¿Infancia?

Melanie Martinez - Milk and Cookies.

Contuve la risa cuando la doctora Payne habló de la infancia. Ella dijo que es la etapa más importante en la vida de un humano porque son los vestigios que el adulto tendrá. Un tiempo de desarrollo en todo sentido. Todo eso de que el niño debería vivir una infancia plena, completar etapas, desarrollarse emocional y cognitivamente, y qué se yo, me obligó a morder mi lengua para no soltar risotadas fuera de lugar.

La última vez que toqué el tema “mi infancia”, mi terapeuta prestó mucha atención —que me vio como un loco— a los gestos que hacía, las cosas que decía y ahora me doy cuenta de que me concentré más en su reacción que en lo que salía de mi boca. Tal vez, por prestarle más atención a ella, olvidé restringir algo de información y no me di cuenta, ni me saltó en el radar de peligro cuando ella hacía anotaciones en su libreta o indagaba sobre algo en particular.

Por treinta minutos le hablé cómo es que viví esa etapa tan bella, inocente, alegre y toda la m****a de adjetivo que exista.

El Mason de niño quizás era un poco más normal que el Mason adolescente. Al menos tenía miedo y luchaba contra el dolor, no lo aceptaba como parte de su disfuncional existencia. Como todo en mi vida, el miedo tampoco podía existir para hacerme más normal y menos monstruo.

Dejé de aterrorizarme de la vida que vivía a muy corta edad porque, por un lado, no valía la pena llorar y rogar que no me lastimaran; hasta resultaba peor porque más avivaba las ansias de maltrato de esos dos demonios que la mala suerte me dio por familia.

El viejo al que debía llamar padre y su hermano, mi maldito tío, siempre buscaban una manera de destruirme porque no les bastaba con destruirse a sí mismos. Era una b****a a sus ojos. Si no fuera porque necesitaban manos extra para el negocio, me votaban a la calle a que me destrocen los pedófilos.

Detalle importante: ellos me amenazaban con que conocían a un pedófilo y que este me quería a mí. En cualquier momento me entregarían como ofrenda; esa era su máxima amenaza en mis pobres siete años —tal vez más antes, pero lo que yo recuerdo más vívidamente parte desde esa edad—. Me decían que me trataría con tanto amor como quería, y eso hacía que mojara la cama todas las noches. Esa última parte, ahora que recuerdo, no se la mencioné a la doctora Payne; aunque no hizo falta. Ella quizás pescó que algo sucedía cuando me quedé callado ante un pequeño recuerdo de mí mirando un charco oscuro en mi cama y temblando como un estúpido.

No tenía ositos de felpa para abrazar ni alguien que viniera y dijera que los monstruos bajo mi cama eran solo una ridiculez de mi imaginación. Los monstruos vivían conmigo, eran familia, eran tan reales como sus amenazas. No hacía falta ser un genio ni tener más edad para reconocerlo.

Miles y Maxwell eran los protagonistas de mis pesadillas y los que cada día incendiaban un pequeño pedazo de mi infancia con cualquier maldad que se les ocurriera. Asustarme con palabras habría sido lo de menos, pero la realidad es que ellos asustaban con más que solo eso.

Si cierro los ojos y me concentro lo suficiente puede que hasta grite en cuanto sienta el peso de un cañón imaginario sobre mi frente. El viejo, uno de esos días en los que seguro estaba más en la nada que en este mundo, agarró un arma y apuntó directo a mi cabeza. Ni siquiera pude tragar. Miraba esa cosa porque si miraba al monstruo que estaba sosteniéndola era seguro que yo gritaría de terror. No me asustaría ver algo que no entendía cómo funcionaba o qué daño podría causar; me espantaría el saber que quien está haciéndome eso es quien debería haber sido un héroe para mí en esa época.

Lo reconozco, al asistir a la escuela por no sé qué milagro, veía a los padres y sus hijos ser felices y empezaba a preguntarme porqué tuve tanta mala suerte. Muchos de mis compañeros decían que sus papás eran los mejores, pero cuando querían saber sobre los míos yo les decía que no tenía padres.

Solo había una persona que me trataba bien, Brody, el que ahora es mi tutor. No era un héroe porque era un cobarde que jamás se atrevió a sacarme de esa casa o quizás nunca quiso hacerse cargo de un niño problema; pero trataba de estar conmigo, preguntar cómo iban las cosas, se preocupaba y yo valoro y valoré eso.

Como decía, Miles me apuntaba con un arma.  

Yo no lloraba, estaba lo bastante domesticado como para asociar llanto con “te va a ir peor”. Me quedé mirando ese pasaje oscuro, intentando no temblar, quedándome quieto porque inconscientemente creí que ese sujeto sería como los depredadores que no les interesa cazar un animal ya muerto.

El viejo me decía que tuviera pelotas, que soportara, que ni siquiera respirara y me haría el honor de no disparar. Eso hice, me convertí en estatua, mas no aparté la mirada de esa cosa rompe vidas y así estuve por una eternidad hasta que la pistola fue quitada de mi cara.

El tonto de Maxwell se reía a carcajadas, el viejo también. Los dos se reían como si estuvieran viendo un payaso caer de narices y volver a caer al levantarse. Yo solo me quedé ahí intentando no moverme porque no estaba seguro de qué hacer. Si me movía era animal muerto.

Cuando mi presencia les molestó, comenzaron a arrojarme latas de cerveza y cualquier porquería que hallaran. Salí corriendo antes de quedar embarrado con cerveza, escuchando los alaridos macabros de esos monstruos.

Esa vez me encerré en mi cuarto y no dormí en toda la noche porque volcaba toda mi fuerza en sostener un palo de escoba.

Fue la primera vez que ellos me apuntaron con un arma y la primera vez que se hizo realidad su amenaza de matarme. Quería llorar, sentía que algo quemaba en mi cuerpo y cara, pero no lo hice. Sostuve el palo con tanta energía que a la mañana siguiente tenía las manos hormigueando.

No fui a la escuela, aproveché que ellos no estaban en casa para buscar algo con qué defenderme. Necesitaba sentirme seguro y deduje que la única forma de alcanzar ese objetivo esa armarme con lo que sea, como esos monstruos. Tomé unos cuchillos de la cocina, algunas botellas de licor, todos los sartenes que encontré y los metí a mi cuarto. Ellos bebían alcohol y comían droga, no iban a extrañar no poder cocinar. También, desde ese día, anduve con una navaja que hallé entre medio de los cuchillos. Un poco más seguro porque tenía con qué luchar, me senté a ver televisión y ahí fue cuando conocí la manera de volverme fuerte.

A pocas cuadras de la pocilga que llamaba hogar había un gimnasio comunitario donde enseñarían judo. Estaba en edad de aprender y lo necesitaba. Le robé dinero al tonto de mi tío que jamás se daría cuenta porque siempre gastaba lo que conseguía en droga y volvía a casa más ido que en la tierra, y fui hasta el gimnasio. Al llegar, por supuesto que había muchos padres con sus hijos corriendo por todos lados llenos de felicidad porque podrían aprender a dar patadas de grulla. Cuando llegó mi turno en la fila el instructor me dijo que podía volver en la tarde y participar porque la primera clase era gratuita, pero que necesitaba un permiso de mis padres.

Maldije todo el camino de vuelta; esos locos jamás me permitirían hacer eso, al contrario, ellos lo practicarían en mí. Entonces recordé que había alguien que sí lo haría. Corrí a ver a Brody cuando llegó su turno de trabajar y le pedí por favor que llenara los papeles y que me llevara a una revisión médica y todo lo que pedían para que fuera aprobado para entrenar.

En ese momento agradecí no tener marcas de golpes recientes y tampoco era como si ellos me golpearan todo el tiempo. Había tiempos en los que se olvidaban del pequeño mocoso que tenían en casa y no aparecían por días, pero también, lo importante para esos monstruos era trabajar mi mente para entender a quién debía temer y cómo debía ser.

Brody aceptó con gusto. No era tonto, sabía que esos idiotas no me dejarían y que quizás necesitaba estas cosas.

Cuando al fin pude asistir a las clases sentí que había hallado la manera de sobrevivir de esos monstruos. A partir de ahí el miedo no corría como sangre por mi cuerpo porque me aseguraba de aprender bien, de ser el mejor y derrotar hasta al más grande oponente. Me sentía seguro y eso al parecer hizo maravillas con mi rasgada psiquis. Diría que también me dio esperanzas: quería ser libre y por primera vez en la vida algo me susurró que con esto lo lograría.

Después de judo hallé el karate, y así me incorporé en cuanto arte marcial pudiera.

Me sentía fuerte, practicaba todos los días, hasta en los recreos en la escuela. Estaba convencido de que podría derrotar a los monstruos y huir para siempre del infierno.

Pero como era obvio en mi vida, demasiada paz significaba peligro. Una noche estaba haciendo mi cena; los monstruos no habían aparecido en todo el día así que estaba feliz. Usualmente Brody era quien me dejaba comida, pero ese día le dije que me prepararía algo. Estaba masticando feliz y moviendo mis pies, cuando de repente alguien tocó la puerta.

Al abrir esa cosa que por poco se cae, me encontré con un tipo que no conocía. Quise cerrar la puerta, pero él evito que lo hiciera poniendo el pie entre el marco y la madera roja, diciendo que el viejo lo envió por algo. No quería meterme en líos así que lo dejé pasar. Volví a comer, pero de la nada el sujeto se sentó a mi lado. No sabía qué decirle. Él, en cambio, sí sabía que hacer: me miraba y sonreía como quien admira un delicioso pastel. Para evitar verle la cara, vi la puerta de casa trabada con una silla, entonces le pregunté si ya buscó lo que debía buscar.

Ese maldito simio me sonrió tanto que casi logró esconder sus ojos tras las arrugas que se le formaban, su respiración era pesada y tan solo de ver toda esa combinación de reacciones frente a mí comencé a temblar. Cuando el tipo puso una mano en mi hombro ya estaba casi respirando por la boca.

Me dijo que lo que venía a buscar era a mí.

De inmediato supe que ese era el maldito pedófilo que los idiotas amenazaban con llamar. Desesperado por defenderme, le lancé el resto de la comida caliente en la cara y traté de correr a mi cuarto, pero el sujeto tomó mi brazo y me arrastró entre maldiciones hasta el sofá de la sala. Me paralicé por un momento cuando sentí su desesperación por tocarme y arrastrarme hacia donde quería. Mi seguridad volvió al recordar que tenía una navaja, sabia pelear y gracias a esos miserables monstruos tenía pelotas para no preocuparme por ver sangre de alguien más.

No podía perder, no iba a hacerlo.

Cuando el maldito me arroja contra el sofá e intenta quitarme la ropa, yo saco de debajo de los almohadones un cuchillo que el viejo siempre dejaba allí para abrir sus cervezas y tan rápido como pude se lo clavé en sus malditas pelotas. Luego, aprovechando su desesperación estúpida, apuñalé su pecho con mi navaja y lo empujé al suelo con todas mis fuerzas.

Hace mucho que practicaba apuñalar cosas como almohadas y sacos de b****a porque tenía una pesadilla donde los monstruos entraban a mi habitación a matarme y necesitaba al menos defenderme. El grito del sujeto y su cara de asombro me paralizaron de nuevo; tenía sangre en mis manos y había lastimado a alguien.

Herí a un monstruo… con mis manos.

Miraba la sangre formar patrones rojos en su ropa y el suelo, al tipo revolcarse en el piso, y volvía a ver mis manos viscosas, rojas, sangrando como el cuerpo que estaba a un paso de la muerte. No escuchaba lo que decía la cucaracha en el suelo, quizás maldecía o imploraba al estar en las puertas de la muerte, pero sé que comencé a sonreír.

¡Destruí a un monstruo! ¡Podía hacerlo!

Desde ese momento sentí que, de la nada, me había cargado diez años encima.

Me limpié la sangre en el sofá favorito del viejo. Corrí hasta la cocina para sacar los restos de la m****a roja con detergente y una esponja de alambre a pesar de que me lastimé en algunos sitios. El monstruo se había callado, pero no me importaba, estaba feliz de seguir viviendo. Agarré lo que quedaba de comida y me fui a mi cuarto tarareando porque había derrotado al monstruo que esos monstruos pusieron para mí.

Una pequeña sonrisa de orgullo se me escapa. Si no hubiera tomado la decisión de cubrir mi espalda, de dejar armas donde sea que pudiera, de tomar clases de judo y demás artes marciales; si no hubiera vivido amenazado de muerte y preparado para eso, seguro ahora estaba muerto o todavía era usado por ese tipo.

Cuando Miles y Maxwell llegaron, recuerdo que estaban gritándose entre ellos porque no sabían qué hacer con el cuerpo muerto en su sala de estar. Sabiendo que la m****a caería en mí, eché llave a mi cuarto, pero no tuve miedo. Ya no podía ser peor. Había derrotado a un tipo malo, estos dos no serían nada si intentaban algo contra mí. Ellos me gritaron tras la puerta, me amenazaron de muerte, pero solo reí. Podía vencerlos, nada más debía esperar la oportunidad.

Si relataba todo eso a la doctora Payne seguro me llevaba a la policía o me decía que necesitaba ir a un centro de rehabilitación para menores, pero creo que de algún modo hallé la manera de controlar las cosas y arrinconar tanto como pude los recuerdos malos.

De algún modo me siento orgulloso de mí. No sé si alguien hubiera superado algo así o tal vez tengo algo de especial para superarlo. Tal vez el volverme fuerte no fue tan mala idea, solo que mi padre no sabía pensar como humano.

No necesito terapia, pero si Brody insiste en que sí y que es lo mejor, lo haré porque él fue de mucha ayuda para esto y le debo mucho a pesar de que hizo poco por mí.

Creo que mi infancia puede reducirse a los momentos en los que él y yo pasamos algo de tiempo juntos.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo