital, se encaminaba a las clases donde enseñaba inglés a inmigrantes, teniendo muchas veces que hacer doble turno y quedarse también en la noche para, al final del día, volver a casa, alzar un poco sus cansados pies, escuchar a Edith Piaf en su pequeño y anticuado equipo de sonido y continuar con la lectura de la novela que en el momento estuviera llevando.

Y así se pasaban los días uno a uno.

No podía decir qué era lo que normalmente hacía una mujer de su edad, pues no conocía muchas. Sus amigas eran mucho más jóvenes, mujeres de sesenta, o que apenas si rozaban los setenta, y la mayoría tenían sus familias numerosas a las que dedicarles su tiempo o, aquellas que tenían menos suerte, estaban recluidas en asilos y centros geriátricos. Por eso acercarse tanto a los ochenta la hacía sentir a veces solitaria, egoísta, como si le estuviera robando los años de vida a otra persona.

Pero esa era y había sido su vida desde siempre.

Llegó al piso cuatro, y antes de entrar a su pequeño apartamento, escuchó el llanto de Nicolle, la bebé de apenas un año que vivía en la puerta de al frente. Se giró y tocó un par de veces en la de su vecina. Nicolle ahora berreaba con toda su garganta.

—Ay, Dios, Sam. Gracias al cielo que eres tú –fue lo primero que dijo Tess, una mujer joven, pero con aspecto cansado, muy delgada, con la ropa un poco sucia y muy poco arreglada; la madre de Nicolle. Samantha no dijo nada, simplemente extendió los brazos en los que se precipitó la niña, se aferró a su cuello y, milagrosamente, se quedó callada. Ahora sólo hipaba y gimoteaba lastimeramente, así que sin mirar mucho a Tess, Samantha empezó a masajear su espalda y a cantarle:

En las calles de San Juan

dicen que hay un callejón

y un caballo de cristal

que te lleva a donde Dios

—¿Señor caballo podría usted

llevarme a donde Dios?

—Un buen niño has de ser

Y orar de corazón.

Tess sonrió maravillada cuando vio que Nicolle se había quedado dormida casi inmediatamente, aunque no era ni por asomo la primera vez que aquello sucedía. Desde que naciera, había desarrollado el vicio de llorar y llorar hasta que venía Samantha, la tomaba en sus brazos y le cantaba aquella canción que al parecer había compuesto ella misma. Se la había aprendido para cantársela a la niña en esas noches que simplemente le daba vergüenza importunar a la anciana, pero no daba resultado; Nicolle simplemente comprendía que ella no era Sam y no dejaba de llorar.

—Dios te bendiga, Sam… eres…

—Nah, me encanta dormirla.

—Sólo espero que crezca y deje sus malos hábitos –le dijo sonriendo y disculpándose al tiempo.

— ¿Para qué? –le reprochó Samantha con ojos chispeantes—. ¿Para que, cuando sea una adolescente, desees que vuelva a ser una bebé, cuando todo era más fácil?

—Seguro que yo no diré eso… no hay época fácil para una madre soltera.

Samantha la miró y respiró profundo. Era verdad. Tess podía llamarse a sí misma madre soltera, dado que August se había largado mucho antes del nacimiento de Nicolle, y la había dejado con dos niños y un embarazo avanzado para que se las arreglara como pudiera. En muchas ocasiones Sam le había dado parte de su pensión para que lograra llegar a fin de mes, sobre todo cuando uno de los niños enfermaba y había que hospitalizarlo y comprar drogas. Tess la compensaba siendo su amiga, cuidándola cuando se enfermaba ella, y siendo el ser humano más próximo.

Caminó por la estrecha sala, idéntica a la suya, con la niña sobre su pecho, que ya se iba quedando dormida. De repente, sintió un leve dolor en el brazo, pero se lo achacó al peso de Nicolle.

— ¿Y cómo fue tu día? –Le preguntó Tess internándose en la cocina. Samantha se sentó en uno de los desgastados sofás. Kyle y Rori, dos niños entre los cinco y tres años, se le sentaron a cada lado muy tranquilamente y le hablaban de su día, indiferentes a si ella les contestaba o no.

—Un poco difícil –le contestó Samantha a Tess—. Hoy… —miró a los niños, como pensándose si decir o no lo que había sucedido en el hospital, así que recurrió al lenguaje clave que habían desarrollado al ver que era inevitable hablar de ciertas cosas delante de ellos—. Bueno, despedimos a uno.

Tess salió de la cocina y la miró con rostro pesaroso.

—Qué pena –cuando notó que Nicolle ya estaba dormida, se apresuró a terminar lo que había empezado en la cocina, pues quería brindarle algo de cenar, y si no le ponía el plato en la mano antes de quitarle a la niña, se escabulliría, como solía hacer. Siempre le preocupaba la alimentación de la anciana, que vivía sola desde que la conoció.

Samantha sonrió sabiendo lo que pensaba Tess, y se recostó en el sofá masajeando aún la espalda de la niña. Ah… cuánto le hubiese gustado a ella haber tenido hijos. Había vivido la maternidad a través de muchas otras mujeres a lo largo de su vida, pero nunca había sido suficiente. Si hubiese tenido hijos, tal vez ahora tendría nietos, y hasta bisnietos; tenía la edad para ello.

Dejó salir el aire intentando sacudir sus pensamientos, que eran el camino perfecto para la depresión, y no quería caer en ella. Por eso mantenía la mente ocupada, por eso no dejaba espacio a la vagancia.

Tess hizo lo que siempre hacía, le puso un plato en una mano, y le quitó a Nicolle de los brazos. La niña apenas protestó un poco y volvió a quedar dormida. Samantha empezó a comer, y a ayudar a los niños con su cena mientras ellos hablaban sin parar, luego, conversó un rato con Tess acerca de mil cosas. A pesar de ser tan distantes en la edad, se podía decir que eran amigas; Tess la trataba no como a una madre, o a una abuela, sino como a una igual. Reían, contaban historias, se preocupaban la una por la otra, y lo esencial: se hacían compañía. Tess no desaprovechaba la oportunidad de hablar con otra adulta cuando tenía oportunidad, y Samantha realmente había desarrollado cariño por ella. Eran amigas.

—Ya me voy a acostar –le dijo, despidiéndose.

—Descansa, Sam. Hoy te veo más agotada que de costumbre.

—La verdad, sí me siento un poco cansada –admitió ella, masajeándose el brazo, que le volvía a doler.

—Sería raro si no, con todo lo que haces a diario –sonrió Tess. Se inclinó a ella y le besó las canas—. Duerme, preciosa.

—Nunca te quitaré el vicio de llamarme preciosa, ¿verdad?

—Para mí lo eres.

—Sí, sí. No te dejaré una gran herencia cuando me muera, lo sabes.

—No lo hago por eso, mujer tonta. Y tú no te vas a morir aún—. Samantha sonrió saliendo de la pequeña sala hacia el pasillo común. En un par de pasos, ya estaba frente a su puerta.

—Aunque, siendo serias –sonrió Samantha—, ya que no tengo herederos, te lego a ti todos mis bienes…

—Sam, cállate ya o me enojaré.

—Mi música y mis libros –insistió Samantha—, que es todo lo que tengo…

—Estás horrible hoy –murmuró Tess y desapareció tras su puerta. Samantha volvió a sonreír meneando su cabeza. Esa era su reacción siempre que le hablaba de la muerte. Pero para una mujer de setenta y nueve años, hablar de la muerte no era tan metafórico. La muerte no estaba lejana. La muerte estaba aquí.

Miró en derredor su pequeña sala, llena de estantes con libros de todo tipo, desde los clásicos universales hasta las novelas de bolsillo más baratas. Siempre le habían dicho que no tenía paladar para la literatura, pues leía de todo, y no se limitaba sólo a la llamada “buena literatura”; en su estantería había libros hasta de Corín Tellado.

Tuvo la tentación de hacer sonar “Non, Je Ne Regrette Rien ” de Edith Piaf, pero ya no era hora de escuchar música, a pesar de que apenas eran las nueve de la noche. No quería estorbar a los vecinos, así que se encaminó a la estrecha habitación donde se hallaba su pequeña cama, y se sentó en ella.

Exactamente en un mes cumpliría los ochenta años, y sabía que en el edificio sus vecinos se unirían para celebrárselos. Se reunirían en la casa de alguno y comprarían una tarta entre todos. No habría mucho jaleo, y seguramente tardara poco más de una hora mientras todos bebían alguna copa de vino barato y su porción de tarta para luego ir a sus casas como siempre; pero lo habrían hecho con cariño, sabiendo que eran la única familia de la anciana. Ella tendría que sonreírles, y fingir que había sido una vida larga y productiva, llena de aventuras y amores.

Había sido larga, pero nada más.

Quería escuchar “Non, Je Ne Regrette Rien ”.

Aunque aquello era falso; la canción decía: “No, no me arrepiento de nada”, pero ella se arrepentía de muchas cosas. Se arrepentía de haber amado tanto a un solo hombre que quedó incapacitada para amar a ninguno más, y en este preciso instante, se arrepentía de haber sido tan cobarde como para dejarlo ir, sin luchar hasta la muerte por él.

Se levantó y caminó hacia una cómoda de madera, de donde sacó una pequeña caja sombrerera que contenía fotografías, recortes de periódicos, y cartas, muchas cartas.

Entre las fotografías, buscó una que ya sus dedos tenían memorizada: la de Ralph.

Lo había conocido cuando era casi una niña y se enamoró de él inmediatamente. Habían sido los mejores amigos, jugaron juntos, hicieron juntos travesuras, y se habían dado el uno al otro su primer beso. Cuando adulto, él era realmente guapo; alto, de cabellos negros, cejas pobladas, y piel cetrina. Le quedaba bien todo lo que se pusiera, fuera una vieja camiseta de algodón que usaba para trabajar, o el uniforme de la fuerza aérea.

Habían sido los mejores amigos, y ella creyó que él también se había enamorado, hasta que llegó Cynthia y lo había encandilado con su rubia belleza.

Ahora recordó cuando, la noche antes de su boda, él fue a verla a casa de sus padres. Parecía indeciso acerca de la boda al día siguiente.

Samantha cerró sus ojos, y una lágrima rodó por sus arrugadas mejillas.

Si pudiera devolver el tiempo, le habría tomado la mano y metido en su cama. Habrían huido a alguna parte, no importa cuál. Pero no, ella había sido la niña buena que todos esperaban que fuera, y le aconsejó lo que era lo correcto: que se casara, que no la dejara plantada.

Así, entonces, había perdido a Ralph, y ella se había quedado sola para siempre.

Intentó enamorarse de nuevo, claro que sí, pero ninguno logró llegar al fondo, donde aún tenía metido los pocos besos que se había dado con él, las tardes tranquilas hablando del futuro a su lado.

A los veinte había pensado que aún tenía tiempo para sanar su corazón. A los treinta, se convenció de que aún no era demasiado tarde. A los cuarenta, miró atrás y se dio cuenta de que se había quedado solterona, y a los cincuenta, simplemente se olvidó de sí misma, de su feminidad, y perdió la batalla contra la soledad.

Lo más curioso e irrisorio de todo, lo que le avergonzaba admitir aun delante de cualquier sacerdote, es que era virgen.  La mirarían con extrema compasión, y odiaba eso. Ser una solterona ya era bastante triste ante la sociedad como para además encimarle que ningún hombre había tocado su cuerpo, que la vez que vio uno desnudo, fue en el hospital, y el hombre estaba en los huesos y fuera de sus cabales.

El dolor en su brazo pareció cobrar vida propia, y se trasladó a su pecho.

¿Qué era aquello? Se puso la mano sobre su corazón, intentando hallar sus propios latidos.

¿Moriría aquí? ¿Al fin?

Aquello le hizo reír.

Non, Je Ne Regrette Rien

Pero no, se arrepentía de todo.

El dolor se agudizó, y cayó sobre su cama. No tenía forma de llamar a Tess; no quería morir sola. Encontrarían su cuerpo frío y tieso al día siguiente, el edificio se conmocionaría, llegarían las autoridades a hacer preguntas, y todos sabrían que la solitaria Sam había muerto al fin, sola en su apartamento, porque ni gatos tenía, y sabrían que había fracasado en la vida.

—Por favor –murmuró, aunque no supo a quién. ¿Y para qué? ¿Qué era un día más, un día menos en su patética vida? ¿Para hacer lo mismo de siempre, subsistir?

La vida es como el agua de un río, pensó, que corre presurosa hacia el mar, y jamás volverá a su cauce…

¿Qué sabes tú? –Dijo una voz—. Existe la lluvia. ¿Sabes lo que es la lluvia? El agua del mar, que tiene la posibilidad de volver a la montaña, allá donde nació…

Los ojos de Samantha se cerraron, y un cálido aliento se escapó de entre sus labios.

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