Resulta que no era nada fácil cuidar a un bebé, mucho menos a uno desnudo y hambriento. Déjame ponerlo de este modo: cuando subí al tren, con dirección a la casa de mi madre —¿Alguien dijo nunca «pisotear el orgullo»?—, yo lucía como la m****a y olía incluso peor. Bueno, yo no tanto, pero ella... Todos los ojos se fijaron en mí de inmediato, como si fuera algún terrorista salido de una de esas series extranjeras. Ya sabes: hombre malo sube al tren con un paquete, grita algo en una lengua que nadie entiende y pum, volamos en miles de pedacitos sangrientos. Encantador. Una mujer gorda y bajita arrugó la nariz y otra miró al bebé en mis brazos como si sintiera pena.
Nervioso, me senté junto a un hombre de traje y corbata que se levantó como si yo tuviera la peste. Viéndome desde arriba, él hizo una mueca. Yo suspiré. Estaba cansado y moría de hambre, por lo que traté de ignorarlo. No estaba de humor para esto y seguro que si me provocaba le saltaría encima. Bebé o no, le patearía el culo hasta que mi zapato se enterrara en él.
Estuve en la estación de Propatria en al menos media hora. Subí las escaleras y me quedé mirando... nada en específico. ¿Qué hacía yo ahí? Oh, vamos. No veía a mamá desde Navidad, cuando discutimos como de costumbre y yo le grité que se fuera a la m****a. Más específicamente, maldije a su propia madre, mi pobre abuela, ella me lanzó un vaso de vidrio que se estrelló contra la pared y... «Debería irme», pensé. Hice el intento de devolverme, pero la niña en mis brazos me detuvo. No podía continuar siendo orgulloso ni egoísta. Ella tenía hambre y necesitaba cosas de bebés sobre las que yo no tenía ni una miserable idea.
Quisiera o no, tendría que hacerlo.
Dando un suspiro, comencé a caminar hasta llegar a su casa. Era mediana, pintada de blanco y verde y con rejas negras. La motocicleta de mi hermano, estacionada al frente, me dijo que él estaba ahí. «Lo que me faltaba». De todas las persona en Venezuela era el único que no quería ver. No ahora, en esta situación al menos. Pero maldita mi suerte, fue Maykol —no, no es un error. Sí, ese es su nombre. Sí, es de esta forma como se escribe— quien me vio antes de que tocara el timbre siquiera. Sus ojos se dirigieron de inmediato hacia el bebé que continuaba llorando y luego a mí. Pasando de uno al otro, permaneció inmóvil y sin camisa en la ventana.
—¿Vas a abrirme o echo raíces[1] aquí, marico? Tú dime.
Maykol me dejó pasar. Mi madre estaba en el sofá, viendo una de esas telenovelas cutre a las que les prestó más atención que a mí a lo largo de su vida. Como de costumbre, no se percató de mi presencia hasta que me aclaré la garganta; solo entonces levantó la mirada y... bingo. Sus pequeños ojos marrones parecían querer salírsele de las cuencas. Una imagen divertida, si me lo preguntan.
—¿Y esa carajita[2]?
—Me la robé, pa’ sacrificársela al Gran-Señor-Oscuro. —Me burlé—. Hola, Amarilis, estoy bien. Gracias por preguntar. Tan amable como siempre.
—Deja esa vaina del sarcasmo, Adrián, que no estoy de humor. ¿Cuándo parió Gabriela?
El solo hecho de oír el nombre de mi ex me derrumbó. Como una patada en el estómago que dejó sin aire, débil, sin ánimos.
Negué.
—No es mía. Me la conseguí en Chacaíto, en la b****a, por ahí. Alguna puta la botó.
—Ah-ha, y yo soy gafo[3], pues. —Maykol me dio una mirada despectiva—. ¿Dónde dónde la sacaste?
Bufé. Ah, sí, las bondades de tener una familia disfuncional. Tanta paz, amor, solidaridad y etcétera.
—No, tú eres un pajúo[4] —respondí de mala gana y me concentré en mi madre—. ¿Tienes leche, papilla o una vaina de esas?
Ella asintió.
—En la cocina.
—Gracias. ¿Te la quedas mientras le hago algo?
Mi madre movió la cabeza, con los ojos en la televisión. Dejé a la niña en sus brazos y me fui a preparar algo de comer... para ella y para mí. Sí, bueno, a esas alturas ya no me quedaba ni un poco de orgullo. No después de mi fallida entrevista de trabajo. En realidad, creo que lo perdí todo al suplicarle a Gabriela que no me dejase.
¿Alguna vez has intentado darle de comer a un bebé de... dos meses quizá, sin un biberón? Es el infierno. Jodida y aterradoramente absurdo. Traté con todo: pajillas, botellas de soda, jeringas... Imposible. A final, mi madre se hartó debido a sus gritos e hizo magia: alimentó a la niña con un biberón improvisado. No me preguntes cómo, no lo sé. Incluso le sacó los gases antes de entregármela con sus cara de voy-a-cortarte-en-pedacitos que solo me ponía a mí.
Pude haberle hecho un altar en ese preciso instante o besado, pero mi madre y yo no éramos precisamente afectivos. Se nos daba mejor gritarnos y lanzarnos objetos peligrosos.
—¿Qué harás con eso? —La señaló.
Y sí: esa era mamá. Tan dulce como siempre. Todo amor y ternura.
—¿Es muy tarde para abortarla, uh?
Ella entrecerró los ojos sobre mí. Todo el ambiente se volvió tenso y gritó «peligro». Pero jodida m****a, yo era suicida.
—¿Vas a seguir con la vaina? Supéralo y ya.
Síp, claro. «La vaina» era nada más y nada menos que el aborto casero que le hizo a mi hermana de dieciséis años. Por eso habíamos discutido durante las fiestas navideñas. Puede que no parezca gran cosa, pero permíteme ponerlo en contexto: estábamos cenando y bebiendo. Casi parecíamos una familia real, feliz, de esas que ves en la televisión. Y de repente, pum, la bomba: «Tuve que sacarle el muchacho[5] a Rocío». Así de simple. Y todo a mi alrededor pareció congelarse por un momento.
Ah, m****a, lo admito: no esperaba que fuera virgen. Eso ni en mis mejores fantasías, pero al menos que no se acostase con medio barrio. Y de todos modos, si iba a hacerlo, que se cuidara. Que mi madre lo hiciera, ¿era mucho pedir? Porque lo que menos me preocupaba era un embarazo no deseado, en realidad, sino las infecciones. Cuando traté de reclamarle a Rocío, me recordó que no éramos nada más que medios hermanos y que yo no podía sermonearla siendo un drogadicto de m****a, alcohólico y fracasado.
Al parecer ella también olvidó quién pagó su vida de niña rica hasta que se declaró en bancarrota. ¿No adivinan? Yo. Que conste en el acta.
—Me la voy a quedar —respondí a su pregunta—. Pero no sé un carajo sobre chamitos[6].
Mi madre alzó un hombro, como si no le importase.
—Solo hacen tres o cuatro cosas: comer, cagar, llorar y dormir. No en ese orden, pero da igual.
Cuánto amor. Tanta ternura me conmovía.
—Sí, ah-ha. ¿Y cómo la baño, le doy la comida y esa vaina?
—Agua tibia, pruébala con el codo. Que no te queme. Más fría que caliente. La comida, con el tetero[7], pues. Lo demás, lo aprendes solo. A mí nadie me enseñó a ser mamá.
Por supuesto que no, y le había salido de maravilla. Se merecía un premio.
—Gracias —refunfuñé—. ¿Y cómo sé si está enferma?
—Fiebre. Llanto... —Me dio una mirada que me hizo sentir como un deficiente mental—. Llévate la leche y lo que necesites.
Dando un suspiro, asentí.
—Gracias.
La niña ya no lloraba en ese momento, en realidad estaba dormida. Teniendo cuidado de no despertarla, la envolví en una manta que me ofreció mi madre y salí ignorando la sonrisa burlona de mi hermano mayor.
Ah, m****a, ¿en qué problemas me metía? Esta era una mala idea, pésima. Horrible. Sin embargo, yo sabía que no me quedaba opciones. No la dejaría en la calle y seguro como el infierno, tampoco la llevaría con la policía. Había oído historias, una más terrorífica que la otra, sobre lo que le hacían a los niños en los albergues.
Con ella no sería igual. Me encargaría de cuidarla, de algún modo, y resolvería las cosas.
Le di una mirada y tomé aire antes de volver a ingresar al Metro. Todas las personas necesitaban un nombre. ¿Tenía que ponerle uno?
_____
[1] Echar raíces: envejecer.
[2] Niño/a.
[3] Tonto, estúpido.
[4] Se usa como sinónimo de chismoso, pero también entupido o lento.
[5] Se refiere a un aborto.
[6] Chamo (chama, chamito/a): niño o adolescente.
[7] Biberón.
Llegué al edificio en el que vivía a eso de las ocho de la noche. Cansado física y mentalmente, confundido y con un bebé que había vuelto a llorar tan pronto como bajé del elevador. Eso, además de que fue al baño... encima de mí. Oh, dulce Jesús, aquello era una cosa espantosa y olía incluso peor.Mi camisa quedó arruinada y yo necesitaba una ducha urgente.Corrí hacia la puerta, con las llaves en la boca y la niña pataleando en mis brazos. De haberlo visto, me habría reído; pero como se trataba de mí solo estaba esforzándome para no perder la poca paciencia que me quedaba. No me malinterpretes, es solo que pienso que a nadie le gusta apestar a mierda. Puedo equivocarme, sin embargo. No lo sé. Justo cuando metí la llave en la cerradura, la más chismosa de mis vecinas asomó la cabeza por la ventana y me miró com
Ser padre soltero apestaba. No me mal entiendas, es solo que yo no estaba acostumbrado a esto, es decir: levantarse a media noche para darle de comer a Daila, mecerla hasta que se quedara dormida; bañarla y cambiarle los pañales... Coño, hasta había empezado a cantarle esas mierdas para niños que, como por arte de magia, le calmaban. Síp, bueno ya me sabía todas las de Disney, tú solo di el nombre y yo la cantaré, los Pollitos y Alicia va en el coche. Esta última era mi favorita, bastante macabra para ser infantil; pero oye, la vida es una perra y mi niña tenía que saberlo. Este no era el problema, sin embargo, yo podía con ello. Soy un tipo rudo. Siendo sincero, lo que me volvía loco era no poder drogarme y que Daila no tuviera un botón de apagado.Las primeras semanas estuvieron bien, conseguí que una de mis vecinas me hiciera u
La camioneta se detuvo frente a un edificio enorme, pintado de azul y blanco. Inquieto, me removí mirando a Florencia. Ella me ofreció una de sus sonrisas amables mientras me apretaba la mano para animarme. Sí, bueno, yo lo necesitaba en este momento. Y también drogas, pero se supone que estaba ahí para curarme de mi adicción. O algo parecido. Esto no tiene cura, solo puede mantenerse controlado y requiere una enorme fuerza de voluntad. Toneladas enteras, además de amor, apoyo y comprensión. Todo lo que yo no tenía.O no tuve hasta ahora.Por un minuto, pensé es huir. Está bien, no un minuto: durante todo el camino y también la noche anterior; Florencia no lo permitió. Ella se mantuvo firme, recordándome por qué lo estaba haciendo: Daila. Ella merecía mucho más que un padre adicto, incapaz de cuidarla, y yo ciertamente podía llegar a se
El Centro de Rehabilitación era el infierno. Por un lado, me gustaba, es decir: tener cuatro comidas diarias, actividades recreativas y etcétera; pero por el otro... No podía drogarme y odiaba con toda mi alma las malditas terapias en grupo. Eran espantosas. Déjame ponerlo en contexto: tenía que ir al salón lleno de desconocidos, sentarme en un círculo y contar mis problemas. Todos. Cada uno de ellos. Desde «oh, soy un niño abandonado por su padre y al que su madre odia» hasta «me masturbo cinco veces al día, ¿qué tal?». Algo así. Puede que infantil, un poco estúpido o caprichoso, pero yo realmente no estaba preparado para abrirme con nadie. No me gustaba la sensación de vulnerabilidad que me producía y tampoco las miradas que solía recibir.Oh, bueno, perdóname. Solo creo que la lástima es un poco-mucho-muy molesta. Sabí
Las últimas dos semanas estuve deprimido. No era tristeza ni una crisis por abstinencia; sino completa y absoluta depresión causada por las terapias grupales y las preguntas de Griselda. No sé en qué momento decidí abrirme tanto con ella y el grupo de persona que en ese instante consideraba mis amigos, pero lo hice. Y dolió. En un segundo estábamos tonteando y burlándonos de Javier y al otro... yo estaba llorando como un niño, contando mis secretos más oscuros y dolorosos. Repitiendo el horror de mi infancia y adolescencia.Resulta que mi disparador principal era el dolor. ¿Quién iba a decirlo? Aunque tenía cierta lógica: bebía y me drogaba para dejar de sentirlo. Lo único que deseaba era dejar de pensar, de recordar cada maldita cosa, y sobre todo alejar la tristeza. También descubrí que llenaba mis vacíos con sexo y pornografía y que me
Me miré al espejo incrédulo. La persona en el cristal se parecía y al mismo tiempo era tan distinta a mí que me inquietaba. Pero los tatuajes no mentían, este era yo: Adrián Ramírez. Mi cabello había comenzado a crecer nuevamente, ya me llegaba hasta las clavículas, y había subido de peso. Cinco o diez kilos, quizá. No lo sé. Y honestamente, nunca antes me había fijado en lo delgado que me encontraba cuando llegué al Centro de Rehabilitación. Yo creí estar bien, en perfectas condiciones; sin embargo, el verme sin ojeras, ninguna vena sobresaliente ni ese color cenizoso en la piel, me hizo darme cuenta del peligro que corrí en el pasado. De no ser por Daila y la enorme casualidad de haberla encontrado en el basurero; de no ser por Flor y su apoyo, yo habría podido morir.Tomé aire, recogiéndome el cabello y exhalé suavemente. Estaba
El mes pasó relativamente rápido. Luego de volver del Centro de Rehabilitación, conseguí empleo en una tienda departamental. ¿Quién lo hubiera dicho? Antes lo atribuí a los tatuajes y piercings, sin embargo, terminé descubriendo que mis fracasos se debían a que a todo el mundo le parecía evidente que yo era un adicto. Ahora no lo era y tampoco lo parecía, asumo que eso animó a la encargada a contratarme. Y nuestro pequeño e inocente coqueteo. Bueno, también tuve un poco de ayuda por parte de Angelí, que hizo una carta de recomendación en la que hablaba maravillas. Responsable, trabajador, servicial. Esos fueron algunos de los adjetivos que utilizó.Mi rutina era simple: madrugaba, para dejar a Daila con Florencia, me despedía de ellas y Nayalí —cuando estaba en casa— y corría al trabajo. Volvía por la tarde, to
Yaritxy hizo el intento de cerrar la puerta, la detuve y entré. Bueno, esto fácilmente podía calificar como allanamiento de morada, pero entre los dos ella tenía todas las de perder. Más enojado que nervioso, me paré frente a ella y alcé la comisura del labio en una sonrisa casi burlona. Desafiante.—Voy a llamar a la policía.Me reí. Por supuesto.—Dale y así les cuentas cómo la dejaste botada para que se la comieran los perros.Yaritxy tragó duro. Estaba siendo un poco cruel con ella, ¿verdad? No me arrepentía, en absoluto. Había ido con las mejores intenciones, en son de paz, con mi estúpida banderita blanca. Cuando ella abrió la puerta, sin embargo, todo lo que hizo fue maldecir a Daila con tanto odio que mi mente se nubló. Nadie la llamaría «monstruo» ni mucho menos «pedazo de mierda»