4: Poesía

Fría noche

Las horas caen como pétalos,

E inevitable llega la noche fría.

Pero a mi alma no le preocupa la oscuridad,

Sino que no te tengo, amada mía...

Los ojos color chocolate bailaron por sobre las letras, de un lado al otro, en un vaivén que a Emilio se le hizo infinito. <<Va a decir que no le gusta. Ella es culta y no le va a gustar estos poemas que solo son frases que riman>>. Mil pensamientos cruzaban por su mente mientras el viento alborotaba los cabellos de ella, en un remolino cautivante. El césped en el que estaban sentados le resultó incómodo y se movió, sintiendo una pizca de nerviosismo.

<< ¿Qué es la literatura?>> Se preguntó a sí mismo mientras recordaba lo que escribió. “Arte de la expresión escrita”, se respondió al recordar una definición muy técnica. ¿Pero era arte esos versos que él escribía? ¿Era de verdad un poeta al hacer rimar frases sin utilizar ninguna métrica ni regla literaria? Por lo que a él le concernía, sus llamados versos tenían el mismo valor literario que el ensayo mal hecho de un colegial.

Mil veces se había cuestionado si era correcto escribirle eso a ella; ella, que era tan libre y abrumadora como un huracán, tan arriesgada y directa, tan bella y cálida, moviéndose con soltura y elegancia e intimidándole a pesar de que medía veinte centímetros menos. Después de cuestionárselo mil y un veces, decidió por fin que lo haría e inspirado por el valor recién adquirido, dejó volar su imaginación hasta conseguir el poema plasmado en una hoja de papel que las manos tersas ahora sostenían con delicadeza.

Dos semanas habían transcurrido desde que Julieta Ortiz comió con él una salchipapa en un local cercano al instituto donde estudiaban, en una primera cita que no pudo resultar más original. El primer nivel de inglés ya había terminado, pero todavía les esperaba cuatro semanas para por fin poder certificarse en esa materia. Ahora mismo se encontraba con ella en el parque bicentenario, que alguna vez fue un aeropuerto, sentados después de haber caminado por toda la larga pista aérea en desuso. No sintió nervios cuando sacó el papel doblado del bolsillo con sus dedos manchados de tinta azul, pero ahora mismo, mientras ella releía una y otra vez el texto, su estómago comenzó a jugarle una mala pasada. Concentrándose, mantuvo sus emociones a raya mientras miraba el cielo azul y sentía la inefable cercanía de esa mujer que tanto le gustaba.

Y era así. Su corazón ya había ganado la batalla contra su cerebro, que aun de vez en cuando daba gritos de alerta. <<No puedes enamorarte, no puedes volver a caer en lo mismo de antes. No otra vez>>. Se dijo a sí mismo. No podía, no debía, incluso no quería, pero cuando ella levantó la mirada y cruzó con las suyas esas pupilas tan bellas, supo que aunque luchara contra lo que sentía, había decisiones que estaban fuera de sus manos.

—Tú lo escribiste —musitó ella con voz suave.

—Sí. ¿Te gustó?

—Tú lo escribiste… —repitió ella, mirando el papel y mirándole a él— y no te creo.

Emilio se quedó en silencio, desconcertado. — ¿Por qué? —Atinó a decir. La brisa acompañó sus palabras y algunos ciclistas cruzaron, veloces, por el asfalto. El sol se escondió tras unas nubes plateadas y las flores se movieron imperceptiblemente, atentas también a la respuesta de la chica.

—No te ofendas Emilio pero, en clases no atiendes y los deberes no haces. Yo te los he pasado —le recordó ella, atendiendo a un incidente en el que el anterior sábado él le rogó que le enviase en P*F un trabajo que olvidó hacer— y cuando me dijiste que te gustaba escribir, supuse que solo lo decías por quedar bien. Ahora me sales con que hiciste este poema tan… bello. Por lo menos difícil de creer, ¿no te parece?

El chico sonrió ante las palabras. Muy cierto lo que decía, muy ciertas sus afirmaciones sobre su irresponsabilidad y a veces desinterés. Quiso decirle que el sistema educativo estaba mal al juzgar a todos los estudiantes bajo una misma condición, contarle que él alguna vez fue el mejor estudiante de su clase hasta que sus tantos problemas familiares no le permitieron mantener el mismo estándar. Quiso discutir larga y arduamente con Julieta, tan inteligente como era, pero experiencias previas le enseñaron que muchas veces a la gente no le gustaba cuestionarse sobre sí mismos y sobre el mundo que los rodeaba.

—Créelo —terminó diciendo—. Yo, Emilio, lo escribí. Y lo hice para ti.

A pesar de su silencio, él creyó ver una fugaz sonrisa tierna en su rostro, que cambió enseguida a una expresión incrédula. —Si me mientes, solo tú lo sabrás.

Mientras no atinaba que decir, ella se levantó y se alejó, mirándole coqueta. La siguió, procurando sonreír mientras cruzaban miradas que se dijeron en mil cosas en un solo segundo. Era un hermoso día de esos que solo se ven en Quito, la ciudad con el clima soleado en las mañanas y lluvioso en la tardes, la capital de un país tan mega diverso que encerraba mil culturas, tradiciones, climas y mundos dentro un territorio tan pequeño. Algunas parejas se besaban mientras Emilio y Julieta caminaban; el muchacho se quedó mirando largamente esos gestos de cariño. Tomó una decisión.

Esperaría el momento adecuado, por supuesto.

Mientras tanto, ambos se encaminaron hacia un KFC, el más cercano que tenían, para comer después de su larga caminata y de los juegos infantiles de los que cayeron presa. Había química y ambos lo sabían, entendiendo por “química” esa conexión que se da entre dos personas que a pesar de sus diferencias se llevan demasiado bien y sienten una atracción irresistible el uno por el otro. Ahora, mientras comían, él procuró resaltar más que nunca sus modales. Al terminar, fue evidente que Julieta no gustaba de comer mucho.

Una hora después, cuando salieron del restaurante en dirección hacia la parada del bus, por primera vez en su historia, se tomaron de la mano. Minutos después su piel sudó e incómodos, tuvieron que soltarse y limpiarse rápido en la ropa. Emilio y Julieta sonrieron, se miraron, y el corazón de ambos se aceleró.

—Te voy a dejar a tu casa —soltó él cuando vio el bus que llegaba, rebasando taxis. Se encontraban frente a la estación de El Labrador y el parque Bicentenario, esperando en la parada.

— ¿Qué eres loco? —inquirió ella—. Quédate nomas y coge el trole, que yo puedo llegar solita. Son las cuatro y hasta llegar… uy no, poeta. —Sin esperar respuesta, Julieta se separó y subió corriendo al bus. Emilio pensó mil cosas en un instante y valiente, la siguió una vez más, subiéndose al bus donde pagó el pasaje reuniendo los centavos de su bolsillo.

Ella eligió el asiento que daba a la ventana y él se sentó junto a ella. —Te dije que no —habló ella, irritada.

—Yo te dije que sí —respondió él, guiñándole un ojo—, tampoco es que debas de vivir tan lejos, ¿no? Tranqui, voy te dejó, me regresó enseguida, y yaf baby. Todo fresh.

— ¿Y si te lo decía por qué no quería que me acompañes?

Esa pregunta le cayó como un balde de agua fría al chico, que sintió un ramalazo de vergüenza ante la posibilidad de que ella dijese la verdad. Fingiendo indiferencia, preguntó el porqué no querría que le acompañase. Ella no respondió y se limitó a mirarle durante largo rato, en un silencio durante el cual quiso gritarle mil cosas. No era incómodo, sino más bien la ausencia de banalidades y de frases sin sentido. Por fin, cuando Emilio ya se estaba dando cuenta de que en verdad la casa de Julieta si estaba lejos, ella por fin habló.

— ¿Por qué eres así? —Preguntó, con voz curiosa. En esta ocasión el cuestionamiento no era negativo, sino más bien de sincera curiosidad.

— ¿Así cómo?

—Tan… tú. Tan así. Me escribes un poema, me acompañas, te portas… bien. A veces pareces loco, otras veces un caballero. —Julieta lucía realmente desconcertada y la pregunta divirtió mucho al chico.

—Me gustas, por si no te habías dado cuenta —le aclaró prontamente— y me gusta tratarte bien, cuidarte, y… ver a donde avanza esto. No puedo decirte que soy un caballero sin embargo, solo un chico que quiere tratarte bonito.

Después de hablar se arrepintió. ¿Por qué fue tan cursi y sincero? No tenía que haberle dicho algo así a Julieta. Él ya no era esa clase de chico ni mucho menos, él ya no se esforzaría por dar flores, poemas y chocolates, sino tan solo por, en sus palabras, “ver qué pasaba”. La última experiencia, La Tragedia, le dejó bien en claro que ya no podía ser así y por más protestas que le diese su corazón, en eso no cedería. Esperó la reacción de la chica para determinar el siguiente paso.

Por supuesto, como aprendería muy bien más adelante, Julieta no le brindaría de ningún modo una respuesta que esperase. Él pensaba tener que lidiar con un rechazo doloroso, incluso quizás con la aceptación de una cursilería. Lo que ella dijo fue distinto. —Y esperas que te crea todo eso. Ojalá fuera cierto Emilio.

<< ¿Qué significa eso? >> Se preguntó enseguida. Por una parte ella le cortaba las alas al decirle que no le creía, pero por otra le decía que “ojalá fuera cierto”. << ¿Un rechazo a medias o una semi aceptación? >> No lo sabía.

— ¿A qué te refieres? ¿Por qué no habría de ser cierto?

— ¡Por favor! —Julieta le habló como si le explicase lo más básico del mundo— no me vengas con cuentos chinos. Eres hombre. Tal vez el poema si sea tuyo, pero lo demás… Tan solo usas las palabras bien escritas para decirme bonitas mentiras.

—En otras palabras, me dijiste labioso —fue lo primero que atinó a replicar.

Julieta sonrió, dejando de lado la tensión del momento. —Pues aparte de labioso, ¡inteligente!

El bus siguió avanzando. La expresión de Emilio cambió de ser divertida a molesta. De ningún modo le enojaba que ella le dijese labioso, pero sí le molestaba que no le creyese algo que le dijo con tanta pasión encerrada en esas pocas palabras. —Osea que solo por ser hombre soy mentiroso —Emilio se sentía tan desconcertado como el que más— te equivocas. Enserio me gustas.

—No te creo.

Ante la necedad, Emilio se sintió impotente. ¿Cómo podía convencerle de que dijo la verdad? ¿Por qué le preocupaba tanto?

— ¡Deberías! ¿Por qué habría de mentirte?

Julieta volvió a dedicarle una mirada que le decía que él no entendía nada del mundo y ella lo entendía todo. —Tienes muchas razones por las que mentirme… y te aseguró que no caeré.

 Se sintió aún más desconcertado si acaso eso era posible. “¿Caer en qué?” Se preguntó a sí mismo y aunque puso a funcionar cada rincón de su cerebro, no encontró respuesta. Cuando replicó, Julieta se mostró reacia a cambiar de opinión. Durante la media hora que continuó el viaje, ambos discutieron sobre la verdad, la mentira y las intenciones ocultas. Emilio no terminaba de entender el porqué ella creía que él buscaba algo más de lo que dijo. Julieta creía con firmeza que él se estaba haciendo el tonto. Cuando por fin llegaron al barrio de la chica y ambos se bajaron, él estaba firmemente decidido a hacer algo al respecto.

Se pararon en una esquina. Sobre ellos el cielo se pintaba de naranja y gris; las personas se envolvían en sus chalinas y los niños eran llamados a entrar a casa. El bus de regreso no tardaría en llegar, por lo que Emilio supo que tendría que actuar rápido.

De pie, frente a Julieta, respiró hondo. Cerro los puños y en su mente repitió el mantra que muchas veces le acompaño en las decisiones tanto estúpidas como valientes. “Chulla vida”. Acercándose con suavidad hacia la chica, la besó con firmeza.

A su alrededor el mundo se cerró… pero pronto sintió una cascada de nervios cuando notó que su beso no era correspondido. Tuvo miedo de apartarse, pero debía de hacerlo de inmediato. Cuando retrocedió y miró los ojos de la chica, supo que se había equivocado en su convicción. Sin esperar un instante más, reuniendo todas las fuerzas que pudo en su mano, Julieta Ortiz le lanzó la cachetada que más le había dolido en la vida.

El sonoro golpe precedió a la marcha de la chica, que más indignada que los hijo del yugo, se fue por la esquina, sin mirar atrás. Emilio Cartagena se quedó solo, con la mejilla ardiendo, casi incontrolables ganas de llorar y un bus que ya venía.

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