Genio

Hubo una pauta, de siete u ocho segundos, en los que la mirada de ambos muchachos se cruzó en un duelo silencioso, y si el brillo ufano de los ojos quemara, habría ya un incendio de escalas bíblicas en las cuatro calles alrededor de la mansión Franz. No había palabras ni nada más de por medio. A Diana aquella fracción de minuto le pareció eterna.

—Luca –dijo en un hilo de voz, rompiendo ligeramente el trance visual y férreo entre los hermanos.

Lo sujetó del brazo, quien sólo corroboró la sumisa expresión de la chica con un gruñido seco. Abrió la puerta. Ella salió primero, deteniéndose en el umbral y despidiéndose de Santiago con un apenas visible movimiento de su mano derecha.

Bajó la vista al piso inmediatamente en cuanto Luca se le acercó. Éste sujetaba el picaporte de la puerta, dispuesto a cerrarla tras de sí. Algo le detuvo.

—Luca –Santiago le contemplaba con una expresión severa, que bien podría compararse con la de su padre. Una seña que el había visto ya muchas veces últimamente—No olvides que tenemos visita esta noche. Por lo menos una vez en tu vida llega antes de la madrugada.

—Hmp…como sea –bufó, desviando altaneramente el contacto visual—Vendré si puedo y quiero -se detuvo y mostró una sonrisa torcida- Yo si tengo una vida.

Se dio la vuelta, como si nada. Dándole la espalda a su hermano y a las responsabilidades de las cuales siempre se escabullía con su típica desfachatez. No era la primera vez que percibía semejante muestra de afecto proviniendo de su hermano. Era una manifestación ofuscada de un sentimiento que a lo largo de los últimos años se había convertido en algo más que la simple desavenencia entre hermanos.

Santiago simplemente se quedó allí, mientras la brisa de la mañana le daba de lleno en el rostro y los rayos de sol alumbraban ya por completo las calles y sus alrededores, bajo el tranquilo y alegre azul de un cielo sin nubes ni preocupaciones.

Maldijo mentalmente el hecho de que todo, aparentemente todo parecía estar en su contra...y que tal vez había algo de razón en ello.

"Yo sí tengo una vida"

Escuchó el eco de la voz de Luke en su cabeza como una mosca pertinaz.

Lo mismo quisiera decir yo...

Su lengua aún percibía el cálido recuerdo del desayuno de aquella mañana.

Diana...

XXX

Hay veces en las que cualquiera siente de antemano -incluso antes de poner un pie fuera de la cama- cuando tendrá un buen o un mal día. Nunca se sabe exactamente a qué se debe esto, pero ahí esta, necio y firme a no apartarse…aunque se trate de un simple presentimiento.

Así había transcurrido el resto de la mañana, con el vaivén de una rutina asfixiante y desilusionante. Lento, muy lento. De alguna maldita manera el lapso de las diez de la mañana a las dos de la tarde corrieron con la velocidad de una tortuga de medio siglo de edad.

Apenas al sonar el timbre de su reloj de pulso, marcando las diez en punto, había llegado a la entrada de aquella reliquia de edificio que colindaba con la avenida principal de Kuri. Aquel austero inmueble en el que había pasado los últimos cinco años, convirtiéndose en su "calabozo" personal, haciéndole pensar en repetidas ocasiones que lo peor que pudo pasarle fue el saltarse cuatro semestres de la universidad debido a sus altas notas.

Ser considerado el "genio" de la familia era una cadena puesta con grilletes. Una carga dolorosa y cruel, que le desgarró la vida aún más desde hace dos años, precisamente. El año del accidente. Fue entonces cuando, con sus inexperimentados dieciocho años, se preguntaba cómo era posible que le hubieran puesto a cargo del noventa por ciento de la empresa familiar; a esa corta edad, aun sentía que la silla empresarial de la oficina de la gerencia tenía un tamaño descomunal, sintiéndose pequeño…muy pequeño. Él no había tenido la culpa de que a su padre se le hubiese ocurrido la irresponsable necedad de conducir medio ahogado en sake aquella tormentosa noche de octubre.

No se había perdido mucho, salvo el coche, tres cuartos de la barda de un terreno rural a cinco kilómetros de Kuri y la rodilla de su padre. Cinco meses atado a unas muletas, con una férula mecánica en la pierna lesionada, quejándose todo el condenado día en casa y mientras ¿Qué?..ah, pues para eso estaba el, ¿no?

Si, cierto, ese fue el extraordinario año en que le hicieron acreedor de aquel maravilloso par de grilletes: responsabilidad y madurez. Y con sólo dieciocho años de edad, ¿no era una noticia asombrosa? Algo digno de poner en una de las mejores primeras planas del diario de Kuri: "El joven primogénito de una de las más prominentes familias hereda el cargo de gerencia, renunciando a todo sin queja alguna"…y escrito con letras de molde.

La vida siempre era irónica. Y Dios tenía un retorcido sentido de humor.

Pensaba esto con recelo, hastío y rabia que nunca manifestaba. Había aprendido a que no valía la pena expresarlo aunque fuese con un ceño fruncido. Nunca había dicho ni hecho nada en contra de su padre o su familia entera (porque el resto de los Franz eran "pan con lo mismo"), ni siquiera el cortar todo lo que representaba como su "vida propia". Tres meses antes del discordante "intento de demolición" de su padre contra aquella inocente barda, el y Hana celebrarían su primer aniversario de un año de noviazgo. Luego las cosas empeoraron. Él dejó de verla a diario, reduciendo sus salidas o visitas a los fines de semana y solamente un par de horas, antes de volver a encadenarse de nuevo a la oficina.

La conmemoración de aniversario no llegó. Discutieron unas seis veces, dos de ellas como dos adultos responsables y las otras cuatro fueron las dolorosas y ciertas represalias de Hana. Él no lo negaba, tenía razón, ¿Qué mujer soportaría casarse con una empresa?...o el encargado de una. Y una tarde, justo cuando él tenía pensado salir de la oficina temprano (y lo hizo) y sorprenderla con un ramo de rosas, la sorpresa cambió de individuo, siendo él…y no por un desgarbado ramillete de flores, sino por la inesperada noticia de que Hana estaba saliendo con un tipejo que había estado con él en sus últimos semestres de colegio. Ella no se lo dijo, no hacía falta. El propio Santino lo había comprobado desde la entrada de la casa de los Inuzu.

Entonces dejó de importarle por completo y en definitiva que las labores de gerencia y administración devorasen su tiempo y... su vida.

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