V

Por un momento quiso mandarlos callar, o tomar sus cosas y largarse de ahí; ellos seguían riendo como si nada más les importase. Tal fue la euforia, que su jefe parecía a punto de caerse de la silla donde estaba y Oriana se sujetaba el abdomen con fuerza mientras Alejandro se hundía en su asiento preso de la vergüenza y el enojo. Por un momento quiso desaparecer, pero fue detenido por algo que vio, o mejor dicho, por algo que escuchó: La risa de Oriana.

No recordaba la última vez que la vio reír así, con tantas ganas. Los días casi borraron el sentimiento de escuchar esa dulce risa y la sensación de felicidad que le traía, pues por mucho tiempo no hubo en su vida más hermosa melodía. Recordó en un instante todas esas tardes donde, entre juegos y chistes, reían tomados de la mano por una tontería momentánea que les alegraba el día. Todo era motivo de sonrisa y lo que lograra esfumarla se borraba más rápido de lo que llegaba. Recordó los chistes malos a los que acudía en un intento de hacerla reír, de parecer gracioso, de entretenerla. Cuando la relación apenas comenzaba y no sabía cuál de sus encantos (si es que poseía alguno) funcionaría para conquistarla. Muchos de esos chistes se convirtieron en apodos que solo ellos dos conocían, algunos tiernos y otros burlescos; todos secretos. Apodos que decían en la intimidad de la alcoba y muchas veces al oído, acompañados de la alegría del compartir un coqueteo sentimental.

A su mente vinieron esos momentos casi olvidados en los que un juego llegaba a algo más. Esos segundos infinitos en los que la perseguía por la casa intentando atraparla, riendo tras ella, como si fuesen presa y cazador. Ella escapaba hasta que se agotaba y finalmente se dejaba atrapar. Él la tomaba entre sus brazos y le hacía cosquillas, la cargaba, la abrazaba para que no pudiera liberarse. Ella no paraba de reír e intentaba morderlo o forcejear, pero inútilmente, aunque tampoco ponía mucho esfuerzo de su parte. El seguía haciéndole cariños juguetones en el cuello, o en la oreja, le mordía la mejilla y la llevaba cargada al cuarto donde la arrojaba con picardía a la cama. Ella intentaba alearse, pero no lo conseguía, él se colocaba sobre ellas y seguía el juego de las cosquillas. Luego una caricia cambiaba todo. El ambiente se difuminaba como si las luces bajasen y dejasen entrar a un visitante invisible. Él la besaba: Primero un beso corto, un beso fugaz; un pequeño roce de los labios apenas perceptible. Luego otro, uno un poco más prolongado. Dos labios que se unían por segundos antes de separarse. Los besos seguían aumentando su ritmo sin apresurarse, y en se momento una mano traviesa hacia acto de presencia y se introducía por debajo de su camina, deslizándose por el abdomen de ella, bailoteando en ascenso hasta llegar a sus senos. El juego persistía, pero habiendo tomado un mayor significado. Él se separaba de sus labios para aliarse en su cuello, besándolo mientras su mano parecía tomar conciencia propia. La piel del cuello de ella, erizada a su tacto, era el único premio que necesitaba para seguir adelante en su utópica cama. Minutos después las camisas desaparecían, luego el brasier de ella, y él estando sentado, veía como ella lo rodeaba con sus piernas para continuar besándolo. Un juego de niños convertido en un acto para adultos.

La noche transcurría con mayor intensidad al pasar las horas, donde dos enamorados en una habitación eran desnudados por el placer incluso antes de consumarse mutuamente. Los besos, las caricias, los gemidos y deseos. Todos concentrados en un solo colchón, por debajo de unas sábanas. Alejandro recordó cada instante. Como sus lenguas conectaban, como sus manos fluían por su espalda. Como su cabello rozaba sus mejillas al estar tan cerca. Recordó como la sujetaba por las mejillas al besarla, y luego por los hombros al estar sobre ella moviéndose juntos en un solo ritmo. La recordó a ella sobre él mientras se sujetaban de sus manos entregados al mismo suspiro, hasta llegar a esa estaxis que los empujaba a estar horas y horas acostadas, sin ninguna intención más que abrazarse, pues en ese momento, en ese simple momento, no importaba nada que estuviese fuera de su alcoba. En ese momento sabían el significado de la felicidad.

Alejandro recordó todo al verla reír, y se preguntó si alguien la hizo reír tanto como lo hizo él.

Se preguntó si había entregado con tanta pasión a otra persona.

El anillo en su dedo le respondió con un grito.

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