Llegué al edificio en el que vivía a eso de las ocho de la noche. Cansado física y mentalmente, confundido y con un bebé que había vuelto a llorar tan pronto como bajé del elevador. Eso, además de que fue al baño... encima de mí. Oh, dulce Jesús, aquello era una cosa espantosa y olía incluso peor.
Mi camisa quedó arruinada y yo necesitaba una ducha urgente.
Corrí hacia la puerta, con las llaves en la boca y la niña pataleando en mis brazos. De haberlo visto, me habría reído; pero como se trataba de mí solo estaba esforzándome para no perder la poca paciencia que me quedaba. No me malinterpretes, es solo que pienso que a nadie le gusta apestar a m****a. Puedo equivocarme, sin embargo. No lo sé. Justo cuando metí la llave en la cerradura, la más chismosa de mis vecinas asomó la cabeza por la ventana y me miró como si me hubiera salido un tercer ojo o una nueva oreja... en la frente. Tal vez un par de cuernos y colmillos o una cola con punta de flecha, no tengo idea.
Tratando de ignorar a Martha, giré la llave. La niña dio un grito estrangulado y mi vecina salió al pasillo para ver qué estaba haciéndole el hombre malo y lleno de tatuajes al pobre angelito.
—¿Quieres que te ayude? —me preguntó.
Yo habría hecho un pacto con Satanás por una tercera mano en ese instante, pero tratándose de Martha prefería cortarme una o castrarme sin anestesia y con un cuchillo para mantequilla. Ella jamás hacía favores sin cobrártelos después, con creces, con un interés elevado al infinito. Ah, y también tenía la mala costumbre de contárselo a todo el mundo, con exageraciones y mentiras.
—No, estoy bien, gracias.
La niña volvió a chillar. Martha me miró con una ceja alzada. Síp. Bendita mi mala suerte. Rendido, suspiré.
—¿Puedes abrirme la puerta, por favor?
Con la mirada fija en el bebé, ella hizo lo que le pedí y luego arrugó la cara como si estuviera a punto de sufrir un colapso.
—¡Jesús, María y José!, ¿qué hiede así?
Y eso que apestaba, éramos la niña y yo. Sobre todo yo, que me había llevado la mejor parte de su improvisada visita al baño.
—Es que... como que se me cagó encima.
—Para eso le pones un pañal, ¿sabes?
«Ay, no me digas», me burlé de ella. Dentro de mí, por supuesto. Decírselo habría sido como firmar mi sentencia de muerte. Mejor ser discreto y no enfurecer a la perra del diablo.
—Se me acabaron —mentí—. Y el que tenía puesto lo cagó también. Como que tiene diarrea o qué sé yo.
Martha me frunció el ceño. Como continuaba en medio de mi puerta, no podía pasar. Me preparé mentalmente para la pregunta que sabía que iba a hacerme. Podía verlo en sus ojos, ella estaba muriéndose de la curiosidad.
—¿Y de quién es? —La señaló.
Tomé aire antes de responder.
—Mía.
Su ceño se frunció incluso más, dándole la apariencia de una vela derretida. Tuve que contener el deseo de reírme, eso no habría sido bueno para mí. Tengo una imaginación muy florida, ¿qué puedo decir? Y no me ayuda demasiado en los momentos en los que debería comportarme como un hombre adulto.
Jodido niño interior, salía a jugar en los peores momentos.
—¿Tuya? —Su voz se elevó lo suficiente como para despertar a medio piso—. ¿Cómo...?
—Me cogí[1] a una tipa[2] y ¡pum! Apareció ella. Y como no la quiere, me la dio.
Pese a tratarse de una mentira, esa podría ser una idea excelente para formalizar la adopción o lo que fuera que se hiciese en este país. Martha me dio una mirada del más profundo reproche. La niña volvió a llorar, removiéndose. Yo suspiré.
—Martha, me gustaría seguir hablando contigo y tal[3], pero... —Le di una mirada a la bebé—... tengo que bañarla, bañarme y hacer todas esas vainas de padres responsables que no sé.
Ella parpadeó, como saliendo de un sueño y se hizo a un lado.
—Ah, sí... Si... Buenas noches.
—Buenas noches.
Con una inclinación de cabeza, ingresé y cerré. Haciendo malabares con la que ahora sería mi hija, encendí la luz. La soledad me golpeó duro. Esto era habitual: yo esperaba, estúpidamente, volver a encontrar a Gabriela ahí. Pero eso nunca sucedía. En mi interior estaba seguro de que no iba a ocurrir jamás, solo que no deseaba aceptarlo.
Reprimiendo mi propia depresión y corazón roto, continué hacia la ducha. Me desvestí, abrí la llave y esperé que el agua estuviera lo bastante tibia como para meterme junto al bebé. Gracias a Dios aún no me cortaban los servicio, aunque de no pagar lo harían ese mes o a inicios de otro.
Con la niña aún llorando, me metí debajo del agua. Olvida la bañera, ¿quién en Venezuela tenía esas cosas? Al menos, yo no. Ella comenzó a relajarse en el instante en que el agua nos mojó a ambos. Esto era un poco más difícil de lo que esperaba, pero podía con ello. Apretándola contra mí, nos limpié a los dos con un poco de jabón líquido y champú, para eliminar la pestilencia. Habría utilizado desinfectante, de tenerlo. Como no era el caso, tuve que conformarme con lo que estaba disponible.
No tardé más de cinco minutos, por lo de los resfriados y todas esas cosas que no tenía idea de cómo enfrentar. La sequé con una toalla e improvisé un pañal con unas sábanas. Después la vestí con una de mis camisas, que tuve que cortar y anudar para no ahogarla.
Le di un vistazo a mi obra maestra y sonreí complacido. Esto de ser papá se me daba bien. Mucho. ¿Dónde estaba mi premio? Lo merecía.
Creyendo que todo estaría bien, cometí el error de sentarme en la cama para descansar. Una mala idea. Ella comenzó a llorar. Olvida el llanto dulce, si es que existe, esto eran gritos desesperantes que harían explotar mi cabeza. Volví a cargarla y me levanté con ella. Fui hacia la cocina y le preparé algo de comer.
De nuevo papillas líquidas, biberones improvisados y etcétera. Esta vez me fue mejor, logré alimentarla casi sin problemas, salvo por uno que otro pequeño derrame.
La niña, finalmente, se durmió dos horas después. Había sido algo cansado, mucho, lo suficiente para mí. Pero al final, cuando pude verla sobre mi almohada, me dije que valía la pena. Un poco sentimental, ¿cierto? Bueno, los hombres también podemos serlo. ¿Quién m****a dijo que no tenemos corazón?
Como sea.
Me mordí el labio superior mientras pensaba. ¿Cómo conseguiría esto? Ya estaba decidido: iba a quedármela. Estaba claro. Pero honestamente, ¿cómo la alimentaría cuando la mayoría de las veces no tenía para comer? Sin contar que era un adicto a las drogas y el alcohol. Estaba hundido en la m****a, hasta el fondo, ¿cómo cuidarla cuando no podía hacerlo conmigo mismo?
Cerré los ojos y me froté los párpados. Por un instante, la sonrisa de mi padre volvió a mi cabeza. La misma que me dio antes de marcharse, dejándome solo en un barrio en el que no tenía futuro. Coño, yo era una buena persona considerando la b****a de la que salí. Sus palabras, como eco, vinieron desde adentro: «Pórtate bien, Adrián», me dijo y desapareció. Por supuesto, no le hice caso. No valía la pena ser bueno con una madre que me odiaba por el simple hecho de ser idéntico al hombre que la abandonó, como todos los demás; cuatro o cinco, ya no recuerdo. El mismo hijo de puta del que heredé no solo el nombre, sino todo mi carácter. O eso me dijo ella alguna vez.
Una punzada de dolor me hizo abrir los ojos. Era más bien como la asfixia que precede al llanto. Sin embargo, no lloraría hoy. No ahora. Por lo que me concentré en el bebé. No deseaba ser como mi padre, no podía.
No la dejaría tirada. Ya encontraría un modo.
Respirando hondo, tomé mi teléfono, abrí el navegador y escribí: «Nombres para niñas con sus significados». De inmediato, la pantalla se llenó con páginas que fui visitando una a una . Es que, vamos, mi hija no podía llamarse «bebé» o «niña» para siempre. Y ni hablar de ponerle los típicos nombres venezolanos. ¿Qué clase de acomplejada sería llamándose Lisyubisay, Fabarilis o una vaina parecida? Ya podía imaginarlo: «Adriniela, ven acá», «Maykarilis, deja eso», «Rociadriana, pórtate bien». No, gracias.
Yo podía ser una m****a de persona, pero mi maldad no alcanzaba esos niveles.
Luego de media hora, encontré uno que me gustó lo suficiente para elegirlo: Daila. Hermosa como una flor. «Perfecto. Este será», me dije. Daila Vanessa Ramírez, ese sería su nombre desde ahora.
Y yo sería el mejor maldito padre del mundo, adicto y a punto de vivir en la miseria o no. Quizá este era el empujoncito que necesitaba, después de todo, para cambiar mi vida.
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[1] Tener relaciones sexuales. Follar,
[2] Mujer.
[3] Y tal. No existe una traducción específica, pero lo más cercano sería «lo que sea/como sea» o bien «ya sabes». Se utiliza indistintamente del tema. «Iba caminando cuando la vi, y tal». «Sabes que terminamos porque es bien gafo, y tal»...
Ser padre soltero apestaba. No me mal entiendas, es solo que yo no estaba acostumbrado a esto, es decir: levantarse a media noche para darle de comer a Daila, mecerla hasta que se quedara dormida; bañarla y cambiarle los pañales... Coño, hasta había empezado a cantarle esas mierdas para niños que, como por arte de magia, le calmaban. Síp, bueno ya me sabía todas las de Disney, tú solo di el nombre y yo la cantaré, los Pollitos y Alicia va en el coche. Esta última era mi favorita, bastante macabra para ser infantil; pero oye, la vida es una perra y mi niña tenía que saberlo. Este no era el problema, sin embargo, yo podía con ello. Soy un tipo rudo. Siendo sincero, lo que me volvía loco era no poder drogarme y que Daila no tuviera un botón de apagado.Las primeras semanas estuvieron bien, conseguí que una de mis vecinas me hiciera u
La camioneta se detuvo frente a un edificio enorme, pintado de azul y blanco. Inquieto, me removí mirando a Florencia. Ella me ofreció una de sus sonrisas amables mientras me apretaba la mano para animarme. Sí, bueno, yo lo necesitaba en este momento. Y también drogas, pero se supone que estaba ahí para curarme de mi adicción. O algo parecido. Esto no tiene cura, solo puede mantenerse controlado y requiere una enorme fuerza de voluntad. Toneladas enteras, además de amor, apoyo y comprensión. Todo lo que yo no tenía.O no tuve hasta ahora.Por un minuto, pensé es huir. Está bien, no un minuto: durante todo el camino y también la noche anterior; Florencia no lo permitió. Ella se mantuvo firme, recordándome por qué lo estaba haciendo: Daila. Ella merecía mucho más que un padre adicto, incapaz de cuidarla, y yo ciertamente podía llegar a se
El Centro de Rehabilitación era el infierno. Por un lado, me gustaba, es decir: tener cuatro comidas diarias, actividades recreativas y etcétera; pero por el otro... No podía drogarme y odiaba con toda mi alma las malditas terapias en grupo. Eran espantosas. Déjame ponerlo en contexto: tenía que ir al salón lleno de desconocidos, sentarme en un círculo y contar mis problemas. Todos. Cada uno de ellos. Desde «oh, soy un niño abandonado por su padre y al que su madre odia» hasta «me masturbo cinco veces al día, ¿qué tal?». Algo así. Puede que infantil, un poco estúpido o caprichoso, pero yo realmente no estaba preparado para abrirme con nadie. No me gustaba la sensación de vulnerabilidad que me producía y tampoco las miradas que solía recibir.Oh, bueno, perdóname. Solo creo que la lástima es un poco-mucho-muy molesta. Sabí
Las últimas dos semanas estuve deprimido. No era tristeza ni una crisis por abstinencia; sino completa y absoluta depresión causada por las terapias grupales y las preguntas de Griselda. No sé en qué momento decidí abrirme tanto con ella y el grupo de persona que en ese instante consideraba mis amigos, pero lo hice. Y dolió. En un segundo estábamos tonteando y burlándonos de Javier y al otro... yo estaba llorando como un niño, contando mis secretos más oscuros y dolorosos. Repitiendo el horror de mi infancia y adolescencia.Resulta que mi disparador principal era el dolor. ¿Quién iba a decirlo? Aunque tenía cierta lógica: bebía y me drogaba para dejar de sentirlo. Lo único que deseaba era dejar de pensar, de recordar cada maldita cosa, y sobre todo alejar la tristeza. También descubrí que llenaba mis vacíos con sexo y pornografía y que me
Me miré al espejo incrédulo. La persona en el cristal se parecía y al mismo tiempo era tan distinta a mí que me inquietaba. Pero los tatuajes no mentían, este era yo: Adrián Ramírez. Mi cabello había comenzado a crecer nuevamente, ya me llegaba hasta las clavículas, y había subido de peso. Cinco o diez kilos, quizá. No lo sé. Y honestamente, nunca antes me había fijado en lo delgado que me encontraba cuando llegué al Centro de Rehabilitación. Yo creí estar bien, en perfectas condiciones; sin embargo, el verme sin ojeras, ninguna vena sobresaliente ni ese color cenizoso en la piel, me hizo darme cuenta del peligro que corrí en el pasado. De no ser por Daila y la enorme casualidad de haberla encontrado en el basurero; de no ser por Flor y su apoyo, yo habría podido morir.Tomé aire, recogiéndome el cabello y exhalé suavemente. Estaba
El mes pasó relativamente rápido. Luego de volver del Centro de Rehabilitación, conseguí empleo en una tienda departamental. ¿Quién lo hubiera dicho? Antes lo atribuí a los tatuajes y piercings, sin embargo, terminé descubriendo que mis fracasos se debían a que a todo el mundo le parecía evidente que yo era un adicto. Ahora no lo era y tampoco lo parecía, asumo que eso animó a la encargada a contratarme. Y nuestro pequeño e inocente coqueteo. Bueno, también tuve un poco de ayuda por parte de Angelí, que hizo una carta de recomendación en la que hablaba maravillas. Responsable, trabajador, servicial. Esos fueron algunos de los adjetivos que utilizó.Mi rutina era simple: madrugaba, para dejar a Daila con Florencia, me despedía de ellas y Nayalí —cuando estaba en casa— y corría al trabajo. Volvía por la tarde, to
Yaritxy hizo el intento de cerrar la puerta, la detuve y entré. Bueno, esto fácilmente podía calificar como allanamiento de morada, pero entre los dos ella tenía todas las de perder. Más enojado que nervioso, me paré frente a ella y alcé la comisura del labio en una sonrisa casi burlona. Desafiante.—Voy a llamar a la policía.Me reí. Por supuesto.—Dale y así les cuentas cómo la dejaste botada para que se la comieran los perros.Yaritxy tragó duro. Estaba siendo un poco cruel con ella, ¿verdad? No me arrepentía, en absoluto. Había ido con las mejores intenciones, en son de paz, con mi estúpida banderita blanca. Cuando ella abrió la puerta, sin embargo, todo lo que hizo fue maldecir a Daila con tanto odio que mi mente se nubló. Nadie la llamaría «monstruo» ni mucho menos «pedazo de mierda»
—Verga, marico, sí: la mataron.Óscar dejó la hoja de papel sobre la mesa y me miró con lástima. Antes, yo me hubiera burlado. ¿Ahora? Ahora no tenía ganas de hacerlo. No sintiéndome atrapado y miserable por mi pobre hija y su nombre de mierda.—¿Qué hacemos?Se encogió de hombros, negando. Esto no me gustaba. Tenía que haber algo, cualquier cosa, que pudiéramos hacer. No podía imaginar la vida de Daila llamándose «Wilneidyz». Simplemente... Oh, sería espantoso.—Nada. No le puedes cambiar el nombre si no es ofensivo, afecta su vida o algo así.Poniéndole los ojos en blanco, bufé.—Wil-nei-dyz —dije—. ¿Te acuerdas que ibas a llamarte Oskairbinson?Abriendo los ojos desmesuradamente, se ahogó con el café. Sí, a eso me referí