2: Ojos cafés

— ¿¡No me dijiste huevón que habrían puras chicas!? —Gritó en medio del patio.

Su amigo se encogió ante sus palabras. Mirándole confundido, se alejó algunos centímetros, cauteloso, analizando la situación.

— ¿¡En qué chucha me viniste a meter?! ¡Gil! —Exclamó, aún más exaltado. Por fin, recobrando la compostura, Marco musitó algunas palabras tranquilizadoras. Un “aguanta chugcha”, bastó para quitarle casi todo el enojo. Al notar que estaba más calmado, por fin preguntó que sucedía.

— ¡El curso pues tonto alegre! ¡El curso que me tocó!

— ¿¡Qué le pasa al curso?! —Replicó su amigo, en el mismo tono.

— ¡Que de los veinticuatro estudiantes, veinte son hombres!

Marco le miró confundido, analizando sus palabras. Un segundo después, sonrió. Dos segundos después, comenzó a reír. Tres segundos después, sus carcajadas se escuchaban por todo el patio. — ¡No me digas qué…! —Habló, intentando controlarse—. Ay, no, no, ¡no puede ser! —Notando que muchos de los estudiantes a su alrededor le miraban, controló su risa, bajó la voz y se acercó—. Es el norte mija. No puede haber tantos hombres.

—Pues los hay, huevón. Los hay. Cuando me presenté, los conté. Pasé toda la jodida clase mirando como mis compañeros se reían entre ellos, hechos los buenos. Apenas y me pude concentrar cuando la teacher comenzó con su inglés. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta mija? —De repente, una duda apareció en su mente—. Dime, ¿tu curso cómo está?

Marco no respondió, pero la forma en la que le miró le bastó para saberlo. Su amigo estiró la mano y la colocó en su hombro, a modo de triste consuelo. Sin poder contenerse, volvió a reír y continuó riendo mientras compraban una pequeña porción de arroz relleno en el bar del instituto, mientras comían, y cuando una vez más se dirigieron hacia las aulas. Diciéndole que una vez terminasen hablarían con detalle del tema, su amigo se despidió, con una amplia sonrisa, coqueteando con cuanta chica le dirigiese la palabra.

Emilio caminó como un condenado a la horca. La profesora ya se encontraba en el aula, por lo que esperó que todos sus estudiantes entrasen, cerró la puerta y reanudo la bilingüe clase. Él no pudo concentrarse. Su mirada bailaba entre la ventana, por donde se filtraba el ruido del tráfico de Quito y la puerta, por donde saldría en dirección a algún lugar en el que sí quisiera estar.

—Señorita, ayúdenos leyendo lo que dice el primer párrafo de la página. —Pedía la profesora. <<Por fin le pides a alguna de las chicas que lea, y no solo a estos giles>>. Después de un par de horas de clase, fue más que evidente que la teacher era amiga de muchos de sus estudiantes. No era nada extraordinario, por supuesto, pero la actitud tan dulce que tomaban le daba asco. En el sur, a cualquier estudiante cuya actitud fuese medianamente similar, le llamaban “cepillo” cuando eran amables, y “tonto hijueputa”, cuando se cabreaban.

Rechinando los dientes, se fijó en la chica que cruzaba por entre los pupitres hasta quedar frente a todos sus compañeros. Su mirada pasó en un instante del enojo al interés. Una larga cabellera negra caía sobre facciones suaves. Ojos propios del café de un chocolate le devolvieron la mirada. Labios color durazno le invitaron a probar su dulzura.

Por supuesto que la idea del amor a primera vista era una tontería inventada por románticos insensatos, por supuesto que él no caería ante una trampa tan evidente, aún menos después de La Tragedia. El amor existía, en muchas formas, en muchas presentaciones que llenaban el corazón de los hombres y les hacían cometer estupideces, pero con un primer vistazo el corazón no era capaz de caer cautivado. Sin embargo, la atracción irremediable a primera vista por supuesto que era lo más real del mundo, y era en ese instante que él la estaba sintiendo. Se relamió los labios y pasó una mano por su cabello sin darse cuenta; irguió los hombros y fingió interesarse por lo que ella decía, cuando solo disfrutó del tono de su voz.

<<No>>. Dijo su mente, acabando con la ilusión. La luz que parecía bañar a la chica desapareció. El aura de belleza se redujo y en el mundo aparecieron más personas. Tembló. Sabía que no podía cometer el error de interesarse por alguien de nuevo, al menos no tan pronto, pero esa chica era tan hermosa que el corazón se le aceleró. <<Idiota>>. Se dijo a sí mismo. Era una chica más, de cabello negro y ojos cafés, que se pintó los labios y nada más.

 —No —musitó, en voz apenas audible—. No me volverá a pasar.

El resto de la clase transcurrió con lentitud. Las horas pasaron en su reloj, convirtiendo el sol de la mañana en calor de mediodía. Las doce llegaron en el mismo momento en que su celular le señaló que la batería estaba por acabarse. Había pasado toda la clase jugando en el aparato, logrando ignorar con éxito a la belleza de ojos cafés y cabello negro.

Esperó que todos salieran, se despidió con fría educación de la profesora y se encaminó hacia la entrada del campus, donde los estudiantes se reunían, charlando, bebiendo, fumando o decidiendo cuál de las tres opciones anteriores elegirían. Marco se encontraba ya allí, de pie apoyado en un poste, mirando a la gente pasar. —Que fue mija. —Saludó él, recibiendo por contestación las mismas palabras. Al reunirse, echaron a caminar en dirección a la parada del trole.

—Así que… Veinte manes.

Las palabras de Marco parecieron arrancarle de un sueño. Se mareó, su cabeza se llenó de ideas contradictorias y la luz del día pareció querer abrasar sus ojos. La sensación era la misma que uno experimenta cuando ha despertado de un sueño profundo. <<M****a>>. Repitió su mente una y otra vez. Esa chica le provocó una reacción, un dilema, casi una epifanía. Desde La Tragedia se había cerrado a las féminas, a pensar en que una mujer le podría gustar, a esos sentimientos tan fuertes que destruían corazones. Ahora, tras sentirse atraído, la verdad de que todo un mundo de dulzura seguía ahí fuera le aclaró las ideas. El mundo no se detuvo porque él sufrió, la vida no terminó, el amor no dejó de acaparar nuevas víctimas. Su corazón, destruido y reconstruido, no perdió de ningún modo la capacidad de sentirse atraído, de querer. Demasiada información para un solo momento. Respiró, recobrando la compostura. Todas sus revelaciones no duraron más de un segundo.

—Y solo cuatro peladas, mija reina. Gracias a vos, estoy metido en un curso donde todos son una sarta de giles y cepillos. —Declaró, aun si solo tenía constancia de lo segundo.

—Les pregunté a mis nuevas amigas, —contó Marco, con una sonrisa de suficiencia—, porque te toco tan mala suerte. Dicen esas manes que si bien la mayoría de acá son chicas, también hay algunos manes por las carreras de audiovisual y esas notas. Dicen también que algunos es que quieren hacer películas de superhéroes y esas huevadas.

Rio ante tal declaración, aun cuando él mismo era fanático de cuanta nueva película de los Vengadores saliera al cine. —Ya nada, guambra. Ese man del coordinador clarito dijo que solo podíamos hacer un cambio en todos los niveles. Ahora, gracias a vos, tendré que cursar dos niveles enteros con puro pito rodeándome.

—Los pitos te rodean aun sin mi ayuda. —Afirmó Marco.

Ambos rieron. La parada del trole se encontraba llena, por lo que esperaron alrededor de media hora para por fin abordar una unidad que no se encontrase tan repleta. Mientras el vehículo avanzaba, hablaron de las compañeras de Marco, de cuan cepillos eran sus compañeros, de las teachers y de lo distinto que era estudiar en el norte, en una zona más “rica” de la ciudad. Quito era una ciudad caracterizada por sus contrastes, por familias que a veces no comían, mientras que otras tenían tantas opciones que no sabían que comer ese día. Él y Marco, dos muchachos que crecieron más allá de la Villaflora y vivieron toda su vida por esos rumbos, estaban acostumbrados a la escasez, al arroz con huevo, a la salchipapa de dólar y los buses de veinticinco centavos.

—Vos te pones la papa, por cojudo. —Pidió Emilio. Ante la “adversidad” a la que se enfrentaba su amigo al estar en un curso con puros hombres, Marco no pudo hacer más que aceptar.

Nubes de lluvia cubrían el cielo cuando los muchachos salieron del local de comida rápida ubicado en San Bartolo. El clima de Quito, que apenas hace una hora era soleado, ahora se revelaba frío y húmedo, caprichoso cual mujer joven. Ambos corrieron hacia la parada de buses, se despidieron chocando las manos y se dijeron, con mutua simpatía, un “nos vemos mijita”. Marco vivía en Guajalo, Emilio en la Argelia. Un aguacero casi de proporciones bíblicas caía sobre su barrio cuando por fin se bajó del bus, corriendo hacia su casa para mojarse lo menos posible.

El grisáceo color del cielo cubrió la ciudad con un frío manto, mientras las amas de casa corrían a recoger la ropa y los incautos ciudadanos se refugiaban en tiendas y viseras del inclemente clima. Era un sábado tres de la tarde cuando Emilio Cartagena, empapado, entró a su hogar. Su mamá, antes de secarle o preguntarle siquiera cualquier otra cosa, solo le gritó.

— ¡Guambra shunsho! ¡Por qué no escampaste en algún lado!

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