En mis tiernos diez años

Falling in reverse -i don´t mind-

La canción que escucho no tiene una letra que hable sobre algo asociado a mí, pero el ritmo es grandioso y de algún modo imagino que puedo escribir mientras siento que estoy cayendo por un precipicio y veo mi vida pasar ante mis ojos con ese ritmo bajo. Cuando descubrí a mi banda favorita hubo un antes y un después en mi vida, como todo el que de repente siente que una canción fue escrita para definirlo y la escucha hasta que la odia.

Puede que ahora me jacte de haber logrado salir del agujero en el que existía, pero eso no quita que durante cierto tiempo y sin darme cuenta o haciéndome el ciego, más bien, viví una vida de monstruo que hacía monstruosidades.  

Todo más o menos pasó cuando tenía diez años. Ya era un experto en artes marciales, los monstruos me habían enseñado el negocio detrás del gimnasio, y ya tenía suficiente experiencia lidiando con la m****a en mi pocilga.

Me daba rabia, ya no tristeza, ver que otros niños eran felices yendo con sus papás a casa, que las niñas se les acercaban y sonreían; aunque esto último realmente era lo que menos me irritaba. En realidad, creo que me molestaba el hecho de que las niñas se les acercaran a determinados niños que yo consideraba interesantes. No lo sé, no es momento de averiguar qué significaba eso en particular.

En mis tiernos diez años vivía amargado. Rayaba los pupitres, golpeaba árboles, hacía añicos el saco de boxeo por demás desgastado en el gimnasio que manejaban los dos monstruos, ya tenía un muy profundo ceño fruncido, etcétera.

Todo lo que podía destrozar lo destrozaba. Un día tomé la mochila de una niña que estaba por confesarse a un niño de mi clase. La chica chillaba como loca porque no hallaba su mochila y no podía salir de la escuela sin ella, pero creo que le interesaba más llegar a tiempo para subir al autobús con el niño que lo otro. Me burlaba de ella mientras sus amiguitas me llamaban de todo menos buen niño, incluso el chico que ella quería se puso de mi lado: se rio porque era una broma muy bien ejecutada y ver que ella lo tomaba tan en serio solo le hizo pensar que era una tonta.

No me gustó que lo consideraran una broma. Fui hasta el escondite donde dejé esa cosa rosada y la rompí en mil pedazos. Cuando la niña la halló en un cesto de b****a, destrozada desde las correas hasta la cabeza de unicornio afelpada, se largó a llorar y el niño perdió interés en ella.

Al día siguiente ese niño me buscó para que fuera su amigo y juntos hiciéramos ese tipo de bromas con finales inesperados. Le dije que sí y me dio la brillante idea —horrible ahora que lo pienso— de amenazar a los chicos con almuerzos que parecían de restaurante gourmet, con un compás para que nos den esa comida. Si se atrevían a protestar, serían carne picada. Así fue como hice un primer amigo, podría decirse. Juntos nos encargamos de hacer la vida imposible a todos en el aula.

Íbamos a ver al director a cada rato y siempre era Brody el que asistía cuando tenía mal comportamiento porque el viejo y el tonto nunca pondrían un pie en una escuela. Esa época fue la que más hice padecer a Brody.

Recuerdo que una vez él me sacudió en medio de la calle diciendo que siendo así no llegaría a ningún lado. Le di un pisotón y no me importó quebrarle el pie. Y ahora que lo pienso, tener a Brody conmigo significaba rescatar un poco de la humanidad que me quedaba. Al ver que esta vez sí me había pasado con él, me sentí algo mal, pero no debía pasar mucho para olvidarme de esa ráfaga de sentimiento; un poco de televisión y los gritos y golpes del viejo junto con los del tío y ya estaba de nuevo hundido en las aguas negras que me cobijaron desde que nací. También, por las muchas veces que la amenaza de muerte se posó en mi frente, no había demasiada humanidad que me quedara.

A esas alturas ya pensaba que el arma con la que querían volarme los sesos era de juguete, aunque nunca me arriesgaba. Me veía como un perrito bien adiestrado ante los monstruos, pero cuando tenía oportunidad de pelear me defendía cuanto podía de sus miserias.

Entonces, seguía con mi vida de bully, pero evolucionaba, siempre buscaba más letalidad. Decidí que lograría sembrar terror en los niños tontos si los golpeaba. Es decir, si a mí me hacía fruncir el ceño y morder mis labios para no gritar, a ellos seguro los haría pedazos.

Así fue como una tarde me metí con niños de primero de secundaria. Peleamos y fui el ganador; ellos, en cambio, se fueron a sus casas con la sangre chorreando de su nariz y boca. Recuerdo inesperado: a uno le lancé una piedra por decir m****a al lado de mi nombre y me gustó el sentimiento de poder; como cuando herí a ese tipo en mi casa. Se sentía bien ejercer ese dolor. Por algo es por lo que los demonios en mi casa disfrutaban tanto golpearme.

Evolucioné a tal punto de sentir que molestar con pequeñeces estaba sobrevalorado. Comencé a acorralar chicos, a hacerles sentir el dolor que yo ya había dejado de sentir hacía tiempo, a querer salir golpeado a veces, pero siempre aprendiendo cómo ejercer el mayor daño posible. También aprendí de la manera en que los demás bullies de secundaria hacían sus cosas y llegué a comprender cómo emboscar gente, alejar sospechas y atemorizar a los tontos.

Les rompía la nariz, sus caras, sus huesos y luego presionaba esa área dolorosa y los miraba a los ojos, diciéndoles que, si me delataban, habría otra zona que dolería como la que estaba doliendo en sus cuerpos en ese momento. Eran niños, obviamente se meaban de miedo y sus padres exigían saber quién era el responsable.

Yo siempre me dejaba pegar por algún bullie superior a mí cuando consideraba que era tiempo de parecer víctima. Funcionaba tan bien el plan, que los padres de los niños que atormentaba me veían como si vieran a sus hijos cuando relataba el horrible suceso, con las manos de Brody en mis hombros.

Ningún niño se atrevía a revelar mi artimaña, al contrario, parecía que estaban dudando de si realmente yo había sido su agresor.

De vez en cuando molestaba con pequeñas cosas como cortar el cabello de las niñas o empujar niños, para mantener bajas las sospechas sobre mí, pero fuera de la escuela, los atormentaba y humillaba porque siempre necesitaba sentir más poder y saber que nadie sería capaz de vencerme.

Sé que los golpes de judo y demás artes marciales no se usan para herir, usaba lo que el viejo y el tonto me enseñaban, lo que hacían en mí y solo cuando estaba muy torcida mi psiquis utilizaba algo de lo otro. Ese combo de violencia me hacía sentir bien, poderoso, que podía controlar lo que yo quisiera.

Así me mantuve en mi papel de bully, mejorando mi técnica, dejando pasar el tiempo para que crean que pudieron controlarme las autoridades, siendo derrotado por otro niño para que no me consideraran una amenaza y descansar de las dudas hasta que el nuevo bully acababa echado de la escuela por no ser prudente y yo sonreía porque el verdadero demonio todavía caminaba entre ellos. Era un estratega, veía más allá de todo a pesar de tener diez malditos años, pero sufría como nadie y eso supongo era lo que me impulsaba a mejorar en algo.

En mis tiernos diez años ya no había tristeza, solo odio y ganas de quebrar este mundo injusto que me quebró a mí.

En mis tiernos diez años también pensaba que morirme iba a ser una buena solución, pero sabía que eso solo sería una victoria para los dos locos que tenía por familia. Resistir, en cambio, les mostraría que el niño que molestaban tenía pelotas de acero.

Sobrevivir significaba joderles la vida a los monstruos y sin duda alguna hice de eso mi objetivo.

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