La perfecta Ama de casa
La perfecta Ama de casa
Por: Jennyfer Sánchez R
Capítulo Uno

– ¿Elena Park? – preguntó un hombre alto del otro lado del pasillo. Sacándome de mis pensamientos.

– ¿Sí? Soy yo – contesté distraída. El lugar olía a desinfectante y medicamentos por todos lados.

– Siga, por favor – a simple vista era un hombre intenso, llamativo, había logrado llamar la atención de varias mujeres en el lugar, incluidas las del personal médico.

Me levanté deprisa de mi silla y caminé directo a él.

Cuando entré al consultorio él ya se encontraba en su silla detrás del escritorio.

– Cierra la puerta, por favor.

– Buenos días – me giré y cerré la puerta con seguro.

– Buenos días, Elena –sus ojos brillaban oscuros e intensos.

Le sonreí amablemente.

– Bien, detrás encontrarás una bata, quítate la falda y la ropa interior y te acuestas en la camilla, en un momento voy – dijo señalando el biombo que separaba el espacio en la habitación.

Pasé detrás de él que le daba la espalda a la camilla. Detrás del biombo se alcanzaba a observar su cabello negro. Me puse la bata, me bajé la cremallera, un poco nerviosa. Era algo estúpido, saber que minutos después iba a estar en esa camilla y él iba a observarme completamente.

Terminé de quitarme la falda, la doblé y la puse sobre la camilla, me quité las medias veladas con cuidado y seguido las bragas. Doblé todo junto y los metí con cuidado en mi bolso. Subí los peldaños de la escalerilla que reposaba junto a la camilla y me recosté. Mi corazón latía fuertemente.

– ¿Estás lista? – escuché del otro lado, su voz era profunda y ronca.

– Sí, doctor – dije en un hilo de voz.

– Bien – me sonrió de medio lado, caminó directo hacía a mí, poniéndose los guantes en cada mano.

Tomó con cuidado mi pie derecho y lo puso en la taconera de la camilla, luego hizo lo mismo con mi pie izquierdo.

– Abre las piernas – me miró directamente a los ojos. Mis mejillas ardieron de inmediato.

Obedecí.

– Tranquila, no te va a doler – sonrió de medio lado, como si fuera algo divertido.

– ¿Por qué estás aquí? – preguntó observando con atención mi sexo.

– ¿Disculpe?

– ¿Por qué te haces el examen? ¿Sientes alguna molestia? – preguntó explicándose a la pregunta anterior. Mirándome de nuevo directamente a los ojos, su mirada me ponía nerviosa.

– Exámenes de rutina –susurré.

– Perfecto.

Miró con detenimiento mi sexo unos segundos más y se apartó, dio unos cuantos pasos y acercó una mesa metálica con instrumentos ginecológicos.

– Te veo algo tensa Elena, respira profundo –puso sus manos sobre mis pies y los apretó un poco, aún sobre el látex podía sentir sus manos cálidas.

– Si sientes alguna molestia, solo dime.

Simplemente afirmé con mi cabeza.

Hundió uno de sus dedos en mi vagina suavemente sin quitarme la mirada de los ojos. Un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo y tuve que ahogar un gemido. Lo retiró igual suavemente y seguido hundió dos dedos. Mi espalda se arqueo involuntariamente y pude ver una chispa de diversión en sus ojos.

Giró sus dedos dentro de mí y palpó toda la zona. Bajó su mirada hacia mi sexo y tragó saliva. Mi boca se abrió, estaba excitada con tan solo esos dos movimientos. Excitada como hace años no lo estaba. Sacó sus dedos de mi sexo y tomó el espéculo de la mesa metálica, con su otra mano, rozó mis labios vaginales y adentró el instrumento.

– Mm – se me escapó un pequeño gemido.

Levantó su negra mirada y me observó por unos eternos segundos muy quieto, bajó de nuevo la mirada, acomodó el espéculo, lo abrió y tomó rápidamente la prueba de mi interior.

– ¡Ah! –exclamé ante el pequeño pellizco dentro de mí.

Retiró el instrumento y apartó la mesa de nosotros. Cerré las piernas para levantarme.

– No he terminado contigo – esta vez su voz se escuchó más ronca y profunda.

En mi mente pasaban miles de imágenes, de situaciones en las que deseaba estar, pero todo esto era una locura.

– Ábrete de piernas, Elena.

 

Obedecí. Mi pecho subía y bajaba rítmicamente.

– Quiero revisar que estés bien – dijo en un tono más suave.

Introdujo de nuevo dos dedos. Cerré los ojos y disfruté del roce. Hizo tres movimientos lentos dentro de mí como si llamase a alguien.

– Mm – se escapó de nuevo un gemido.

Mi respiración estaba acelerada. Con su pulgar tocó mi clítoris. Lo oprimió y retiró sus dedos de mi vagina.

– Ya te puedes vestir – dijo dando la vuelta en sus dos pies, apresurándose a sentarse de nuevo en su silla. Quitándose los guantes y desechándolos en una pequeña caneca.

Me quedé inmóvil unos segundos, qué había sido todo eso, para luego quedarme así, qué podía hacer ahora, estaba muy excitada.

Respiré profundo.

Con mucho cuidado me levanté de la camilla, tomé mi ropa del bolso y me dispuse a vestirme. Estaba algo ofendida por dejarme así. Antes de ponerme las bragas me di cuenta de que mis muslos estaban mojados y mi sexo estaba muy húmedo.

Rebusqué en mi bolso el paquete de pañitos. ¡Maldición! ¿Dónde los dejé?

A mi mente llegó de golpe el recuerdo de esta mañana, en el coche antes de dejar a mi pequeño Santi en la escuela, le limpié su carita llena de lágrimas con los pañitos y los dejé en la silla de atrás. ¡Maldición!

– En la puerta detrás de ti encontrarás toallas de papel – escuché decir al doctor.

¡Maldición! Esta era la situación más bochornosa que había vivido jamás.

Abrí la puerta y había un pequeño baño. Tomé mi ropa y entré, me limpié y me vestí rápidamente. Me mojé el rostro para bajar el calor y el color. Tomé dos bocanadas de aire para salir, me sentía muy avergonzada.

– Toma asiento, por favor – levantó un poco la voz cuando me dirigía a paso rápido hacia la salida.

– Falta hacerte unas preguntas.

Me senté resignada con la mirada sobre mis inquietas y sudorosas manos.

– ¿Cuántos años tienes?

– 36.

– ¿Tienes hijos?

– Uno… parto natural – me adelanté a su siguiente pregunta.

– ¿Casada?

–Sí, doctor.

– La última vez que tuviste relaciones sexuales.

 

Levanté la mirada, él veía directamente la pantalla de su computador, levantó la mirada, era neutra, tranquila, como si nada hubiese pasado. Bajé de nuevo mi mirada, mis mejillas ardían nuevamente.

– Un mes – susurré.

– ¿Tienes otros compañeros sexuales?

– ¿Qué? ¡No! – contesté rápidamente.

– ¿Te gustaría tenerlos?

Levanté de nuevo la mirada, mi boca se abrió de par en par. Mi ceñó se frunció.

Este tipo está loco. O ¿Escuché mal? Su mirada era seductora y divertida.

– Fecha de tu última menstruación.

No podía procesar lo que estaba pasando en este lugar, cómo podía seguir sin removerse ni un poco.

– Elena… Fecha de tu último periodo – repitió.

– Hace dos semanas – dije en un hilo de voz.

– Bien, enviaré la muestra al laboratorio, tendrás los resultados en una semana – retomó su papel de médico.

– Ten un buen día Elena, espero verte muy pronto – en sus últimas palabras había algo más que buenos deseos.

Me levanté de la silla sin decir más y salí casi corriendo del lugar.

Una vez dentro de mi coche cerré los ojos para intentar entender lo que había sucedido.

Respiré profundamente varias ocasiones. Mi corazón quería salir corriendo de mi pecho.

Y mi cuerpo me traicionaba, traicionaba mi moral. Aún estaba húmeda y excitada.

Jennyfer Sánchez R

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